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Olaf cogió el cuchillo que le tendía y lo empleó para asegurar la tabla.

– Gracias. -Se lo devolvió e Izam se enfundó el arma.

– Ahí fuera hace frío. Dile a tu mujer que entre. ¿Disponéis de herramientas? -preguntó el ingeniero.

Olaf le mostró las que les habían prestado en la abadía: un hacha corta, una piqueta y una azuela. Le dijo que por la tarde haría un buen mazo de madera, y tal vez un rastrillo. No mucho más, porque tenía que reparar el arado que habían adquirido.

– Es de madera -le informó-. La reja habrá que cambiarla.

Izam comentó que sin una reja de hierro ni una buena vertedera, no lograrían abrir los surcos. Luego miró la muleta de Olaf.

– ¿Me la prestas?

Examinó el palo con detenimiento. Era una vara de cerezo toscamente tallada con un soporte de madera forrado de cuero en su extremo superior. Comprobó su flexibilidad y se la devolvió.

– Bien. He de irme -anunció.

Se levantó y salió de la cabaña seguido por Theresa. Ya fuera, ella le agradeció su comprensión.

– Sigo pensando que es una locura… Pero en fin. Si encuentro tiempo, miraré de fabricarle una pierna de madera.

El joven montó a caballo y se despidió de ella. Antes de desaparecer, Theresa advirtió que él volvía la cabeza.

Capítulo 22

Durante toda la semana, Theresa alternó su trabajo en el obispado con la supervisión de sus nuevas tierras. Así, comprobó que Olaf había excavado una pequeña acequia que desviaba el agua del arroyo hasta las inmediaciones de la cabaña para evitar el continuo trasiego al río, había construido una puerta con la que asegurar el cercado, y cuatro taburetes en los que sentar a la familia. Pero no sólo se había ocupado de los campos: entre él y su esposa habían transformado la vieja cabaña en una auténtica vivienda. Helga la Negra les había cedido un arcón y una mesa pequeña, además de unas telas que Lucilla había empleado para evitar que el viento se colara por las rendijas. Olaf había excavado un hogar en el centro de la cabaña, y dispuesto a ambos lados sendos sacos de paja donde descansar por las noches. Respecto al arado, aunque lo había reparado, le había resultado imposible manejarlo. Lucilla también lo había intentado, pero al tercer día las ampollas le habían cubierto las manos. Olaf se lamentó ante Theresa.

– Es por culpa de esta maldita pierna -se la golpeó-. Antes habría abierto los surcos en dos días, pero Dios sabe que esto no es trabajo de mujeres.

Theresa respiró hondo al tiempo que torcía el gesto. Miró a los dos chiquillos que correteaban entre las patas del buey, riendo y disfrutando, sucios como el tizón, aunque con algo más de carne sobre los huesos. Le apenaba aquella situación, pero si Olaf no conseguía arar todo el suelo, se vería obligada a revenderlos.

Lo miró con disimulo mientras se esforzaba en limpiar la collera del buey. Iba a comentarle algo, cuando él pareció adivinar sus pensamientos.

– Estoy modificando la collera para que tenga el tiro más bajo. Así el buey bajará el testuz y apretará el arado contra la tierra.

Theresa denegó con la cabeza ante lo inútil de sus esfuerzos. Olaf no lo comprendió.

Iban a levantarse cuando oyeron ruido de cascos. Nada más salir se encontraron a Izam de Padua montado en su caballo, y tras él, un borrico cargado de maderos. El ingeniero desmontó y entró en la cabaña sin dar los buenos días, con una cuerda midió el muñón de Olaf y volvió a salir con la misma determinación con que había entrado. Al poco regresó cargado hasta la barbilla.

– Un hombre cojo es como una mujer sin pechos -anunció.

A Theresa le molestó la comparación; sin embargo, siguió atenta la diligencia con que Izam rasgaba la pernera vacía de Olaf y dejaba a la vista un muñón terriblemente cosido.

