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—Pues sí —respondió Delagard. Se puso bruscamente de pie y se balanceó ligeramente como si el esfuerzo lo hubiera mareado—. Voy a ir hasta allí y reunirme con ellos.

Lawler lo miró fijamente.

—¿Tú también? —preguntó con asombro.

—Yo también, sí. No trates de detenerme; te mataré si lo intentas. Recuerda lo que me hizo Lis cuando intenté impedirle que se marchara. Es imposible detenernos, doctor.

Lawler continuaba mirándolo fijamente. Lo dice en serio, pensó. Lo dice realmente en serio. Se va de verdad. ¿Podía ser aquél realmente Delagard? Sí. Sí. Delagard siempre había hecho lo que parecía mejor para él, sin importarle el efecto que eso pudiera tener sobre quienes le rodeaban.

Al diablo con él, entonces. Que se largara con viento fresco.

—¿Detenerte? —dijo Lawler—. No soñaría siquiera con hacerlo. Adelante, Nid. Si crees que serás feliz allí, vete. Vete, ¿por qué iba a detenerte? ¿Qué diferencia constituye nada, ahora?

Delagard sonrió.

—Quizá ninguna diferencia para ti, pero mucha para mí. Estoy muy cansado, doctor. Estaba lleno de grandes sueños. Intenté este ardid, intenté el otro, y durante mucho tiempo todo salió bien; y luego llegué aquí y todo se vino abajo. Yo me vine abajo. Bueno, que lo jodan. Ahora sólo quiero descansar.

—¿Te refieres a matarte?

—Tú crees que eso es lo que significa, pero yo no haría jamás una cosa así. Estoy cansado de ser el capitán del barco. Cansado de decirle a la gente lo que tiene que hacer, en especial cuando ahora me doy cuenta de que yo mismo no sé realmente qué cojones estoy haciendo. Estoy acabado, doctor. Me marcho hacia allí.

Los ojos de Delagard se encendieron con una nueva energía.

—Quizá es para esto para lo que vine, desde el principio mismo, aunque no me di cuenta de ello hasta este momento. Quizá la Faz envió a Jolly de vuelta a casa para que nos trajera al resto de nosotros… aunque costó cuarenta años conseguirlo, y sólo unos pocos hemos venido —ahora parecía estar casi de buen humor—. Hasta nunca, doctor, Sundria. Me alegro de haberos conocido. Venid a visitarme alguna vez.

Ambos lo observaron mientras se marchaba.

—Sólo quedamos tú y yo, mi niña —le dijo Lawler a Sundria, y los dos se echaron a reír.

¿Qué otra cosa podían hacer, sino reír?

Llegó la noche: una noche resplandeciente de cometas y maravillas, de ardientes luces de cien relumbrantes colores distintos. Lawler y Sundria permanecieron en cubierta mientras caía la noche, sentados en silencio cerca del palo mayor. Pocas cosas se dijeron el uno al otro. Se sentían aturdidos, agotados por las cosas ocurridas durante el día. Ella guardaba silencio, agotada.

Por encima de sus cabezas estallaban enormes explosiones de color. Una celebración por la última conquista, pensó Lawler. Las auras de sus antiguos compañeros de tripulación parecían chisporrotear en el cielo. Aquel gran latigazo de tormentoso azul, ¿sería Delagard? ¿Y Quillan el cálido destello ámbar? ¿Podía ser Kinverson aquella columna de color escarlata, y Pilya Braun aquel salpicón de oro fundido que estaba cerca del horizonte? Y Felk… Tharp… Neyana… Lis… Gharkid…

Se los sentía como si estuvieran al alcance de la mano, a todos y cada uno de ellos. El cielo hervía de colores destellantes; pero, cuando Lawler intentó escuchar sus voces, fue incapaz de oírlas. Lo único que podía distinguir era una cálida armonía de sonidos indiferenciados.

En el horizonte que se iba oscureciendo, la delirante fertilidad de la isla que estaba al otro lado del estrecho continuaba sin disminuir: todo brotaba, se retorcía, temblaba contra el color oscuro del cielo y despedía lluvias de energía luminosa. Hacia el cielo se elevaban olas de luz ondulante. Allí no había nunca descanso. Lawler y Sundria permanecieron sentados y observando aquel espectáculo hasta altas horas de la noche, hasta que finalmente él se puso de pie.

