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Y Selena sabía que Leo confiaba en que, si no decían nada, ella acabara olvidando su resolución.

En la gran basílica de San Marcos vio llegar a la novia y supo que Harriet se encontraba a gusto en aquel entorno grandioso. Dio la mano al hombre que amaba y él la miró a los ojos llenos de emoción. Su felicidad parecía llenar la iglesia y alcanzar a todos los presentes.

Selena buscó los ojos de Leo. Y creyó ver reproche en ellos, como si la acusara de negarle la misma felicidad. Apartó la vista. ¿Por qué no podía comprender que lo que hacía lo hacía por los dos?

A medida que avanzaba la velada, buscó a Leo, pero este se había encerrado en el despacho del conde con otros hombres. Y permaneció allí hasta que ella se hubo acostado.

Al día siguiente se despidieron y, durante el viaje, él dormitó mientras ella conducía. Salieron ya tarde, así que había oscurecido cuando llegaron a casa. Selena le dijo a Gina que podía acostarse y fueron a buscar la cena que les había preparado.

– Se lo has dicho, ¿verdad? -preguntó ella, mientras destapaban los platos.

– No hacía falta. Sabían que pasaba algo raro.

– O sea que ahora lo saben. Quizá sea lo mejor.

– Selena, ¿nada de lo que pasó allí significa nada para ti? ¿No viste el compromiso que aceptaban Marco y Harriet con el otro? Por eso es importante el matrimonio. Sin eso, no hay compromiso. Yo creía que entre nosotros había compromiso, pero tú ahora me dices que no. ¿Qué futuro podemos tener así?

– Haremos nuestro propio futuro, a nuestro modo…

– ¿A tu modo, quieres decir? Yo te quiero. Quiero que seas mi esposa.

– Es imposible.

– Solo es imposible si tú lo haces imposible -respiró hondo-. A mí lo que me resulta imposible es seguir así.

– ¿Qué estás diciendo?

– Digo que te quiero y que estoy orgulloso de ti. Que quiero salir de la iglesia contigo del brazo y decirle al mundo que tú eres la mujer que he elegido y la que me ha elegido a mí. Y espero que tú quieras lo mismo…

– Continúa.

Leo lo dijo, aunque fue como si le arrancaran las palabras a la fuerza.

– Si no es así, es que no tenemos nada y lo mejor será que vuelvas a casa.

– ¿Me estás echando, Leo?

Él golpeó la mesa con la mano.

– ¡No, maldición! -rugió-. Quiero que te quedes. Quiero que me quieras, que te cases conmigo y que tengamos hijos. Quiero pasar el resto de mi vida contigo. Pero tiene que ser casados. ¿A ti eso te suena a que te echo?

– A mí eso me suena a ultimátum.

– Está bien; lo es. Si me quieres la décima parte de lo que siempre has dicho, cásate conmigo. No puedo ceder en esto. Es demasiado importante para mí.

– ¿Y qué pasa con lo que es importante para mí?

– No he oído hablar de otra cosa excepto de lo que es importante para ti, y he intentado entenderlo aunque eso me ha hecho pasar un infierno. Ahora me toca a mí decirte lo que quiero.

Selena miró a aquel hombre al que creía conocer. Leo al fin había perdido los estribos, no del modo medio humorístico en que lo había visto rugir de frustración, sino con furia genuina. Sus ojos brillaban, pero se pasó las manos por el pelo e intentó calmarse.

– Perdona -dijo-. No era mi intención gritar.

– No me importan los gritos -repuso ella, sincera-. Yo también puedo gritar a mi vez. Se me da bien.

– Sí, lo sé -dijo él, tembloroso-. A mí tampoco me importan los gritos. Es el silencio lo que no soporto.

– Hay muchos ahora -asintió ella.

Dio un paso hacia él. Se abrazaron y se besaron con pasión.

– No vuelvas a asustarme así -dijo ella-. Pensaba que iba en serio.

– Va en serio -Leo la soltó.

