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—Vuelven todos —le dijo.

—¿Qué? ¿Quién vuelve? Oh. Oh.

—Todos ellos. Están nadando hacia el barco.

Ella asintió, como si no le costara mucho trabajo asumir la idea de que las estructuras físicas de sus antiguos compañeros de tripulación regresaran de la inconcebible entidad que había devorado sus almas. Quizá no estaba aún del todo despierta, pensó Lawler; pero ella se levantó de la cama y subió a cubierta con él. En torno al barco flotaban las figuras de todos, muy cerca del casco. Lawler los miró.

Hasta acá.

—¿Qué queréis? —les gritó.

—Échanos la escalerilla de cuerda —replicó el cuerpo de Kinverson con lo que era claramente la voz de Kinver-son—. Vamos a subir a bordo.

—Dios mío —dijo Lawler en un susurro. Le dirigió a Sundria una mirada de horror.

—Hazlo —le dijo ella.

—Pero, cuando estén aquí arriba…

—¿Qué importancia tiene? Si la Faz quisiera echarnos encima todo su voltaje, probablemente seríamos impotentes ante él de todas formas. Si quieren subir a bordo, déjales que suban. No nos queda mucho que perder, ¿no crees?

Lawler se encogió de hombros y tiró la escalerilla de cuerda. Kinverson fue el primero en subir a bordo, luego Delagard, Pilya, Tharp, y tras él subieron los demás. Estaban todos desnudos. Permanecieron en un apretado grupo. No había vitalidad en ellos; parecían sonámbulos, fantasmas. «Son fantasmas», se dijo Lawler.

—¿Y bien? —preguntó finalmente.

—Hemos venido para ayudaros a conducir el barco —respondió Delagard. Lawler quedó desconcertado ante aquella afirmación.

—¿Conducirlo? ¿Adonde?

—De vuelta al sitio del que hemos venido. Te darás cuenta de que no podéis permanecer aquí. Os llevaremos a Grayvard para que podáis pedir refugio.

La voz de Delagard era plana y tranquila, y sus ojos firmes y limpios, sin rastro alguno del antiguo destello maníaco. Fuera quien o lo que fuese aquella criatura, era algo completamente distinto del Nid Delagard que Lawler había conocido durante tantos años. Sus demonios interiores se habían calmado. Había pasado por un cambio profundo, una cierta clase de redención, quizá. Todos sus proyectos habían terminado y su alma parecía tranquila. Lo mismo ocurría con los otros. Estaban en paz. Se habían rendido ante la Faz, habían entregado sus identidades individuales, cosa que Lawler encontraba incomprensible; pero no podía negar ante sí mismo que los que habían vuelto parecían haber encontrado algún tipo de felicidad.

Con una voz tan ligera como el aire, Quillan dijo:

—Antes de marcharnos, os damos una última oportunidad. ¿Le gustaría ir a la isla, doctor? ¿Sundria?

—Ya sabes que no —dijo Lawler.

—Depende de ustedes. Ahora una vez que estén de vuelta en el mar Natal, no será cosa fácil regresar aquí si cambian de opinión.

—Podré vivir con ello.

—¿Sundria? —preguntó Quillan.

—Yo también.

El sacerdote sonrió con tristeza.

—Es la decisión de ustedes; pero me gustaría poder hacerles ver qué error tan grande están cometiendo. ¿Comprenden por qué nos vimos atacados constantemente durante el tiempo que pasamos en el mar? ¿Por qué vinieron los peces espolón, y la lapa, y los peces bruja, y todo lo demás? No es debido a que sean criaturas malvadas. No existen criaturas malvadas en Hydros. Lo único que intentaban hacer era curar el mundo, eso es todo.

—¿Curar el mundo? —preguntó Lawler.

—Limpiarlo. Librarlo de impurezas. Para ellos, como para todas las formas de vida de Hydros, los terrícolas que viven aquí son cuerpos ajenos, invasores, porque viven fuera de la armonía que constituye la Faz. Nos ven como virus o bacterias que están invadiendo el cuerpo de un organismo sano. El atacarnos equivale a librar al cuerpo de una enfermedad.

—O limpiar el cascajo del interior de una maquinaria —dijo Delagard.

Lawler les volvió la espalda, mientras sentía que la ira y el asco crecían en su interior.

