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—Sundria…

—Lo vi en un solo destello, Val, mientras tú intentabas protegerme de Gabe. Lo estúpido que es intentar preservar nuestras identidades personales, todos nuestros miedos y celos e insignificante valentía. Cuánto mejor no sería despojarse de todo eso, y unirnos a la gran armonía que existe aquí. Con los demás. Con Hydros.

—No. No.

—Ésta es la oportunidad de despojarnos de toda la mierda que nos oprime.

—No creo que seas tú quien está diciendo todo esto, Sundria.

—Pero lo soy. Lo soy.

—Él te ha hipnotizado, ¿verdad? Te ha hechizado. Eso es quien lo ha hecho.

—No —dijo ella con una sonrisa. Le tendió las manos—. Una vez me dijiste que nunca habías sentido que Hydros fuese tu hogar, a pesar de que habías nacido aquí. ¿Te acuerdas de eso, Val?

—Bueno…

—¿Lo recuerdas? Dijiste que los buzos y los peces de carne se sentían en su hogar en este planeta, pero que tú no y que nunca te habías sentido así. Lo recuerdas; puedo ver que lo recuerdas. Muy bien. Aquí tienes la posibilidad de conseguir sentirte en casa, finalmente. De convertirte en parte integrante de Hydros. La Tierra ha desaparecido. Lo que nosotros somos es hydranos, y los hydranos pertenecen a la Faz. Te has mantenido apartado durante bastante tiempo. También yo lo he hecho; pero voy a rendirme, ahora. De pronto, todo ha adquirido un aspecto totalmente diferente para mí. ¿Vendrás conmigo?

—¡No! Esto es una locura, Sundria. Lo que voy a hacer es llevarte bajo cubierta y atarte hasta que recuperes la sensatez.

—No me toques —dijo ella muy quedamente—. Te lo advierto, Val, no intentes tocarme. —Miró en dirección a los arpones.

—De acuerdo. Ya te he oído.

—Yo me voy. ¿Qué harás tú?

—Ya conoces la respuesta.

—Me prometiste que iríamos juntos o no iríamos.

—No iremos, entonces. Eso está hecho.

—Pero yo quiero ir, Val. Yo quiero ir.

Lo recorrió una ira fría que le coaguló el alma. No había esperado esta traición final.

—Entonces, vete —dijo él con amargura—, si realmente quieres hacerlo.

—Ven conmigo.

—No. No. No. No.

—Tú prometiste…

—Entonces, me desdigo de mi promesa —respondió Lawler—. Nunca tuve intención de ir. Si te prometí que iría contigo si tú ibas, te estaba mintiendo. Nunca iré.

—Lo lamento, Val.

—Yo también.

Nuevamente sintió deseos de cogerla, arrastrarla bajo cubierta, atarla en su camarote hasta que estuvieran a salvo, mar adentro; pero sabía que jamás lo conseguiría. No había nada que pudiera hacer. Absolutamente nada.

—Vete —le dijo—. Deja de hablar de ello y hazlo. Me está provocando náuseas.

—¿Vendrás conmigo? —preguntó ella una vez más—. Será algo muy rápido.

—Nunca.

—De acuerdo, Val. —Ella sonrió con tristeza—. Te amo; tú lo sabes. No lo olvides jamás. Te lo estoy rogando por amor, y, si no quieres hacerlo, bueno, seguiré amándote después. Y espero que tú me amarás a mí.

—¿Cómo podría hacerlo?

—Hasta pronto, Val. Te veré más tarde.

Lawler la observó, sin creerlo, mientras ella bajaba la escalerilla del puente de la grúa hasta la cubierta principal, avanzaba hasta la borda, subía a la barandilla y se zambullía suave y diestramente en el mar. Comenzó a nadar hacia la orilla; avanzaba rápida y vigorosamente pataleando poderosamente con las piernas y los brazos hendiendo el agua oscura. La observó como la había observado una vez antes, millones de años antes, cuando nadaba en las aguas de la bahía de Sorve; pero ahora se volvió, sin deseos de mirarla por más tiempo, cuando todavía estaba a menos de medio camino de la orilla. Bajó a su camarote, cerró la puerta con pasador tras de sí y se sentó sobre la cama en la creciente oscuridad. Aquél hubiera sido un buen momento para tener a mano tintura de alga insensibilizadora, una jarra de ella, una bañera, para bebería toda de un solo trago y dejarle que lavara todo el dolor; pero, por supuesto, no quedaba ni una gota, así que no podía hacer nada más que sentarse en silencio y esperar a que pasara el tiempo. Pasaron lo que podían haber sido horas o años. Después oyó la voz de Delagard en cubierta, que gritaba la orden de poner el barco en camino.

