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Los doce tornillos que protegían la carcasa de la radio salieron por fin y quedaron pegados en la lengua adherente de un post-it amarillo. Wyatt Gillette extrajo el armazón de la Samsung y se puso a estudiarlo.

Su curiosidad, como siempre, lo empujaba hacia delante como si de una carrera de caballos se tratara. Se preguntó por qué los diseñadores habían permitido que hubiera tanto espacio entre las distintas placas, por qué el sintonizador había utilizado un cable de ese determinado calibre, cuál sería la mezcla de metales utilizada en la soldadura.

Quizá éste fuera el diseño óptimo, quizá no.

Tal vez los ingenieros habían actuado con pereza o se habían distraído…

¿Existía una forma mejor para construir una radio?

Siguió desmantelándola, desatornillando las diferentes placas.

«Despacio, despacio…»

A los veintinueve años, Wyatt Gillette tenía el rostro enjuto de un hombre que mide uno ochenta y cinco y sólo pesa sesenta y nueve kilos, un hombre del que la gente siempre pensaba: «Alguien tendría que engordarlo un poco». Tenía el cabello muy oscuro, casi azabache, y hacía tiempo que no se lo había lavado ni peinado. En su brazo derecho lucía un tatuaje chapucero, una gaviota que vuela sobre una palmera.

Sintió un escalofrío repentino provocado por el fresco de la mañana de primavera. Una convulsión hizo que sus dedos malograran la ranura de la cabeza de uno de los pequeñísimos tornillos. Jadeó con rabia. Gillette tenía mucho talento para la mecánica, pero nadie puede ir muy lejos sin las herramientas adecuadas, y él estaba usando un destornillador hecho de un clip de sujetar papeles. No poseía más herramientas que eso y sus propias uñas. Hasta una navaja habría sido de más ayuda, pero no cabía encontrar tal cosa allí donde se hallaba, en la residencia temporal de Gillette: la cárcel masculina de media seguridad de San José, California.

«Despacio, despacio…»

Una vez que hubo desmantelado la placa de circuitos, localizó el Santo Grial que andaba buscando (un pequeño transistor gris) y dobló sus menudos cables hasta que se quebraron. Acto seguido, montó el transistor en otra plancha de circuitos, trenzando los extremos de los cables con mucho cuidado para que hicieran contacto (habría dado lo que fuera por un poco de estaño de soldadura, pero eso tampoco estaba a disposición de los reclusos).

Justo cuando acababa de hacerlo se oyó un portazo y unos pasos resonaron en la galería. Gillette alzó la vista, alarmado.

Alguien se acercaba a su celda. «Cristo bendito, no», pensó Gillette. Los pasos estaban a seis metros. Escondió la plancha de circuitos en la que había estado trabajando entre las páginas de un ejemplar de la revista Wired y devolvió los componentes restantes a la carcasa de la radio. La dejó pegada a la pared.

Se tumbó en el catre y comenzó a hojear otra revista, 2600, la gaceta de los hackers, mientras rezaba al Dios multiusos, a aquél con quien incluso los reclusos ateos hacen tratos al poco tiempo de estar entre rejas: «Por favor, que no registren la celda. Y, si lo hacen, por favor, que no encuentren el circuito».

El guardia puso el ojo en la mirilla y dijo:

– En posición, Gillette.

El recluso se levantó y fue al fondo de la cámara, con las manos en la cabeza.

El guardia penetró en la pequeña celda en penumbra. Pero no se trataba de un registro. Esposó las manos extendidas de Gillette y lo sacó afuera.

En el cruce de corredores entre la galería de reclusión administrativa y la galería de presos comunes, el guardia torció y condujo al interno a un pasillo que a éste no le resultó familiar. Se oían sonidos apagados de música y gritos provenientes del patio de ejercicios, y en unos instantes se adentraban en un habitáculo provisto de una mesa y dos bancos, todo ello anclado al suelo. Sobre la mesa había anillas para las esposas del recluso pero el guardia no amarró las de Gillette en ellas.

