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Se acercó a Lawler, se puso junto a él y agarró la barandilla del dique marítimo de una forma vigorosa y confiada, como si aquella isla fuera su reino y la barandilla su cetro.

—Todavía no me has preguntado por qué estoy fuera de la cama tan temprano —encaró Delagard.

—No, es verdad.

—Te estaba buscando, ésa es la causa. Primero fui a tu vaargh, pero no estabas. Luego miré hacia la parte baja y vi que alguien caminaba por el sendero y se dirigía hacia aquí; imaginé que podías ser tú, y vine, donde me he encontrado con que estaba en lo cierto.

Lawler sonrió amargamente. Nada en el tono de Delagard indicaba que hubiese visto lo que acababa de ocurrir en el promontorio de la planta energética.

—Es muy temprano para hacerme una visita, si se trata de algo profesional —dijo Lawler—. O de una visita social, por lo que a ello respecta. Y no es que crea que fueras a hacerlo.

Señaló el horizonte. La luna aún brillaba en él. Todavía no había rastro alguno de la luz del alba. La Cruz, más brillante que nunca sin Alborada brillando en el cielo, parecía vibrar y palpitar contra la intensa oscuridad.

—Habitualmente no comienzo mis horas de consulta hasta el alba. Tú ya lo sabes, Nid.

—Se trata de un problema especial —dijo Delagard—. No podía esperar. Es mejor ocuparse de él mientras todavía esté oscuro.

—¿Se trata de un problema médico?

—Sí, de un problema médico.

—¿Tuyo?

—Sí. Pero yo no soy el paciente.

—No te entiendo.

—Ya lo harás. Ven conmigo.

—¿Adónde? —preguntó Lawler.

—Al astillero.

¿Qué demonios ocurría? Delagard parecía muy extraño aquella mañana. Probablemente se trataba de algo importante.

—De acuerdo —concedió Lawler—. Pongámonos en camino, entonces.

Sin pronunciar una palabra más, Delagard se volvió y echó a andar por el sendero que corría junto al dique marítimo, en dirección al astillero. Lawler lo siguió en silencio. El sendero pasaba por otro pequeño promontorio paralelo a aquel sobre el cual se alzaba la planta energética, y mientras caminaban por él tuvieron una vista clara de la construcción. Los gillies entraban y salían de ella con los brazos llenos de equipos.

—Esos astutos cabrones —murmuró Delagard—. Espero que la planta les estalle en los morros cuando la pongan en funcionamiento. Si es que alguna vez llegan a conseguirlo.

Rodearon el extremo del promontorio y entraron en la ensenada en la que se erigía el astillero de Delagard. Aquélla era con mucho la empresa más grande de Sorve, y empleaba a más de doce personas. Los barcos de Delagard viajaban constantemente entre las islas para llevar de un sitio a otro mercancías, las modestas producciones de una industria humana casera: anzuelos, cinceles y mazos, botellas y jarras, artículos de vestir, papel y tinta, libros copiados a mano, comida envasada y cosas por el estilo. La flota de Delagard era también la principal distribuidora de metales, plásticos, químicos y otros productos esenciales que las diferentes islas producían tan laboriosamente. Cada varios años, Delagard agregaba otra isla a su cadena de comercio. Desde el principio mismo de la ocupación humana de Hydros, los Delagard habían dirigido el negocio de transportes, pero Nid había extendido la empresa familiar mucho más allá de sus fronteras tempranas.

—Por aquí —dijo Delagard.

