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– Quédate a mi lado -le pidió él, estrechándola con fuerza-. No me dejes luchar solo con esto.

– No lo haré.

– Tengo algo que confesar -suspiró Leo-. El tío ha empezado de nuevo con la boda. Dice que tiene que ser en San Marcos. Le he dicho que depende de ti.

– Ah, muy bien. Échame a mí la culpa -sonrió ella-. Más vale que aceptes. No puedes empezar tu nueva vida luchando con tu familia.

– Gracias, carissima. Mañana nos iremos de aquí.

– Todo irá mejor en casa -insistió ella.

Pero tenía miedo, y podía ver que a él le sucedía lo mismo. Era como si hubiera un demonio en el suelo entre ellos, obligándolos a girar a veces para eludirlo, pero sin que ninguno admitiera que estaba allí.

La condesa era quien más nerviosa la ponía. Su inglés era tan malo que no podían comunicarse excepto a través de un intérprete, y Selena no sabía cómo interpretar su incomodidad. Podía ser timidez o desaprobación. No lo sabía.

Al día siguiente, la condesa se acercó a ella antes de que se marcharan. No había nadie más presente y llevaba un diccionario en la mano.

– Quiero hablar… contigo -dijo con un tono que mostraba que recitaba una frase ensayada.

– ¿Sí?

– Las cosas son distintas… ahora… tu matrimonio… tenemos que hablar.

– Lo sé -repuso Selena con pasión-. No hace falta que me lo diga, lo sé. ¿Cómo puedo casarme con él? Usted no quiere que lo haga y tiene razón. Este no es mi sitio. Este no es mi mundo. Lo sé.

El rostro de la condesa adoptó una expresión tensa. Respiró con fuerza. Al momento siguiente se oyeron pasos en el suelo de mármol y se apartó.

Apareció el resto de la familia, que las rodeó. Se despidieron de todos y subieron a la lancha.

Capítulo 11

En la finca encontraron el alivio de tener que ocuparse de las cosechas de uvas y aceitunas. Los carros pasaban entre las hileras del campo, llenándose poco a poco de lo mejor que podía ofrecer la tierra. Selena estaba presente, a veces con Leo y a veces sola. Cuando estaba sola también podía comunicarse con la gente, porque la mayoría chapurreaba algo de inglés y ella empezaba a conocer palabras del toscano, que usaba de un modo que divertía a todos. Así iba forjando vínculos con ellos.

Y mientras veía bajar el sol pensaba que tal vez todo aquello fuera para nada. Porque, ¿quién sabía cómo estarían las cosas al año siguiente? ¿Quién sabía qué parte de la finca sería todavía propiedad de Leo? Todos aquellos amigos nuevos que hacía y con los que se sentía más cómoda que en el palacio grandioso de su nueva familia, ¿cuántos de ellos la considerarían todavía amiga pasados unos meses?

Percibía que ellos también estaban preocupados. No dejaban de hacerle preguntas, porque era la novia de su patrón y, por lo tanto, tenía que conocerlo bien. ¿Cómo decirles que tenía la impresión de que ya no lo conocía? La camaradería instintiva que habían disfrutado siempre parecía ahora solo un recuerdo.

Y además, lo veía menos porque lo llamaban continuamente a Venecia para que resolviera una cuestión u otra. Él le había jurado que las cosas cambiarían poco, pero los dos sabían ya que no podría cumplir su promesa. Se veía arrastrado centímetro a centímetro a un camino que ella no podía seguir.

Selena dormía a menudo en su habitación para ocultar que a veces se despertaba luchando por respirar. Tenía la sensación de vagar por un laberinto del que no había salida, solo caminos que eran cada vez más estrechos hasta que desaparecían del todo, llevándosela consigo.

Llamó al Cuatro-Diez y preguntó ávidamente por noticias de la familia Hanworth. Paulie se había ido a Dallas a empezar otra empresa de Internet… o eso decía, pero Barton le contó que un marido celoso había merodeado una temporada por allí lanzando amenazas contra Paulie si se atrevía a volver.

Billie se iba a casar con su novio, Carrie ejercitaba a Jeepers y habían recibido dos ofertas por él. Si Selena no iba a volver…

– No -dijo ella rápidamente-. Si no es bastante el dinero que te mando…

– Es más que suficiente -repuso Barton, ofendido-. ¿Crees que te negaría comida para un caballo?

