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– Pasó por tu granja cuando fui a verte hace dos años -gruñó Barton-. Fue él el que te compró aquellos caballos. ¿Cómo es ella?

– ¿Harriet? -Leo sonrió-. Te aseguro que, si no fuera la prometida de mi primo… Pero lo es. ¡Qué lástima!

– ¿Así que Marco se llevó el premio y al fin se va a asentar?

– Sí, creo que sí -repuso Leo pensativo-. Pero no sé si él lo sabe todavía. Él dice que va a hacer una boda «apropiada» con la nieta de la vieja amiga de su madre, pero hubo algo muy raro en esa fiesta. No sé qué ocurrió, pero Marco pasó la noche fuera, durmiendo en el suelo. Yo salí a tomar el aire al amanecer y lo vi. Él no me vio, así que me retiré deprisa.

– ¿No dio explicaciones?

– No dijo ni una palabra. El último compromiso de Marco se rompió de un modo del que nadie habla nunca.

– ¿Y crees que pasará lo mismo con este?

– Puede ser. Depende de lo que tarde en darse cuenta de que está loco por Harriet.

– ¿Y a tu hermano le pasa lo mismo?

– Guido tiene suficiente sentido común para saber cuándo está loco. Dulcie es la mujer perfecta para él.

– ¿O sea que tú eres el único libre?

– Libre y contento de serlo. A mí no me atraparán.

– Eso dicen todos, pero mira a tu alrededor. Los hombres que valen la pena caen como moscas.

– Barton, ¿tú sabes cuántas mujeres hay en el mundo? ¿Y de las pocas que he conocido hasta el momento? Un hombre ha de tener la mente abierta, ampliar sus horizontes.

– Al final encontrarás una especial.

– La encuentro una y otra vez. Y al día siguiente conozco a otra que también es especial. Y me siento estafado por eso.

– ¿Tú estafado? -gruñó Barton.

– Sí, te lo juro. Mírame, estoy solo. Ni esposa amantísima ni hijos -suspiró con tristeza-. Tú no sabes la tragedia que es para un hombre darse cuenta de que la naturaleza lo ha hecho inconstante.

– Sí, seguro.

Soltaron los dos una carcajada. Leo tenía una risa alegre, llena de vino y de sol, repleta de vida. Era un hombre de la naturaleza, que buscaba instintivamente los espacios abiertos y los placeres de los sentidos. Y todo eso es taba presente en sus ojos y en su cuerpo grande y relajado. Pero, sobre todo, estaba presente en su risa.

En el último tramo del viaje empezó a bostezar.

– Es espantoso tener que mirarle tanto tiempo el trasero a un caballo -dijo.

Delante de ellos había un remolque viejo, que exhibía un trasero amplio de caballo. Y llevaban ya un rato así.

– Además de lo cual, he tenido que levantarme a una hora indecente para llegar a tiempo al aeropuerto -añadió Barton.

– Eh, lo siento. Deberías habérmelo dicho.

– Y no solo eso. Anoche nos quedamos levantados hasta tarde celebrando tu visita.

– Pero yo no estaba presente.

– No te preocupes, volveremos a celebrarla esta noche -lo tranquilizó Barton-. Estamos en Texas.

– Ya lo veo -sonrió Leo-. Estoy empezando a pensar si podré soportar ese ritmo. Me ofrecería para conducir, pero después del vuelo, estoy peor que tú.

– Bueno, ya no falta mucho -gruñó Barton-. Y menos mal, porque la persona que lleva ese remolque no puede ir a más de cincuenta kilómetros por hora. Voy a pisar a fondo.

– Más vale que no -le aconsejó su amigo-. Si estás cansado…

– Cuanto antes lleguemos, mejor. Vamos allá.

Salió de detrás del remolque del caballo y aceleró para adelantarlo. Leo miró por la ventanilla y vio, el remolque pasar de largo y la furgoneta que iba delante. Miró a la conductora, una mujer joven de pelo rojo y corto. Ella levantó la vista y lo vio mirándola.

Lo que sucedió después sería luego un punto de discusión entre ellos. Ella siempre dijo que él le guiñó un ojo. Él juraba que ella había sido la primera en hacerlo. Ella decía que no era cierto, que había sido un truco de la luz y que él tenía la cabeza llena de pájaros. Jamás se pusieron de acuerdo.

