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Y pasadas las llamas, el hielo, la muerte. La oscuridad.

A través del espacio caía una lluvia de cosas muertas. Una moneda, una estatuilla, un trozo de cerámica, un mapa, un arma oxidada, un trozo de piedra. Caían dando vueltas y más vueltas, precipitándose a través de los desiertos sin viento de la galaxia. Los siguió con la mirada mientras caían.

Todo se ha acabado, pensó. Deja que todo desaparezca. Olvídalo. Comienza una vida nueva. Aquel pensamiento repentino lo dejó perplejo.

«¿Qué ha sido eso?», se preguntó. «¿Qué estás diciendo?»

¿Rendirse? ¿Unirse? ¿Era eso lo que había querido decir? Lawler comenzó a temblar. El sudor comenzó a manarle por todos los poros. Se sentó y miró hacia el mar, en dirección a la Faz.

Le parecía que podía sentir su poder, a pesar de todo; un poder que llegaba hasta él incluso a través de aquella gran distancia, que se infiltraba en su mente, que le envolvía el alma con sus tentáculos, que tiraba de él, que lo arrastraba.

Peleó contra ello. Frenética y furiosamente, luchó con aquella fuerza, cortó con un impulso desesperado las hebras de aquel poder alienígena que parecía invadirlo. Trabajó en ello durante un largo momento silencioso, tratando ferozmente de limpiarse de aquellas energías intrusas. Le vino a la mente la imagen de Gospo Struvin al principio del viaje, el cual batallaba contra el enredo de fibras amarillas húmedas que salió del mar y lo atrapó. Struvin pateando en el aire, sacudiendo el pie, intentando en vano desenredarse de aquella cosa pegajosa y persistente que lo envolvía. Ahora le ocurría algo parecido a él. Lawler sabía que estaba luchando por su vida, al igual que había hecho Gospo; y Gospo había perdido.

Apártate… de… mí…

Reunió todas sus energías para asestar una poderosa estocada limpiadora, y las lanzó.

Contra nada. No había nada. Ninguna red le aprisionaba. Ninguna fuerza misteriosa le enredaba en su trama. Lawler lo comprendió así y no le cupo duda alguna; estaba luchando contra sombras, estaba luchando contra sí mismo, realmente, sólo contra sí mismo, contra nadie más que él mismo.

¿Así que quieres ir allí?, se preguntó con indiferencia. A pesar de todo, ¿quieres ir de verdad? ¿Tú también? ¿Es eso lo que quieres? ¿Qué es lo que quieres, en todo caso?

Una vez más vio la Tierra azul brillando en su mente como la había visto antes, y una vez más comenzó a hervir y ennegrecerse, y contempló una vez más el hielo, la muerte, la oscuridad, y los pequeños objetos que caían.

Y le llegó la respuesta: No quiero continuar estando solo. Dios me ayude, no quiero ser el último terrícola cuando ya no existe la Tierra.

Sundria se agitó, cálida, contra su cuerpo.

—¿En qué estás pensando, Val?

—En que te amo —respondió él.

—¿De verdad? ¿Amas lo que soy ahora?

Él respiró profundamente, más profundamente que nunca, llenando sus pulmones con el aire de Hydros.

—Sí —dijo.

En el sitio de su mente que antes había ocupado la Tierra, había ahora una perfecta esfera de aguas brillantes. Los pequeños objetos que habían caído del planeta moribundo permanecieron en suspenso durante un momento sobre la superficie del agua del gigantesco mar, cayeron luego al interior y desaparecieron sin dejar rastro.

Él sintió un gran alivio, un repentino derretirse. Algo se deshacía en su interior como un carámbano al final del invierno. Se deshacía, corría, fluía. Fluía.

Se sentó y se volvió hacia ella para contarle lo que había ocurrido. Pero no era necesario. Ella estaba sonriendo. Lo sabía; y él pudo sentir que el barco describía un amplio arco debajo de él; ya estaba dando la vuelta para desandar el camino por el mar luminoso hacia la Faz de las Aguas.