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Pasó una semana con terribles dolores. La fiebre le subió impidiéndole levantarse, pero igual que vino, desapareció. Esos días se entretuvo con Blanca, dándole cuerda para que buscara gusanos de día, y recogiéndola por la noche para tener cerca los huevos. Por los alrededores descubrió unas viejas mantas que utilizó para acomodarse. En ocasiones ascendía hasta lo alto de la cima para observar la ciudad, o admirar a lo lejos las montañas que ya comenzaban el deshielo. Se dijo que cuando los pasos quedaran libres, podría huir a otra ciudad en compañía de Rutgarda.

Conforme se sucedían los días, su brazo fue mejorando. Poco a poco comenzó a mover el hombro sin que la herida se resintiese, los puntos se cayeron y la cicatriz adquirió un tono rosado similar al resto del hombro. Una mañana, el muñón dejó de dolerle y ya no le molestó más.

Al comienzo de la tercera semana decidió explorar las galerías que se adentraban en la mina. En la más cercana encontró un eslabón, así como yesca suficiente para prender las teas que aparecían esparcidas a lo largo de los túneles. Más al interior rescató unos flejes de hierro que podría emplear como utensilios de cocina. Durante sus excursiones catalogó los túneles en cuevas, pasillos y pozos. Los dos primeros, que consideró entradas preparadas para el trasiego de animales y materiales, los juzgó útiles como refugio. Los últimos eran tan resbaladizos que sólo los utilizaría en caso de peligro.

Con el tiempo maduró el volver a Würzburg. Cada día se veía más delgado, y si permanecía en la mina, tarde o temprano le descubrirían. Se convenció diciéndose que podría parlamentar con Wilfred y alcanzar algún acuerdo. Al fin y al cabo, el conde era un impedido, y si lograba encontrarle a solas podría abordarle sin riesgo. Quizás aceptase canjear el documento a cambio de un salvoconducto para él y su familia. Sólo debía repasar los recorridos del conde para establecer el momento más adecuado.

La mañana en que se cumplía el tercer mes de la muerte de su hija decidió regresar a Würzburg. El día anterior lo había dedicado a preparar una suerte de indumentaria de mendigo, algo que logró con facilidad debido al aspecto que habían adquirido las únicas ropas que poseía. A ello había añadido un gorro que encontró en los túneles y una capa de lana raída. Se disponía a encasquetarse el atuendo cuando percibió en la lejanía el tañido de unas campanas que reconoció como de aviso a rebato. Era la primera vez que sonaban así desde que el incendio asolara los talleres del percamenarius, y dando por hecho que encontraría la ciudad revuelta, decidió esperar a la noche para no despertar sospechas.

Durante el descenso temió que las campanadas obedeciesen a algún ataque sajón, pero aun así continuó la marcha. Sin embargo, al llegar a la ciudad se encontró con las puertas cerradas. Habló con un centinela a quien se presentó como un vagabundo recién llegado, pero el soldado le sugirió que regresara a su lugar de procedencia. Desanimado, se perdió entre las callejas del arrabal, inusualmente desiertas. Escondido en una choza, descubrió a un viejo que miraba por una rendija. Cuando le preguntó qué sucedía, éste atrancó la ventana, pero ante su insistencia, finalmente le informó de la muerte a cuchilladas de varios muchachos.

– Por lo visto ha sido un tal Gorgias. El mismo que hace poco asesinó a Genserico.

Gorgias enmudeció. Se caló aún más el gorro y, sin dar siquiera las gracias, escapó hacia las montañas.

Febrero

Capítulo 21

Los días pasaron, con la tripa de Helga la Negra engordando al mismo ritmo que las calabazas que jalonaban el huerto del obispado. Theresa nunca había visto un vientre semejante, y al tocarlo se sorprendió deseando que Hóos Larsson la llenara con un hijo. Sin embargo, los problemas que solían acarrear los embarazos le llevaron a desterrar la idea, contentándose con admirar la forma en que Helga devoraba cuanto alimento quedaba a su alcance.

Pero a la Negra no sólo le había cambiado la barriga. Al parecer, la preñez había transformado a la abandonada mujer en una laboriosa hormiga, pues días atrás había trocado su taberna por una casa más grande próxima al obispado, ya no se pintarrajeaba los labios y sus atuendos comenzaban a asemejarse a los de cualquier mujer decente. No obstante, lo que más asombraba a Theresa era la facilidad con que Helga se desempeñaba entre los pucheros y los fogones. Favila decía que sus manos parecían santas para los guisos, y hasta tal punto lo creía que comenzó a desentenderse de las ollas para dejar esa responsabilidad a la nueva cocinera. Theresa se dijo que, finalmente, lo único que quedaría de la antigua Helga sería la infame puñalada que su amante le había asestado en la cara.

A Helga, sin embargo, tan sólo parecía importarle el futuro de su hijo. Se mecía su gordo vientre como si fuera una cuna, hablaba con su barriga canturreándole melodías inventadas, le explicaba los secretos de un buen pavo asado, tejía diminutos gorros que abrigarían su cabecita, rezaba por ella porque pensaba que sería niña, y visitaba a Nicolás, el viejo carpintero que en su tiempo libre, y a cambio de unos dulces, le estaba construyendo una preciosa cuna.

Pese a todo, ni Helga ni su barriga descuidaban sus deberes con la cocina del obispado. Precisamente aquella noche estaba prevista la celebración de una cena de desagravio a favor de Alcuino de York a la que asistirían el rey y su séquito. Para atender bien la misma, había cocinado capones y pichones, faisán a la parrilla y venado recién cazado, lo que unido al estofado de buey y la tarta de queso elaborado por Favila, haría las delicias de los invitados. Por lo general, la cena se servía en el refectorio después del oficio de sexta, pero en esta ocasión Ludovico, el secretario de Lotario, había habilitado un aposento menor situado sobre el calefactorio porque no asistirían demasiados comensales.

Para Theresa, aquel convite habría supuesto una cena más, de no ser porque ella misma también había sido invitada.

– El rey insiste -le había informado Alcuino.

Desde ese momento, Theresa anduvo nerviosa intentando memorizar el Appendix Vergiliana, los poemas épicos de Virgilio que Alcuino le había encomendado recitara durante el ágape.

– No es que necesites aprendértelos -le había aclarado el fraile-, pero sí repetirlos varias veces para encontrar la entonación adecuada.

Sin embargo, la mayor preocupación de Theresa consistía en saber si le ajustaría el vestido usado que Helga le había comprado aquella tarde en el callejón de los telares.

Cuando acabó en el scriptorium, se dirigió a casa de la Negra temblando como un pollo, y no dejó de hacerlo hasta que se enfundó en el traje y comprobó que le sentaba como a una dama fina. Se moría por enseñarlo, pero Helga la obligó a esperar los últimos retoques. Finalmente, ésta se retiró para comprobar la silueta de Theresa. Ciñó un poco más el vestido y la abrazó con cariño.

– Demasiado entallado, ¿no? -se avergonzó Theresa. -Estás preciosa -le dijo la Negra, y la urgió a que corriera a la cena.