– Sé que no. Habéis sido muy buenos conmigo, pero no quiero aprovecharme de eso…

– ¿Para qué están los amigos? Si no quieres que venda a Jeepers… Pero es un buen corredor y ahora se está desperdiciando.

– Lo sé, pero… aguántalo un poco más, por favor. ¿Cómo está Elliot?

– Muy bien. Carrie lo monta y dice que es encantador.

– Es cierto.

Colgó y fue a la cocina a hablar con Gina de la cena, pues Leo volvía ese día de Venecia. Después fue al despacho y trabajó en la parte administrativa de la granja de caballos.

Luego, enterró la cabeza en las manos y lloró.

Cuando llegó Leo estaba ya oscuro pues las noches eran cada vez más cortas. Cenó con placer, pero cuando Selena le preguntó qué tal el viaje, no dijo gran cosa.

Ella sabía lo que significaba eso. Poco a poco se iba dejando arrastrar al mundo de su familia y no sabía cómo decírselo.

Después de cenar subieron juntos las escaleras y, una vez en el cuarto de él, Leo la abrazó y besó con pasión. El deseo estaba siempre presente, tal vez más intenso ahora que era el único modo en que se comunicaban. Se desnudaron mutuamente con ansia, anhelando la unión que era todavía perfecta y en la que no había problemas.

Después, ella se quedó dormida en sus brazos; pero en cuanto se durmió, todo cambió. Soñó que luchaba por abrirse paso entre una espesura que se cerraba cada vez más a su alrededor, sofocándola. Despertó luchando por respirar.

– Carissima… -Leo se incorporó y encendió la lámpara de la mesilla-. ¡Despierta, despierta!

La abrazó y le acarició el pelo hasta que dejó de temblar.

– No pasa nada -murmuró-. Estoy aquí. Abrázate a mí; solo ha sido una pesadilla.

– No podía respirar -musitó ella-. Todo se cerraba sobre mí y no podía abrirme paso.

– Has tenido otras veces esa pesadilla, ¿verdad? -dijo él con tristeza-. Te veo dar vueltas en la cama y sé que eres desgraciada. Y luego, a la noche siguiente, insistes en que durmamos separados. Pero nunca me lo cuentas. ¿Por qué no lo compartes conmigo?

– No es nada -dijo ella con rapidez-. Solo un sueño. Abrázame.

Se abrazaron juntos largo rato.

– ¿Me vas a dejar? -preguntó él con suavidad.

En el largo silencio que siguió, sintió que la oscuridad cubría su corazón.

– No -repuso ella, al fin-. Creo que no… pero… tengo que volver una temporada. Sólo un tiempo.

– Sí -repuso él-. Sólo un tiempo.

Al día siguiente la llevó al aeropuerto de Pisa. Llegaron tarde y los pasajeros del vuelo para Dallas estaban embarcando ya.

– Tengo que darme prisa -dijo ella.

– ¿Lo llevas todo?

Ella soltó una risita.

– Me lo has preguntado muchas veces.

– Sí.

– Por favor, los pasajeros…

– Selena, no te vayas -dijo él de repente.

– Tengo que hacerlo.

– No, no tienes. Si te vas, no volverás. Es aquí donde tenemos que arreglar esto. No te vayas.

– Ese es mi vuelo.

– ¡No te vayas! Sabes tan bien como yo lo que ocurrirá si te vas.

Ella lo miró a los ojos.

– Lo siento, lo siento -las lágrimas bajaban por sus mejillas-. Lo he intentado, pero no puedo… Leo, lo siento. Lo siento.

Echó a correr y, en la puerta de embarque, se volvió a mirarlo una última vez. Ya no lloraba, pero la miseria de su rostro reflejaba la que sentía él. Por un momento pensó que se echaría atrás. Pero luego desapareció.

El invierno era una temporada fuerte en la tienda de regalos. Guido había elegido los artículos del año siguiente y estaba ocupado mostrando sus productos a los clientes. Dos semanas más tarde tenía una muestra tan grande que el único lugar en el que podía montarla era el palacio Calvani. El conde había gruñido algo sobre la «indignidad» de todo aquello, pero había dado su consentimiento.