Barton apretó el acelerador y la dejaron atrás.

– ¿Has visto eso? -preguntó Leo-. Me ha guiñado un ojo. ¿Barton? ¡Barton!

– Vale, vale, solo descansaba los ojos un momento, pero quizá sea mejor que me hables… ya sabes, para…

– Para que no te duermas. No estoy seguro de que después de ese adelanto estemos mejor que antes -Leo miró el camión que tenían ahora delante y que oscilaba de un carril a otro. Barton se colocó a la izquierda con intención de adelantar de nuevo, pero el camión se movió también en ese momento y tuvo que retroceder. Lo intentó una vez más y el camión le bloqueó el paso por segunda vez y luego frenó de pronto.

– ¡Barton! -gritó Leo, ya que su amigo no había reaccionado.

Al fin los reflejos de Barton entraron en acción. Era demasiado tarde para disminuir la velocidad, solo un frenazo en seco podía evitar ya la colisión, así que pisó el freno con fuerza y paró en el último momento.

La furgoneta que los seguía no tuvo tanta suerte. Oyeron un chirrido de frenos seguido de un golpe, una sacudida que afectó al coche entero y, al fin, un aullido de rabia y angustia.

El camión culpable de todo aceleró y se alejó, seguramente sin darse cuenta de nada. Los dos hombres salieron del coche y corrieron a la parte de atrás a inspeccionar los daños. Lo que vieron los dejó anonadados.

En el coche, orgullo de Barton, había un golpe que se correspondía exactamente con otro en la parte delantera de la furgoneta. En la parte de atrás de la furgoneta las cosas eran aún peores. El frenazo había hecho que el remolque del caballo se moviera de lado y chocara con el vehículo con una fuerza que hizo que los dos acusaran el golpe. El remolque estaba medio volcado y se apoyaba en la furgoneta, mientras el caballo lanzaba coces en el interior, aumentando el desastre. Leo veía aparecer en los agujeros cascos volando que después se retiraban para cocear de nuevo.

La joven de pelo rojo intentaba enderezar el remolque, una tarea imposible pero a la que ella se aplicaba con vigor.

– ¡No haga eso! -le gritó Leo-. Se va a hacer daño.

Ella se volvió hacia él.

– ¡Usted no se meta!

Le sangraba la frente.

– Está herida -dijo Leo-. Déjeme ayudarla.

– Le he dicho que no se meta. ¿No ha hecho ya bastante?

– Eh, yo no conducía. Y además no ha sido culpa nuestra.

– ¿Y qué me importa a mí quién conducía? Son todos iguales. Van por ahí con sus coches caros como si fueran los dueños de la carretera y casi matan a Elliot.

– ¿Elliot?

Otro golpe en el interior del remolque respondió a su pregunta. Al momento siguiente cedió la puerta y el caballo saltó a la carretera. Leo y la joven se lanzaron hacia su cabeza, pero el animal esquivó a los dos y cruzó la autopista al galope. La joven echó a correr tras él sin vacilar, eludiendo el tráfico como podía.

– Qué mujer tan loca! -exclamó Leo con violencia, y salió detrás de ella.

Hubo más chirridos, frenados, maldiciones y conductores frustrados que gritaban lo que les gustaría hacer con Leo. Este no hizo caso y corrió tras ella.

Barton se rascó la cabeza.

– Están los dos igual de locos -murmuró.

Por suerte para sus perseguidores, Elliot estaba algo magullado y no podía ir deprisa. Y por desgracia para ellos, estaba decidido a no dejarse atrapar. Lo que le faltaba en velocidad lo suplía en ingenio, y giró repetidamente de un lado a otro hasta que desapareció en un grupo de árboles.

– Usted vaya por ahí -gritó Leo-. Yo voy por aquí y entre los dos le cortamos el paso.

Pero sus esfuerzos no lograron persuadir al caballo. Selena casi estuvo a punto cuando lo llamó por su nombre y él paró y la miró. Pero luego consiguió pasar entre los dos y volvió por donde había llegado.

– ¡Oh, no! -exclamó Leo-. Vuelve a la autopista.

Poco tiempo después, volvían a ver el tráfico. Leo, asustado por lo que imaginaba que podía pasar, aceleró la carrera y consiguió agarrar la brida a dos metros de la autopista.