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Se casaron antes de la guerra. A los veintitrés años Fiódor Makárovich era ingeniero. Galina Timoféyevna trabajaba de tejedora.

Luego llegó el treinta y siete.

Fue, claro está, una época horrorosa. Pero no para todos. La mayoría bailaba bajo los sones optimistas de la música ligera de Dunayevski. Además, cada año bajaban los precios. El caviar valía diecinueve rublos el kilo. Se vendía en todas las esquinas.

Es verdad que se fusilaba a inocentes. Y sin embargo, las muertes de unos beneficiaban a otros. El fusilamiento de un mariscal garantizaba el ascenso de diez de sus subordinados. El lugar vacante lo ocupaba un general. El cargo del general se cubría con un coronel. Al coronel lo reemplazaba un mayor. Y por lo mismo ascendían en sus cargos capitanes y tenientes.

El fusilamiento de un ministro provocaba una decena de traslados en el servicio. Que además siempre se movían hacia arriba. Una muchedumbre de burócratas de base se encaramaba por el escalafón.

En la fábrica en que trabajaba Fiódor Makárovich arrestaron a ocho personas. Entre otros, al jefe del taller. Fiódor Makárovich ocupó su lugar.

En la empresa de su mujer arrestaron al jefe de brigada. Y en su lugar se promovió a Galina Timoféyevna.

Las detenciones no cesaron en dos años. Durante este tiempo Fiódor Makárovich se convirtió en el director técnico de una fábrica mediana. Y Galina Timoféyevna, en la encargada de la sección de entrega.

Luego vino la guerra. La fábrica metalúrgica y la empresa textil fueron evacuadas. En Novosibirsk Fiódor Makárovich y Galina Timoféyevna tuvieron una niña. La llamaron Marusia. Los padres de Marusia eran imprescindibles en la retaguardia. De modo que no tuvieron ocasión de estar en las trincheras. Aunque muchos empleados administrativos fueron al frente. Los mejores murieron en la guerra. En cambio Fiódor Makárovich y Galina Timoféyevna fueron ascendidos. ¿Quién osaría reprocharles algo por eso?

Para el año sesenta los padres de Marusia ya estaban firmemente aposentados en la nomenklatura de rango medio. Eran directivos de sus empresas y diputados de los soviets locales. Gozaban de todos los correspondientes privilegios: un piso enorme, una dacha y un mobiliario de avellano hecho en Finlandia. Bajo sus ventanas siempre había de guardia un coche de servicio.

La empresa que dirigía Fiódor Makárovich se consideraba una fábrica modelo. En el setenta la visitó Leonid Ilich Brézhnev. Fue entonces cuando Fiódor Makárovich se distinguió.

Delante del edificio de la administración había un campo de césped. Un césped como otro, con el rótulo: "¡Se prohíbe pisar el césped!".

El Secretario general llegó en octubre. Por entonces la hierba se había agostado. Fiódor Makárovich ordenó que se pintara la hierba. Y en efecto la pintaron. Para este fin se empleó un pulverizador de pintura. El césped adquirió el tono esmeralda de los trópicos.

Llegó Brézhnev. Se acercó junto con su escolta al edificio de la administración. Echó un vistazo sobre el césped y bromeó:

—Conque prohibido, ¿eh? ¡Ahora lo veremos!

Y Brézhnev avanzó con paso decidido por la hierba.

Todos se echaron a reír y aplaudieron. A Fiódor Makárovich de las carcajadas se le cayó la hoja con el texto de bienvenida. Brézhnev abrazó a Fiódor Makárovich y dijo:

—¡Y ahora, muéstrame tus dominios!

Desde entonces Tataróvich se convirtió en un protegido de Brézhnev…

Marusia crecía en una familia acomodada y bien avenida. En el patio la rodeaban unos niños obedientes y bien vestidos. La casa en la que vivían pertenecía al comité del partido. En una garita especial hacía guardia un miliciano, que temía un poco a los habitantes de la casa.

Marusia crecía como una chica feliz y sin complejos. Estudiaba bien en la escuela, asistía a cursillos de baile. Tenía un piano, un televisor en color e incluso un perro.

Su vida consistía en estudiar como es debido además de divertirse de manera inocente y sana: cine, teatros y museos.

Las sesiones de gimnasia aligeraban los tormentos de su desarrollo sexual.

