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– ¡Oh, Dios! Por favor, Guido; dime que está vivo.

– Si, pero no sabemos cuando volverá a andar.

Selena se llevó las manos a la boca. Leo, el hombre que nunca se sentaba si podía estar de pie, nunca andaba si podía correr… Leo en una silla de ruedas, o algo peor. Se volvió para que Guido no pudiera ver que se esforzaba por no llorar.

– He venido a llevarte a casa -dijo Guido-. Te necesita, Selena.

– Por supuesto. Oh, ¿por qué no me has llamado? Podría estar ya en camino.

– Sinceramente, no sabía si vendrías. He venido para llevarte a la fuerza, de ser necesario.

– Claro que irá -dijo Barton-. Déjalo todo aquí, Selena. Elliot y Jeepers estarán bien con nosotros. Vete, muchacha.

Los llevó él mismo al aeropuerto. Guido tenía ya billetes de avión.

– Te dije que no pensaba aceptar una negativa y hablaba en serio.

– ¿De verdad creías que no iría si Leo me necesita?

– No sé si me habrías creído por teléfono.

– Pero has venido hasta aquí a buscarme -musitó ella.

– Tenía que hacerlo. No sé cómo estará él, pero sé que tienes que estar allí.

Dormitó la mayor parte del viaje y Selena viajó inmersa en sus pensamientos. Estaba confusa. Hasta que no volviera a ver a Leo de nuevo no sabría lo que pensaba.

Un coche los llevó desde el aeropuerto de Pisa hasta el hospital. Selena se clavaba las uñas en la palma. Ahora que había llegado el momento, la aterrorizaba lo que iba a encontrarse. Los últimos metros hasta la habitación de Leo le parecieron interminables.

Guido abrió la puerta del cuarto y se hizo a un lado para dejarla entrar.

La joven miró la cama. Allí no había nadie.

– ¿Selena?

La voz procedía de la ventana. Se volvió y lo vio apoyado en muletas, con una pierna escayolada.

– ¿Selena? -dio un paso vacilante hacia ella y al instante siguiente estaba en sus brazos.

Fue un beso extraño, abrazados, sin atreverse a apretarse mucho, pero fue el beso más tierno que habían compartido.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó él al fin, cuando pudo hablar.

– Tu hermano…

Leo soltó una risita.

– ¿Ya está otra vez con sus trucos?

Selena se volvió hacia Guido, que los miraba con inmensa satisfacción.

– Tú me dijiste que no podía andar.

– Y no puede -repuso Guido con inocencia-. Por eso tiene muletas. Se rompió el tobillo.

– ¿Se rompió…?

– Otro hombre se habría matado en una caída así. Pero el diablo cuida de los suyos y Leo aterrizó en un haz de paja.

Salió de la habitación y los dejó solos.

– Has vuelto conmigo -dijo él con voz ronca-. Abrázame.

Ella lo hizo; Leo no pudo reprimir un quejido.

– No importa -dijo-. Lo único que importa es que has vuelto y te vas a quedar. Sí, te vas a quedar -dijo con rapidez, antes de que ella pudiera discutir-. No volverás a dejarme. No podría soportarlo.

– Yo tampoco podría -dijo ella con fervor-. Ha sido terrible estar sin ti. Intentaba convencerme de que había hecho lo correcto, luego cambiaba de idea y pensaba en venir, y después tenía miedo de avergonzarte porque quizá habías encontrado a otra persona…

– Estúpida mujer -dijo él con cariño.

– Vamos -musitó ella-. Tienes que estar en la cama.

Lo ayudó a quitarse la bata. Debajo su pecho estaba desnudo, excepto por algunas gasas, y ella dio un respingo al ver la multitud de golpes y moratones que tenía.

– No importa, están mejorando -dijo él.

Se tumbó en la cama, agotado.

– Si no te importa subirme la sábana… ¿Selena? No llores.

– No lloro -gimió ella.

– ¿No?

– No. Tú sabes que no lloro nunca y no te atrevas a… Oh, ¿tú has visto eso? ¡Oh, querido, querido…!

Leo la abrazó y la besó en la frente.

– Parece peor de lo que es -declaró-. Sólo son unas cuantas contusiones. Bueno, hay un par de costillas rotas, pero nada para lo que podía haber sido.

Guido entró en la habitación sin que ninguno de los dos se diera cuenta.