Una banda de perlada luz rompió repentinamente en el cielo oriental. Las estrellas palidecieron y la pequeña luna del horizonte comenzó a desaparecer de la vista a medida que el día asomaba. La bahía estaba adquiriendo su matutino color de esmeralda. Mientras seguía a Delagard por el camino que entraba en los astilleros, Lawler miró al interior de las aguas y vio con claridad las gigantescas criaturas fosforescentes que habían estado transitando durante toda la noche. Se trataba de bocas: inmensas criaturas como sacos aplastados de alrededor de cien metros de largo, que viajaban por el mar con sus colosales mandíbulas abiertas y tragaban cualquier cosa que se les pusiera por delante. Alrededor de una vez al mes, un cardumen de unas diez o doce de ellas aparecía en el puerto de Sorve y regurgitaban el contenido de sus estómagos —aún vivo— en el interior de unas redes de mimbre. Los gillies las ponían para ese propósito, y luego recolectaban el contenido en sus ratos libres durante las semanas siguientes. Aquello era un buen negocio para los gillies, pensó Lawler, porque les proporcionaba toneladas y toneladas de comida gratis; pero resultaba difícil ver qué ventaja les reportaba a las bocas.

—Ésa es mi competencia —dijo Delagard, riendo entre dientes—. Si pudiera matar a todas esas jodidas bocas, podría traer yo mismo toda clase de comida para vendérsela a los gillies.

—¿Y con qué iban a pagarte ellos?

—Con las mismas cosas con las que ahora me pagan todo lo que les vendo —dijo desdeñosamente Delagard—. Elementos útiles. Cadmio, cobalto, cobre, estaño, arsénico, yodo, todos los materiales de los que está hecho este condenado océano. Pero en cantidades mucho mayores que las migajas que ahora consigo de ellos, o de las que nosotros somos capaces de extraer. Si quitara de alguna manera a las bocas del escenario, yo les suministraría a los gillies la carne que necesitan y ellos me llenarían los bolsillos con toda clase de valiosas mercancías a modo de pago. Un negocio muy bueno, si se me permite decirlo. En cinco años los haría completamente dependientes de mí para su suministro de alimentos. Se podría hacer una fortuna con ello.

—Pensaba que ya tenías una fortuna. ¿Cuánto más necesitas?

—Simplemente no lo entiendes, ¿verdad?

—Supongo que no —dijo Lawler—. Yo soy sólo un médico, no un empresario. ¿Dónde está ese paciente que tienes para mí?

—Tranquilo, tranquilo. Te llevo tan rápido como me es posible, doctor —Delagard señaló hacia el mar con un rápido movimiento de barrido de una mano—. ¿Ves ahí abajo, junto al Embarcadero de Jolly? Allí es adonde vamos.

El Embarcadero de Jolly era un dedo de madera de fuco medio podrida que sobresalía unos treinta metros del dique marítimo, en el extremo más alejado del astillero. A pesar de que estaba desteñido y ladeado, maltratado por las mareas y mordido por las lombrices y raspadores marinos, el embarcadero aún estaba más o menos intacto; era un venerable ingenio de una era desaparecida.

Lo había construido un marinero loco, muerto hacía ya mucho tiempo; una extraña reliquia canosa de hombre cuya pretensión había sido la de haber circunnavegado en solitario la totalidad del planeta —incluso por el Mar Vacío, adonde no iría nadie que estuviese en su sano juicio— para llegar hasta las fronteras de la Faz de las Aguas misma, aquella inmensa y lejana isla prohibida, el gran misterio planetario al que ni siquiera los gillies se atrevían a acercarse. Lawler podía recordarse a sí mismo sentado en el extremo del Embarcadero de Jolly cuando era un niño, escuchando al viejo que entretejía sus locas y extravagantes historias de aventuras milagrosas e implausibles. Eso había sido antes de que Delagard construyera allí su astillero; sin embargo, por alguna razón, Delagard había conservado aquel sucio embarcadero. En otra época debió de gustarle escuchar los cuentos inverosímiles de aquel anciano.

Junto a él había amarrada una de las barcazas de pesca de Delagard, que se balanceaba sobre las suaves ondas de la bahía. Sobre el embarcadero, cerca de la barcaza, había un cobertizo que por lo viejo podría haber sido la casa del mismo Jolly, aunque no lo era. Delagard se detuvo en el exterior del cobertizo y levantó la vista para mirar intensamente a Lawler a los ojos, mientras decía con un gruñido profundo:

—Comprenderás, doctor, que, veas lo que veas aquí dentro, es algo absolutamente confidencial.