—Qué atemorizadores son —le dijo Sundria en voz baja—. Un grupo de fantasmas. No, peor, son zombies. Tenemos suerte de haber sido lo suficientemente fuertes para poder resistir.

—¿Realmente lo somos? —preguntó Lawler.

Los ojos de ella se abrieron enormemente.

—¿Qué quieres decir con eso?

—No estoy muy seguro; pero tienen un aspecto tan tranquilo, Sundria. Puede que se hayan transformado en algo alienígena, pero al menos están en paz.

Las fosas nasales de ella se dilataron con desprecio.

—¿Tú quieres paz? Adelante, entonces. Sólo hay que nadar una corta distancia.

—No. No.

—¿Estás seguro, Val?

—Ven aquí. Abrázame.

—Val… Val…

—Te amo.

—Y yo te amo a ti, Val. —Se abrazaron sin inhibición alguna, naciendo caso omiso de los que habían regresado y estaban en torno a ellos. Con los ojos cerrados, ella le dijo—: Yo no cruzaré si tú no lo haces.

—Yo no lo haré, no te preocupes.

—Pero, si lo haces, iremos juntos.

—¿Qué?

—¿Crees que quiero ser la única persona que siga siendo real en el barco, navegando con diez zombies? Es un trato, Val. O no vamos en absoluto, o vamos juntos.

—No vamos.

—Pero, si vamos…

—Entonces lo haremos juntos —le aseguró Lawler—. Pero no vamos a ir.

Como si absolutamente nada fuera de lo normal hubiese ocurrido en la Faz de las Aguas, la tripulación del Reina de Hydros se dispuso a hacer los preparativos para el viaje de vuelta. Kinverson echó las redes, y los peces nadaron complacientes hacia el interior de ellas. Gharkid se movía plácidamente de aquí para allá con el agua hasta la cadera, recogiendo algas útiles. Neyana, Pilya y Lis iban y venían entre la isla y el barco para traer barriles de agua dulce que llenaban en alguna fuente de la orilla. Onyos Felk estudió sus cartas de navegación. Dag Tharp encendió y comprobó el funcionamiento de su equipo de radio. Delagard revisó las velas y la arboladura, el timón y el casco, señaló las reparaciones que hacía falta llevar a cabo, y él, Sundria, Lawler, e incluso el padre Quillan, se encargaron de hacerlas.

Se habló muy poco. Todos realizaban sus tareas como piezas de un mecanismo bien ajustado. Los que habían regresado se comportaban con dulzura con los dos que no habían bajado a la isla; los trataban casi como si fuesen niños angustiados que necesitaran mucha ternura; pero Lawler no sentía que hubiese ningún contacto real con ellos. A menudo, Lawler miraba la Faz con asombro y perplejidad. El espectáculo de luces y colores que manaba de ella era interminable. Su constante vigor frenético lo fascinaba tanto como lo repelía. Trataba de imaginarse cómo habría sido para los demás estar en la orilla, caminar entre aquellas arboledas de vida, entre aquellas rarezas chisporroteantes; pero sabía que aquellas especulaciones eran peligrosas. De vez en cuando sentía una fuerza renovada que tiraba de él, a veces inesperadamente fuerte, que provenía de la isla. En esos momentos la tentación era poderosa. Sería tan fácil saltar por la borda como había hecho el resto de la tripulación, nadar rápidamente a través de las tibias y acogedoras aguas de la bahía, salir a la orilla alienígena…

Pero todavía era capaz de resistir. Había mantenido a la isla apartada de sí durante todo ese tiempo, y no estaba dispuesto a rendirse ahora. Los trabajos de preparación continuaban, y él permanecía a bordo, al igual que Sun-dria, mientras los otros iban y venían libremente. Fue un lapso de tiempo fantástico, aunque no desagradable. La vida parecía suspendida. De una forma extraña, Lawler se sentía casi feliz: había sobrevivido, había resistido toda clase de adversidades, había sido puesto a prueba en la fragua de Hydros y había surgido más fuerte por ello. Había llegado a amar a Sundria; sentía el amor que ella le tenía. Aquéllas eran experiencias nuevas para él. En cualquier nuevo tipo de vida que lo aguardara al final del viaje, sería más capaz de enfrentarse con las incertidumbres de su espíritu de lo que lo había sido antes.