– En Poitiers tuve ocasión de examinar una pierna de madera de extraordinaria valía. Nada que ver con esos palos atados al muñón que utilizan los tullidos para caminar como caracoles. -De nuevo midió el diámetro del muñón y trasladó la medida a una pieza de madera-. La pierna de la que os hablo era un prodigio del ingenio, una pieza articulada que, según decían, perteneció a un general árabe muerto en la terrible batalla. Afortunadamente un fraile se la arrancó al cadáver y la guardó en la abadía. -Midió la pierna buena y volvió a trasladar las medidas. Luego sacó un extraño mecanismo que a Theresa le pareció una especie de rodilla-. Me ha llevado dos días fabricarlo, así que espero que sirva.

Olaf se dejó hacer. Mientras, Lucilla apartó a los niños, que se peleaban por ensamblar cuantas piezas caían en sus manos. Theresa continuó mirando ensimismada.

Izam escogió un madero cilíndrico, lo ajustó por un extremo a la articulación de madera y lo situó al lado de la pierna buena. Luego cortó el otro extremo hasta enrasarlo con el talón de Olaf.

– Ahora la parte del muslo.

Tomó una especie de cazuela de madera y la encasquetó sobre el muñón. Nada más soltarla cayó al suelo, pero la recogió como si nada hubiera sucedido y la horadó hasta ajustaría al miembro. Luego la extrajo para vaciarla un poco y forrar el interior con un trozo de paño y cuero.

– Bueno, creo que ya está. -Engastó la caperuza en el muñón y la aseguró a la cadera con los correajes que portaba. Después calculó el tramo de madera que debía cortar para ocupar el espacio entre la caperuza y el mecanismo de la rodilla.

– ¿Cómo funciona? -preguntó Olaf.

– No sé si lo hará.

Levantó al esclavo, que se tambaleó al verse sobre el extremo de la madera.

– Aún falta el pie, pero antes he de ver si el fleje aguanta. Ahora prueba a andar.

Olaf avanzó titubeante sin soltarse de la mano de Izam, pero para su sorpresa, la pierna de madera se dobló por la rodilla y al dar el paso inmediatamente recuperó la rigidez como por arte de magia.

– Incorpora una lama de tejo, la misma madera con que se fabrican los arcos buenos. Cuando recibe el peso, flecta, permitiendo la articulación; luego hace tope y retorna a su posición para iniciar el siguiente paso. Observa estos orificios. -Señaló cuatro agujeros taladrados en la rodilla-. Con este pasador podrás seleccionar el grado de dureza. Y si lo quitas -se lo demostró-, el mecanismo quedará loco. Así podrás cabalgar con la pierna flexionada.

Olaf le miró incrédulo. No se atrevía a andar sin la muleta, pero Izam le animó. Tras un par de intentos logró atravesar la estancia. Cuando llegó a los brazos de Lucilla, la mujer rompió a llorar como si realmente le hubiera crecido una pierna nueva.

Pasaron el tiempo ajustando los mecanismos y comentando la simplicidad de la articulación. Izam le explicó que usando lamas de distinto grosor, lograría graduar la flexibilidad y la dureza. Después salieron fuera para comprobar su funcionamiento. Mientras pisó en piedra, Olaf caminó sin dificultad, pero al intentarlo entre los surcos, advirtió que la madera se hundía en los terruños.

– Le acoplaremos un pie que solucione el problema -aseguró Izam.

De vuelta a la cabaña, Lucilla le ofreció a Izam el conejo que había guisado para Olaf y sus hijos. Era el único alimento del que disponían, así que Izam lo rechazó. Mientras tallaba la extremidad, el joven ingeniero admitió para sí que las molestias que se estaba tomando en realidad obedecían a su interés por Theresa. Le intrigaba que una muchacha tan joven y bonita fuera capaz de afrontar una tarea de tal envergadura, y lo cierto era que, ahora que lo pensaba, desde el primer instante se había esforzado en agradarle y estar cerca de ella.

Probó una vez más el pie de madera antes de ensamblarlo en la extremidad de la pierna. Una vez insertado, lo giró adelante y atrás para comprobar que no se atascaba. Explicó a Olaf que el pie disponía de juego, pero que podría quitarlo si veía que le molestaba.