Raras veces había visto el cielo tan limpio, o la Cruz de Hydros tan brillante, como aquella noche. El aire estaba completamente quieto; el mar, en calma. ¿Cómo podía moverse el barco en un mar tan inmóvil en una noche en la que no soplaba viento alguno? Sin embargo, avanzaba, como por arte de magia, deslizándose suavemente a través de la oscuridad. Hacía, varias horas que habían emprendido el viaje. La luz de la Faz había menguado hasta convertirse en sólo un destello purpúreo en el horizonte lejano, luego en menos que eso, y ahora apenas podía distinguírsela. Cuando llegara la mañana, estarían muy lejos en el mar Vacío.

Lawler yacía solo, sobre una pila de redes que había a popa.

Nunca en su vida se había sentido tan solo.

Los demás se desplazaban silenciosamente por la cubierta mientras hacían cosas con las velas, las cuerdas, los estayes, las botavaras, la totalidad de los intrincados aparejos de la parafernalia náutica que él nunca había comprendido realmente y ahora se había borrado de su mente. No lo necesitaban para nada; y él no quería tener nada que ver con ellos. Eran máquinas que formaban parte de una máquina de mayor tamaño. Tic. Tac.

Sundria se le había acercado poco después de la partida.

—Todo está bien —le dijo—. Nada ha cambiado.

Él se estremeció y se volvió de espaldas cuando ella se le acercó. No podía mirarla. —Te equivocas —le dijo—. Todo ha cambiado. Ahora tú eres parte de la máquina, y quieres que yo esté en ella contigo. Ella hace tic, tac, y tú danzas a su ritmo.

—No es así, Val. Tu serías la máquina. Serías también el tic, tac. Serías la danza.

—No lo entiendo.

—Por supuesto que no. ¿Cómo ibas a poder entenderlo? —Ella lo tocó amorosamente y él se apartó como si tuviera el poder de transformarlo con su contacto. Ella lo miró con reproche—. Muy bien —dijo—. Como tú quieras.

Eso había ocurrido horas antes. Había bajado a la cocina para unirse con los demás a la hora de la cena, pero no tenía hambre ninguna. Si no volvía a comer, no le importaba. La idea de sentarse a la mesa con ellos le resultaba impensable. Era el único hombre que no había cambiado en aquel barco de zombies… el único hombre real…

Solo, solo, completamente solo, ¡Solo en un ancho, ancho mar! Y nunca un solo santo se apiadó De mi agonizante alma.

Palabras. Fragmentos de recuerdo. Un poema perdido del antiguo mundo perdido.

El Sol se sumerge; las estrellas asoman: A grandes zancadas la noche avanza; Con suspiros que llegan desde lejos por el mar, En la lejanía el espectro ladra.

Lawler levantó la vista hacia el frío fuego de las estrellas lejanas. Una tranquilidad inesperada se había apoderado de él. Estaba sorprendido por lo sereno que se sentía, como si hubiera cruzado más allá de cualquier territorio en el que pudieran alcanzarlo las tormentas. Ni siquiera en las épocas en las que tomaba el extracto de alga insensibilizadora para sentirse mejor había alcanzado ni aproximadamente la paz que sentía en aquel momento.

¿Por qué? ¿Había la Faz obrado algún misterio sobre él a larga distancia, como lo había hecho con Sundria?

Lo dudaba. Ni tampoco podía estar afectándolo en ese momento. Sin duda estaba ya fuera de su alcance. No había nada que pudiera influir sobre su mente, aparte de la oscura bóveda celeste, el silencioso mar y la dura y límpida luz de las estrellas. Allí estaba la Cruz, tendida al sur del cielo, el enorme arco doble de soles, miles de millones de ellos, le había dicho alguien. ¡Miles de millones de soles! ¡Decenas de millones de mundos! Su mente se tambaleó ante aquella imagen. Esas multitudes hirvientes de mundos, ciudades, continentes, criaturas de millares y millares y millares de diferentes especies…