Al acabar la escuela, Marusia ingresó sin problemas en el Instituto de Cultura. Por lo general, los que se licenciaban en él se dedicaban a dirigir grupos artísticos de aficionados. Sin embargo, Marusia estaba convencida de que encontraría un trabajo mejor. Pongamos, por ejemplo, en la radio o en una revista musical. Sus padres podían ayudarla.

Desde los trece años rodeaban a Marusia unos jóvenes desarrollados, intelectuales y bien educados. Marusia se acostumbró hasta tal punto a su amistad que rara vez pensaba en el amor. Cada uno de los muchachos de su entorno estaba dispuesto a convertirse en su fiel admirador. Y cada admirador, a casarse con la agraciada, esbelta y simpática hija de Tataróvich.

Pero las cosas resultaron completamente distintas. El hecho es que Marusia se enamoró de un judío…

Toda persona que ha disfrutado de una infancia feliz a menudo debe pararse a pensar en pagar por ello. Y más a menudo hacerse la pregunta: ¿y con qué la habré de pagar?

El buen humor, la salud, la belleza… ¿cuánto me costará todo esto? ¿Por cuánto me saldrá el juego completo de unos padres amorosos y pudientes?

Y he aquí que a sus diecinueve años Marusia se enamoró de un judío, y por más señas, con el imposible apellido de Tsejnovítser.

En realidad ser judío es un apellido, una profesión y una apariencia. Puede darse un tipo judío de apellido neutro, profesión ordinaria y apariencia cosmopolita. Sin embargo, este no era ni mucho menos el caso del elegido por Marusia.

Su nombre completo era Lazar Ruvímovich Tsejnovítser; era delgado, de nariz aguileña y pelo rizado, además estudiaba violín. Y por si fuera poco, como todo judío, Tsejnovítser era antisoviético. Marusia se enamoró de él por su talento, delgadez, erudición y humor sarcástico.

Los padres de Marusia, aunque no eran antisemitas, se sintieron inquietos. A Galina Timoféyevna le gustaba decir en privado:

—Para trabajar, antes contrato a un judío. ¡Al menos este no se me emborracha!

—Además —añadía Fiódor Makárovich—, el judío cuando roba usa la cabeza. Si se lleva algo de la fábrica, es una cosa útil. En cambio el ruso arrambla con lo que le caiga a las manos…

De todos modos, los padres de Marusia se alarmaron. Y más cuando Tsejnovítser les parecía un individuo de reputación dudosa. Por las noches escuchaba radios occidentales, llevaba los zapatos agujereados y no paraba de bromear. Y, lo peor de todo, le pasaba a Marusia obras ideológicamente inmaduras: de Bábel, Platónov, Zóschenko.

Un yerno judío era ya una tragedia, pensaba Fiódor Makárovich, ¡pero tener nietos judíos era una completa catástrofe! ¡Algo que ni siquiera podía imaginar!

Fiódor Makárovich decidió hablar con Tsejnovítser. Y, en un primer impulso, pensó incluso en sobornarlo. Pero Galina Timoféyevna resultó ser mucho más inteligente.

Aprovechaba cualquier ocasión para invitar una y otra vez a Tsejnovítser a casa. Lo rodeó de atenciones y cuidados. Y al mismo tiempo invitaba a los hijos de Góvorov, Chichibabin, Linetski, Shumeiko (Góvorov era mariscal; Chichibabin, académico de artes figurativas; Linetski, director de la firma Sovtransport, y Shumeiko, instructor del Comité Central).

En semejante compañía Tsejnovítser se sentía un paria. Su madre trabajaba de cobradora de tranvías, el padre había muerto en el frente.

Los jóvenes que se reunían en casa de Tataróvich viajaban a las costas del sur y del Báltico. Vestían bien. Frecuentaban restaurantes, iban a los estrenos teatrales. Conseguían grabaciones de jazz de los especuladores.

Tsejnovítser no tenía dinero. Marusia siempre pagaba por él.

En respuesta, Tsejnovítser empezó a odiar a los amigos de Marusia. Se esforzaba por desenmascarar su estupidez, su falta de principios y cinismo, consiguiendo con ello, naturalmente, el efecto contrario.

Si a Tsejnovítser le proponían: "Pruebe usted un mango", él contestaba frunciendo, retador, el ceño: