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Ya casi era el momento de la partida.

La tarde estaba ya muy avanzada. Delagard había declarado que la partida tendría lugar al ponerse el sol. El hecho de abandonar las vecindades de la Faz en medio de la oscuridad, no parecía preocuparlo. La luz de la Faz misma guiaría al barco durante algún tiempo; y luego podrían navegar guiados por las estrellas. No había nada que temer del mar, ya no. El mar sería cordial con ellos a partir de ese momento. Todo Hydros sería cordial.

Lawler se dio cuenta de que estaba solo en la cubierta. La mayoría de los otros, o quizá todos, debían de haberse marchado a la isla; una visita de despedida, supuso. ¿Pero dónde estaba Sundria?

Gritó su nombre.

No hubo respuesta. Durante un terrible momento se preguntó si se habría ido con los demás. Luego la vio a popa, sobre el puente de la grúa. Kinverson estaba con ella y ambos parecían totalmente sumidos en una conversación.

Lawler avanzó silenciosamente por la cubierta hacia ellos.

Oyó que Kinverson le decía a Sundria:

—Resulta imposible comprender cómo es hasta que va uno mismo. Es tan diferente de ser un ser humano común como lo es el estar vivo del estar muerto.

—Yo, ahora, me siento muy viva.

—Tú no sabes lo que es. No puedes imaginártelo. Ven ahora conmigo, Sundria. Sólo es un momento, y luego todo se abre para ti. Yo no soy el mismo hombre que era antes, ¿verdad?

—Ni remotamente.

—Pero lo soy, aunque encima lo soy mucho más. Ven conmigo.

—Por favor, Gabe.

—Tú quieres ir. Yo sé que lo quieres. Te quedas aquí sólo por Lawler.

—Me quedo por mí —lo contradijo Sundria.

—No es así. Yo lo sé. Sientes lástima por ese despreciable bastardo. No quieres dejarlo solo.

—No, Gabe.

—Luego me darás las gracias.

—No. —Ven conmigo.

—Gabe… por favor…

Hubo una repentina nota de duda en la voz de ella que golpeó a Lawler con la fuerza de un martillazo. Saltó sobre el puente de'la grúa y se irguió junto a ellos. Sundria jadeó a causa de la sorpresa y retrocedió. Kinverson se quedó donde estaba, mirando a Lawler tranquilamente.

Los arpones estaban en su soporte correspondiente. Lawler se apoderó de uno y lo sostuvo en el aire, prácticamente en el rostro de Kinverson.

—Déjala en paz.

El hombre corpulento miró la afilada herramienta con expresión divertida, o quizá con desdén.

—No estoy haciéndole nada, doctor.

—Estás intentando seducirla.

Kinverson se echó a reír.

—Ella no necesita que la seduzcan mucho, ¿no crees?

En los oídos de Lawler resonó un rugiente grito de furia; era todo lo que podía hacer para contenerse y no clavar el arpón en la garganta de Kinverson.

—Val, por favor —dijo Sundria—. Sólo estábamos hablando.

—Ya oí de qué estabais hablando. Él está intentando convencerte de que vayas a la Faz, ¿no es cierto?

—No lo niego —dijo Kinverson despreocupadamente.

Lawler blandió el arpón, aunque era consciente de lo cómica que debía de resultarle su ira a Kinverson, cuan petulante, cuan estúpida. Kinverson se erguía por encima de él, todavía amenazador a pesar de su recién encontrada dulzura, invulnerable, invencible.

Pero Lawler tenía que hacer aquello. Con voz tensa, dijo:

—No quiero que vuelvas a hablar con ella antes de que nos marchemos.

Kinverson sonrió amablemente. —Yo no estaba intentando hacerle mal ninguno —repitió Kinverson.'

—Ya sé lo que estabas intentando hacer. No voy a permitírtelo.

—Eso ¿no debería decidirlo ella, doctor? .w Lawler miró a Sundria.

—Todo va bien, Val —dijo ella suavemente—. Puedo cuidar de mí misma.

—Sí. Sí, por supuesto.

—Dame ese arpón, doctor —dijo Kinverson—. Podrías lastimarte.

—¡No te acerques!

—Es mi arpón, ya lo sabes. No tienes derecho a andar blandiéndolo por ahí.

—Cuidado —advirtió Lawler—. Apártate. ¡Lárgate de este barco! Vamos, vuelve a la Faz. Vamos, Gabe. Este no es tu sitio. El de ninguno de vosotros. Este barco es para seres humanos.

—Val —dijo Sundria.

Lawler cogió firmemente el arpón, como si fuera un escalpelo, y avanzó uno o dos pasos hacia Kinverson. El pesado cuerpo del pescador se erguía muy alto. Lawler respiró profundamente.

—Vamos —repitió—. Vuelve a la Faz. Salta, Gabe. Por aquí, por encima de la borda.

—Doctor, doctor, doctor…

Lawler lanzó el brazo con el arpón en una estocada fuerte, hacia abajo y adelante, al diafragma de Kinverson. Tendría que haber penetrado directamente en el corazón del hombre; pero un brazo de Kinverson se movió con increíble rapidez. Su mano cogió la vara del arpón y lo retorció, y el dolor subió por todo el brazo de Lawler. Un momento después el arpón estaba en la mano de Kinverson.

Automáticamente, Lawler cruzó los brazos sobre la parte central de su cuerpo para protegerla de la estocada que sabía que iba a asestarle el otro.

Kinverson lo estudió como si estuviera midiéndolo con esa finalidad. Acaba de una vez, maldito seas, pensó Lawler. Ahora. Rápido. Casi podía sentir ya la feroz penetración, los tejidos que se rompían, la punta afilada que le buscaba el corazón a través de las costillas.

Pero no hubo estocada alguna. Kinverson se inclinó tranquilamente hacia delante y dejó el arpón nuevamente en su sitio.

—No deberías hacer el tonto con los aparejos, doctor —dijo amablemente el hombre corpulento—. Discúlpame, ahora. Os dejaré a solas a la señora y a ti.

Se volvió, pasó junto a Lawler y descendió la escalerilla hasta la cubierta principal.

—¿Tenía un aspecto muy estúpido hace un momento? —le preguntó Lawler a Sundria.

Ella sonrió muy débilmente.

—Siempre te ha parecido una amenaza, ¿verdad?

—Estaba intentando convencerte de que fueras a la Faz. ¿Es o no es eso una amenaza?

—Si me hubiera cogido en peso y me hubiera llevado al agua, entonces habría sido una amenaza, Val.

—De acuerdo. De acuerdo.

—Pero comprendo por qué te trastornó tanto, incluso hasta el punto de ir tras él con el arpón, de esa manera.

—Fue una estupidez. Fue algo que haría un adolescente.

—Sí—dijo ella—. Lo fue.

Lawler no había esperado que le diera la razón tan rápidamente. La miró, sobresaltado, y en sus ojos vio algo que lo sorprendió y turbó aún más.

Se había operado un cambio. Entre ellos había ahora una distancia que no había existido en mucho tiempo. —¿Qué pasa, Sundria? ¿Qué está ocurriendo?

—Oh, Val… Val…

—Dímelo.

—No tiene nada que ver con lo que ha dicho Kinver-son. No se me puede convencer de algo tan fácilmente. Se trata de una decisión completamente mía.

—¿Qué es? Por el amor de Dios, ¿de qué estás hablando?

—De la Faz.

— ¿Qué?

—Ven allí conmigo, Val.

Fue como ser atravesado por el arpón de Kinverson.

—Jesús. —Se apartó de ella uno o dos pasos—. Jesús, Sundria, ¿qué estás diciendo?

—Que deberíamos ir.

La observó, sintiendo que se convertía en piedra.

—Es un error tratar de resistirse —dijo ella—. Deberíamos entregarnos a ella como hicieron los otros. Ellos comprendieron. Nosotros estamos ciegos.