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– No, dottore. Han matado a uno. ¡Zas!

– ¿Y qué quieres decir con eso de «zas»?

– Que le han pegado un tiro.

– No. Un pistoletazo hace «bang», un disparo de lupara hace «wang», una ráfaga de ametralladora hace «ratatatatá», un navajazo hace «swiss».

– Fue un «bang», dottore. Un solo disparo. En la cara.

– ¿Dónde estás?

– En el escenario del crimen. ¿Se dice así? Via Cavour cuarenta y cuatro. ¿Sabe dónde está?

– Sí, lo sé. ¿Le han disparado en su casa?

– Estaba entrando en su casa. Acababa de introducir la llave en la cerradura del portal. Ha quedado tendido en la acera.

¿Se puede decir que el asesinato de una persona ocurre en el momento oportuno? No, jamás: una muerte es siempre una muerte. Pero el caso concreto e innegable era que Montalbano, mientras se dirigía en su automóvil a Via Cavour 44, notó que se le estaba pasando el mal humor. Lanzarse de lleno a una investigación le serviría para quitarse de la cabeza los negros pensamientos que se le habían ocurrido al despertar.

* * *

Cuando llegó al lugar, tuvo que abrirse camino entre la gente. Como moscas sobre la mierda y a pesar de lo temprano de la hora, hombres y mujeres taponaban la calle, presas de una gran agitación. Había incluso una chica con un niño en brazos, el cual contemplaba la escena con los ojos abiertos como platos. El método pedagógico de la joven madre hizo que al comisario se le revolvieran los cojones.

– ¡Fuera todos de aquí! -gritó.

Algunos se alejaron inmediatamente, otros fueron empujados por Galluzzo. Se seguía oyendo un gemido, una especie de gañido. Lo emitía una cincuentona vestida enteramente de luto a quien dos hombres sujetaban para que no se arrojara sobre el cadáver, que yacía boca arriba sobre la acera con los rasgos desfigurados por el disparo, que lo había alcanzado de lleno entre los ojos.

– Sacad de aquí a esta mujer.

– Pero es que es la madre, dottori.

– Que se vaya a llorar a su casa. Aquí sólo sirve para estorbar. ¿Quién la ha avisado? ¿Ha oído el disparo y ha bajado a la calle?

– No, dottore. La señora no ha podido oír el disparo, pues vive en Via Autonomia Siciliana doce. Se ve que alguien la ha avisado.

– ¿Y ella ya estaba allí preparada con el vestido negro y todo?

– Es viuda, dottore.

– Está bien, con buenos modales, pero sacadla de aquí.

Cuando Montalbano hablaba de aquella manera quería decir que no se le podía llevar la contraria. Fazio se acercó a los dos hombres, habló con ellos en voz baja y ambos se llevaron a rastras a la mujer.

El comisario se acercó al doctor Pasquano, que estaba agachado junto a la cabeza del muerto.

– ¿Bien?

– Es evidente que bien no está -contestó el forense en tono más desabrido que el de Montalbano-. ¿Necesita que le explique yo la faena? Han efectuado un solo disparo. Justo en medio de la frente. En la parte posterior, el orificio de salida se ha llevado por delante medio cráneo. ¿Ve aquellos pequeños grumos? Son una parte del cerebro. ¿Le parece suficiente?

– ¿Cuándo ha ocurrido, a su juicio?

– Hace unas cuantas horas. Sobre las cuatro, quizá a las cinco.

Muy cerca de allí, Vanni Arquà examinaba con mirada de arqueólogo que acabara de tropezarse con un hallazgo del paleolítico, una piedra de aspecto absolutamente normal. A Montalbano no le caía nada bien el nuevo jefe de la Policía Científica, y la antipatía era claramente compartida.

– ¿Lo han matado con eso? -preguntó el comisario, señalando la piedra con aire inocente.

Vanni Arquà lo miró con visible desprecio.

– ¡No diga bobadas! Fue un disparo de arma de fuego.

– ¿Han encontrado la bala?

– Sí. Alojada en la madera del portal, que todavía estaba cerrado.

– ¿Y el casquillo?