– No, Leo, por favor… escucha…

– Te he escuchado ya mucho -repuso él con firmeza-. No puedo hacerlo a tu modo. Tu ya eres mi esposa aquí -se tocó el corazón-. No puedo vivir diferente por fuera. No puedo llevar una vida dividida.

– ¿Y de verdad me echarías de aquí?

– Querida mía, si intentáramos hacerlo a tu modo, nos distanciaríamos muy pronto y nos separaríamos desgraciados. Nos quedarían sólo recuerdos amargos. Es mejor separarse ahora, cuando aún queda amor que recordar.

– Oh, eres…

Se volvió y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. Leo la sujetó y la estrechó contra sí.

– A mí también me apetece hacer eso -dijo-, pero sólo consigues que te duela la cabeza.

– ¿Qué vamos a hacer? -preguntó ella llorando.

– Vamos a comer algo y luego vamos a hablar como personas civilizadas.

Pero no podían hablar. Cada uno había dejado clara su posición y los dos reconocían que el otro era inamovible. ¿Qué más quedaba por decir?

Los dos se alegraron de irse a la cama en sus habitaciones separadas, pero después de un par de horas de dar vueltas y no poder dormir, Selena se vistió y bajó.

No encendió ninguna luz, pero fue de una habitación a otra en silencio, pensando si se iría pronto. Habría sido fácil aceptar casarse con él, pero la convicción de que ambos pagarían un precio muy alto por ello se lo impedía. Correría el riesgo por sí misma, pero no por él.

Se sentó en un sofá cerca de la ventana y se quedó dormida.

La despertó una mano que se posaba en su hombro.

– Despierta, querida -dijo Leo.

– ¿Qué hora es?

– Las siete de la mañana. Tenemos visita. Mira.

Dos coches que reconocían subían por la cuesta.

– Es la familia -dijo Leo-. ¿Por qué nos han seguido?

Salieron a la puerta. Los coches se detuvieron y Guido y Dulcie fueron los primeros en saltar al suelo. En el segundo coche viajaban el conde y la condesa.

– Venimos por un asunto muy importante -anunció el conde Calvani-. Mi esposa insiste en que debe hablar con Selena. Los demás sólo somos su séquito.

– Entrad -dijo Leo-. Hace frío aquí fuera.

Gina les sirvió café caliente en el interior. Selena estaba confusa. ¿Por qué quería verla la condesa? ¿Por qué la miraba con tanta urgencia?

– ¿Quiere decirme alguien lo que ocurre? -preguntó.

– Vengo a verte -dijo Liza despacio-, porque hay cosas… -vaciló, frunció el ceño -cosas que sólo yo puedo decir.

– Nosotros estamos aquí para ayudar -declaró Dulcie-. Por si le falla el inglés a Liza. Está estudiando mucho en tu honor y, en la medida de lo posible, quiere decirte esto personalmente.

– Lo intenté antes -dijo Liza-. Pero entonces… yo no tengo las palabras… y tú no escuchas.

– Cuando fuiste a Venecia la primera vez -dijo Dulcie-. Liza intentó hablar contigo, pero saliste corriendo.

– No hacía falta que me dijera que soy la persona equivocada para Leo -declaró Selena-. Yo ya lo sabía.

– ¡No, no, no! -exclamó Liza con firmeza. Miró a la joven de hito en hito-. Tú deberías hablar menos, escuchar más. ¿Sí?

– Sí -contestó Leo al instante.

Selena sonrió inesperadamente.

– Sí -dijo.

– Bien -musitó Liza-. Vengo a decirte que… tú haces algo terrible… como hice yo. Y no debes.

– ¿Qué es eso terrible que hago? -preguntó Selena con cautela.

– Después de lo que nos dijo Leo, anoche tuvimos una reunión familiar -intervino Guido-. Y todos pensamos que teníamos que venir aquí e intentar inculcarte algo de sentido común. Pero Liza más que nadie.

– Ven conmigo -dijo Liza con firmeza. Dejó su taza y se dirigió a la puerta.

– ¿Puedo ir yo? -preguntó Leo.

Liza lo miró.

– ¿Puedes guardar silencio?

– Sí, tía.

– Entonces ven -salió por la puerta.