– Siéntate.

Gillette así lo hizo. ¿A qué venía todo esto?

El guardia salió y la puerta se cerró tras él, dejando a Gillette a solas con su curiosidad. Se sentó temblando en aquel habitáculo sin ventanas que en ese momento le parecía menos un lugar del Mundo Real que una escena de un juego de ordenador, uno de esos que están ambientados en la Edad Media. Decidió que ésa era la celda en la que se amontonaban los cuerpos rotos de los herejes tras el potro de tortura, a la espera del hacha del verdugo.

* * *

Thomas Frederick Anderson era un tipo con muchos nombres.

Tom o Tommy cuando estaba en la escuela primaria.

Una docena de motes como Stealth o CryptO cuando era estudiante de instituto en Menlo Park y actualizaba tableros de anuncios y programaba en antiguos Trash-80, en Commodores y en los primeros Apple.

Había sido T. F. cuando trabajó para los departamentos de seguridad de AT &T, Sprint y Cellular One, localizando a hackers, a perturbados y a acosadores telefónicos; sus colegas decidieron que esas iniciales respondían al apelativo de «Tenaz Follador», dado el noventa y siete por ciento de éxito que tuvo a la hora de ayudar a la policía a detener maleantes.

Había tenido otros nombres ya como detective de la policía en San José: usó, en chats de Internet, apodos como Lolita334, LonelyGirl o BrittanyT cuando escribía extraños mensajes atribuibles a niñas de catorce años para pedófilos. Éstos elaboraban estrategias para seducir a estas ficticias chicas de ensueño y las conducían hasta centros comerciales del extrarradio, donde pretendían mantener con ellas encuentros galantes, para acabar comprobando que sus citas eran, a la hora de la verdad, con media docena de policías provistos de órdenes de detención y armas.

Últimamente se referían a él como Dr. Anderson (al presentarlo en jornadas o charlas sobre informática) o como Andy a secas.

En los documentos oficiales se leía: teniente Thomas E. Anderson, jefe de la Unidad de Crímenes Computerizados de la Policía del Estado de California.

Era larguirucho, de pelo castaño muy rizado y cuarenta y cinco años de edad, y ahora marchaba junto a un alcaide mofletudo por el fresco y desolado pasillo de la Institución Correccional de San José: o San Ho, como se la conocía entre delincuentes y policías. Los acompañaba un guardia latino muy musculoso.

Caminaron por el pasillo hasta llegar a una puerta. El alcaide hizo un gesto de asentimiento. El guardia la abrió y Anderson entró, al tiempo que le echaba un ojo al preso.

Wyatt Gillette estaba muy blanco, lucía «moreno de hacker», que es como se designaba de forma irónica esa extremada palidez, y también estaba muy delgado. Tenía el pelo mugriento, lo mismo que las uñas. Daba la impresión de que no se había duchado ni afeitado en varios días.

El policía advirtió que los ojos castaños de Gillette lo miraban de forma un tanto rara: como si lo hubieran reconocido.

– Usted es… Es Andy Anderson, ¿no? -preguntó.

– Querrás decir «detective» Anderson -le corrigió el alcaide.

– Dirige la Conferencia Anual de la División de Crímenes Informáticos del Estado -dijo Gillette.

– ¿Me conoces?

– Escuché su ponencia en la Comsec hace unos años.

La asistencia a la Conferencia Comsec, sobre informática y seguridad en la red, estaba restringida: sólo entraban profesionales del sector de la seguridad y defensores de la ley y no se permitía el acceso a extraños. Anderson sabía que colarse en el ordenador del registro y agenciarse las acreditaciones pertinentes era uno de los pasatiempos de todo hacker joven en el ámbito nacional. Sólo dos o tres de ellos habían sido capaces de conseguirlo en toda la historia de la conferencia.