– Mire, comisario, yo no tengo por qué contestar a sus preguntas. La investigación, por orden del jefe superior, será dirigida por el jefe de la Móvil. Usted deberá limitarse a prestar apoyo.

– ¿Y qué estoy haciendo? ¿Acaso no presto apoyo, aguantándolo a usted con más paciencia que un santo?

Al juez suplente Tommaseo todavía no se le había visto el pelo en el escenario del crimen y, por consiguiente, aún no se podía llevar a cabo el levantamiento del cadáver.

– Fazio, ¿cómo es posible que el subcomisario Augello no esté aquí?

– Está en camino. Ha dormido en Fela en casa de unos amigos. Lo hemos localizado a través del móvil.

¿En Fela? Aún tardaría media hora en llegar a Vigàta. ¡Y cualquiera sabía en qué estado se presentaría! ¡Muerto de sueño y de cansancio! Unos amigos, ¡una mierda! Seguramente había pasado la noche con una mujer cuyo marido habría ido a rascarse los cuernos a otro sitio.

Se acercó Galluzzo.

– Acaba de telefonear el juez suplente Tommaseo. Dice que si lo vamos a recoger con un coche. Se la ha pegado contra un poste a tres kilómetros de Montelusa. ¿Qué hacemos?

– Ve a recogerlo.

Nicolò Tommaseo raras veces conseguía llegar a un sitio con su automóvil. Conducía como un perro drogado. Al comisario no le apetecía esperarlo. Antes de irse, echó un vistazo al muerto, un chaval de poco más de veinte años, vaqueros, cazadora, coleta y pendiente. Los zapatos le debían de haber costado un dineral.

– Fazio, yo me voy a la comisaría. Espera tú al suplente y al jefe de la Móvil. Nos vemos luego.

Sin embargo, decidió irse al puerto. Dejó el coche en el muelle, y echó a andar pasito a pasito por el ramal de levante hacia el faro. El sol ya había salido, pletórico de fuerza, aparentemente satisfecho de haber conseguido una vez más su propósito. En la línea del horizonte se distinguían tres puntitos negros: unos pesqueros que regresaban a puerto con retraso. Abrió la boca y aspiró una gran bocanada de aire. Le gustaba el sciàuro, el olor del puerto de Vigàta. «Pero ¿qué dices? Todos los puertos huelen igual de mal», había replicado un día Livia. No era verdad, cada puerto de mar olía de una manera distinta. El olor del de Vigàta era una proporción perfecta de jarcias mojadas, redes puestas a secar al sol, yodo, pescado podrido, algas vivas y muertas y alquitrán. Y muy de fondo, un olor residual de gasóleo. Incomparable. Antes de llegar a la roca plana que había al pie del faro, se agachó y cogió un puñado de grava.

Llegó a la roca y se sentó. Contempló el agua y le pareció ver borrosamente en ella el rostro de Carlos Martel. Le arrojó con rabia el puñado de grava. La imagen se fragmentó, se estremeció y desapareció. Montalbano encendió un cigarrillo.

– ¡Dottori, dottori, ah, dottori!-lo asaltó Catarella en cuanto lo vio aparecer en la entrada de la comisaría-. ¡Ha llamado tres veces el dottori Latte, ese al que lo llaman como una palabrota que termina con ese! ¡Quiere hablar personalmente en persona con usted! ¡Dice que es un asunto de urgencia urgentísima!

Ya se imaginaba lo que diría Lattes, el responsable del gabinete del jefe superior, apodado el «leches y mieles» por sus empalagosos y clericales modales.

El jefe superior, Luca Bonetti-Alderighi, del marquesado de Villabella, se había mostrado muy duro y explícito. Montalbano jamás lo miraba a los ojos sino ligeramente por encima de ellos, pues siempre lo hechizaba la cabellera de su jefe, muy espesa y con un grueso mechón retorcido en la parte superior, semejante a ciertas cagarrutas de persona que a veces se encuentran abandonadas por el campo. Aquella vez, al ver que no lo miraba, el jefe superior se había llamado a engaño, pensando que finalmente había conseguido atemorizar al comisario.