—¿Tienes hambre? —le preguntó a su compañera.

—No, no tengo.

—Yo tampoco. Vayamos a dormir un poco, entonces.

—Sí. De acuerdo.

Ella le tendió los brazos y él la puso de pie. Durante un momento permanecieron abrazados junto a la barandilla, mirando fijamente la isla que se alzaba al otro lado del estrecho.

—¿No sientes ninguna fuerza que tire de ti? —preguntó ella.

—Sí. Está siempre presente… esperando una oportunidad, creo. Aguardando el momento en que pueda sorprendernos con la guardia baja.

—También yo la siento. No es tan fuerte como antes, pero sé que sólo se trata de un truco. Tengo que mantener la mente constantemente cerrada para defenderme.

—Me pregunto por qué hemos sido los únicos capaces de resistir el impulso de acudir allí —dijo Lawler—. ¿Es que somos más fuertes y cuerdos que los otros, más capaces de vivir dentro de nuestra propia identidad? ¿O es que estamos tan acostumbrados a sentirnos ajenos a la sociedad que nos rodea, que no podemos dejarnos ir y zambullirnos en una mente colectiva?

—¿Te sentías realmente tan ajeno cuando vivías en Sorve, Val?

Él meditó la respuesta.

—Quizá la palabra «ajeno» sea demasiado fuerte. Yo era parte de la comunidad de Sorve, y ésta era parte de mí; pero yo no era parte de ella de la misma forma en que lo eran la mayoría de los otros miembros. Siempre estaba un poco aparte.

—Lo mismo que me ocurría a mí en Jamsilaine. Supongo que nunca pertenecí del todo a la comunidad.

—Tampoco yo.

—Y ni siquiera lo quise. Algunos lo desean y no pueden conseguirlo. Gabe Kinverson era tan solitario como nosotros. Más, incluso; pero de pronto llegó un momento en que ya no deseaba serlo, y allí está, viviendo en la Faz. Pero a mí me da dentera el solo pensamiento de rendirme e ir hasta allí para unirme a una mente alienígena.

—Nunca comprendí a ese hombre —dijo Lawler.

—Yo tampoco. Lo intenté, pero estaba siempre encerrado en sí mismo. Incluso en la cama.

—No quiero saber nada de eso.

—Lo siento.

—No importa.

Ella se apretó más contra él.

—Sólo nosotros dos —dijo—. Varados en el culo de ninguna parte, completamente solos en un barco de náufragos. Muy romántico, al menos mientras duremos. ¿Qué vamos a hacer, Val?

—Nos iremos abajo y haremos el amor como locos. Esta noche podremos disponer de la cama grande del camarote de Delagard.

—¿Y después de eso?

—Nos preocuparemos por ello después de hacer el amor —respondió.

9

Se despertó justo antes del amanecer. Sundria dormía tranquilamente a su lado, con el rostro despreocupado de un niño. Lawler se deslizó fuera del camarote y subió a cubierta. El sol estaba saliendo; el deslumbrante espectáculo de colores que la Faz emitía constantemente parecía más suave aquella mañana, mucho menos extravagante. Aún podía sentir la llamada cosquilleándole los rincones de la mente, pero en aquel momento no era más que eso, una cosquilla.

Las figuras de sus antiguos compañeros se movían por la orilla.

Los observó. Incluso a esa distancia, era capaz de identificarlos con facilidad: el enorme Kinverson y el pequeño Tharp, el rechoncho Delagard y el estevado Felk. El padre Quillan, no más que huesos y nervios. Gharkid, de piel más oscura que los otros y ligero como un fantasma; y las tres mujeres, Lis, con sus pechos voluminosos, Neyana, robusta y ancha de hombros, y la flexible y bella Pilya. ¿Qué estaban haciendo? ¿Caminaban por el agua de la orilla? No, no, estaban entrando en las aguas de la bahía y venían hacia donde él estaba; regresaban al barco. Todos ellos. Tranquilos y serenos, caminaban por las aguas someras en dirección al Reina de Hydros.

Lawler sintió un estremecimiento de miedo. Era como una procesión de muertos que atravesaba el agua en dirección a ellos. Bajó y despertó a Sundria.