– Pensé que no volvería a verte -dijo Leo-. Es como un sueño hecho realidad. ¿Cómo pudiste dejarme?

– No lo sé. Pero no volveré a hacerlo.

Una semana después estaba en su casa, tras haber prometido a los médicos que se metería en la cama en cuanto llegara y haber pasado el primer día en el coche, que conducía Selena, recorriendo sus tierras.

– Y ahora te vas a la cama como prometiste -dijo ella con firmeza cuando llegaron a la casa.

– Sólo si tú me acompañas.

– No estás lo bastante bien para eso.

– Estoy lo bastante bien para abrazarte -dijo él-. Eso es lo que más he echado de menos. ¿No lo sabes?

Se movía ya con más facilidad y, cuando se instaló en la cama, pudo abrazarla sin quejarse mucho.

– ¿Estarás bien para el viaje de la semana que viene? -preguntó ella.

– Claro, Venecia no está lejos y no me perdería la boda de Marco por nada del mundo. Y no temas, que ellos se casen en San Marcos no quiere decir que todo el mundo vaya a darnos la lata para que hagamos lo mismo. Comprenden que queramos casarnos aquí -suspiró-. Estoy deseando que ocurra. Podemos ir mañana a la iglesia a hablar de ello.

Silencio.

– ¿Querida? ¿Ocurre algo?

– No apresuremos las cosas.

– Bueno, yo no puedo apresurar nada, ¿verdad? Mírame. Tengo que ponerme bien del todo porque quiero disfrutar del día de nuestra boda, pero no tardaré mucho…

– No me refería a eso -ella se sentó en la cama-. Leo, yo te quiero, por favor créeme. Y ahora que he vuelto, no volveré a irme porque fue demasiado doloroso. Pero en cierto sentido, nada ha cambiado. Lo que antes estaba mal lo sigue estando.

Hubo una pausa.

– No te dejaré, lo juro, pero… no puedo casarme contigo.

Capítulo 12

Gina preparó para desayunar una variedad de platos, que obligó a comer a Leo hasta que este acabó suplicando misericordia.

– Ya recojo yo -dijo Selena-. Sé que tienes mucho que hacer.

– Sí, señorita.

– Ya está -dijo Leo cuando se quedaron solos-. Gina te ha aceptado como su señora. Por lo que a ella respecta, es un tema cerrado.

– Gina me halaga. Sabe que yo no sabría llevar una casa.

– Por supuesto, es su trabajo. El tuyo es dejárselo todo a ella. ¿Pero no te has dado cuenta de que ahora te pregunta a ti y no a mí? -apoyó los dedos en el dorso de la mano de ella-. Señora Calvani -murmuró.

– Leo, te dije anoche…

– Esperaba que fuera una pesadilla -gimió él-. Te fuiste tan deprisa…

– Tú no decías nada.

– Quería fingir que no había ocurrido. Selena, por favor, olvidemos lo de anoche.

– No puedo casarme contigo -insistió ella-. No podría ser una condesa aunque mi vida dependiera de ello. Tu tío no vivirá eternamente. ¿Y qué pasará cuando heredes? Un día querrás ser un conde con todo lo que implica. Venecia, el palacio, la sociedad, todo.

– ¿Yo? -preguntó él, horrorizado-. Selena, por favor, soy un hombre de campo. No puedo criar caballos en Venecia. Se ahogarían.

Pero su intento por bromear fue infructuoso. El rostro de Selena permanecía tan terco como siempre.

– No puedo creerlo -dijo él-. Pensaba que habíamos decidido que nos amábamos y estaríamos siempre juntos. ¿O me he perdido algo?

– No, querido mío, yo te amo. ¡Oh, Leo, si supieras cuánto te quiero! Me quedaré, pero no así.

– Pues lo siento mucho, porque así es como yo soy -repuso él con dureza.

– Pero yo no puedo ser así -dijo ella.

Y de pronto el foso volvió a estar presente entre ellos, como si nunca hubieran vuelto a juntarse.

Parchearon las grietas para ir a Venecia para la boda. Allí sonrieron e interpretaron a la perfección sus papeles. El palacio estaba lleno de invitados y Selena se alegró de poder perderse entre la multitud. Leo y ella habían acordado no hablar a la familia de sus diferencias, y recibieron más de una indirecta para que fijaran de una vez la fecha. Pero les resultaba más fácil lidiar con eso que decir la verdad.