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—Ahórrame el melodrama, Nid.

—Lo digo en serio. Tienes que prometerme que no abrirás la boca. No será sólo mi culo lo que esté en juego si esto trasciende. Podría jodernos a todos nosotros.

—Si no confías en mí, búscate otro médico. Aunque puede que tengas algunos problemas para encontrar otro por aquí.

Delagard le dirigió una mirada hosca, tras lo cual le dedicó una escalofriante sonrisa.

—De acuerdo. Lo que tú digas. Entra.

Abrió de un empujón la puerta del cobertizo. El interior estaba completamente oscuro e insólitamente húmedo. Lawler sintió el acre y salobre olor del mar, fuerte y concentrado como si Delagard hubiera estado embotellándolo en el interior de aquella vivienda, y otro olor que se mezclaba con éclass="underline" un olor desagradable, penetrante y agrio que no reconoció en absoluto.

Oyó sonidos gruñentes, lentos y roncos como los suspiros de los condenados. Delagard tropezó con algo que estaba justo al otro lado de la puerta, produciendo un sonido áspero y pajizo. Pasado un momento encendió una cerilla, y Lawler vio que el otro sostenía un hisopo de algas secas atado al final de un palo para formar una antorcha, que encendió. La luz mortecina y humeante invadió el cobertizo como una mancha anaranjada.

—Allí están —dijo Delagard.

El centro del cobertizo estaba ocupado por un tosco tanque de mimbre calafateado con brea, de alrededor de unos tres metros de largo por dos de ancho, lleno casi hasta el borde con agua de mar. Lawler se aproximó a él y miró al interior. Tres de los bruñidos mamíferos acuáticos conocidos como buzos yacían en el interior, uno junto a otro y tan apretados como sardinas en lata. Sus poderosas aletas estaban contorsionadas en ángulos imposibles, y sus cabezas, que se elevaban rígidamente por encima de la superficie del agua, echadas hacia atrás de una forma violenta y agonizante. Ellos producían el extraño olor ácido que Lawler había sentido al abrirse la puerta; ya no parecía tan desagradable ahora. Los terribles gruñidos provenían del buzo de la izquierda. Eran manifestación del más tremendo dolor.

—Oh, mierda —dijo Lawler lentamente y en voz baja. Pensaba que ahora comprendía la furia de los gillies. Sus ojos que echaban fuego, sus gruñidos amenazadores. Lo recorrió un rápido y ardiente estallido de ira que le contrajo brevemente las mejillas—. ¡Mierda! —miró al hombre que estaba detrás de él con asco, repulsión y algo muy cercano al odio—. ¿Qué has hecho ahora, Delagard?

—Oye, si crees que te he traído aquí para que puedas irte de la lengua…

Lawler meneó lentamente la cabeza.

—¿Qué has hecho, hombre? —repitió, mirando a Delagard directamente a los ojos, que de repente se habían puesto a parpadear—. ¿Qué cojones has hecho?

2

Se trataba de absorción de nitrógeno. Lawler no tenía muchas dudas al respecto. La espantosa forma en que los buzos estaban contorsionados era un síntoma claro. Delagard debía de haberlos tenido realizando alguna tarea en las aguas profundas a mar abierto, y estuvieron en ellas el tiempo suficiente como para que sus articulaciones, músculos y tejidos grasos absorbieran grandes cantidades de nitrógeno. Luego, a pesar de lo insólito que parecía, habrían subido a la superficie sin tomarse el tiempo necesario para la descompresión. El nitrógeno se había expandido al descender la presión y se había incorporado al torrente sanguíneo y a las articulaciones en forma de burbujas mortales.

—Los trajimos en cuanto nos dimos cuenta de que había problemas —dijo Delagard—. Imaginamos que quizá tú podrías hacer algo por ellos. Y yo pensé en mantenerlos en el agua porque tienen que estar bajo el agua, así que llenamos este tanque y…

—Cállate —ordenó Lawler.

—Quiero que sepas que hicimos todos los esfuerzos…

—Cállate. Por favor, cállate.

Lawler se despojó de la tela de hojas de lechuga acuática que llevaba puesta y entró en el tanque. El agua se desbordó cuando él se metió apretadamente junto a los buzos. Pero no había mucho que pudiera hacer por ellos.

El del centro ya estaba muerto: Lawler puso las manos sobre los musculosos hombros de la criatura y sintió que el rigor mortis comenzaba a apoderarse de ella. Los otros dos estaban más o menos vivos, lo cual era peor para ellos; debían de estar sufriendo dolores monstruosos si estaban conscientes. Los cuerpos de los buzos, que habitualmente tienen la forma de torpedos, algo más largos que la estatura de un hombre, estaban grotescamente llenos de bultos, con cada músculo presionando al de al lado, y sus pieles de color dorado reluciente que solían ser lisas y satinadas, eran ahora ásperas y estaban llenas de bultos. Sus ojos ambarinos estaban apagados. Sus prominentes fauces colgaban flojas. Una baba gris les cubría los hocicos. El de la izquierda continuaba gimiendo regularmente cada treinta segundos más o menos, arrancando aquel sonido de las profundidades de sus entrañas de una manera horrible.

—¿Puedes curarlos de alguna forma? —preguntó Delagard— ¿Puedes algo hacer por ellos? Yo sé que puedes hacerlo, doctor. Sé que puedes.

En la voz de Delagard había ahora una reverencia desesperada que Lawler no recordaba haberle oído jamás. Estaba acostumbrado a que los enfermos le confirieran poderes de dios y le rogaran milagros, pero ¿por qué Delagard se preocupaba tanto por aquellos buzos? ¿Qué estaba ocurriendo allí en realidad? Sin duda, Delagard no se sentía culpable. Delagard, no.

—Yo no soy médico de buzos —dijo Lawler con frialdad—. La medicina humana es la única que conozco. Y no soy tan bueno en realidad.

—Inténtalo. Haz algo. Por favor.

—Uno de ellos ya está muerto, Delagard. Nunca me enseñaron a resucitar a los muertos. Si lo que quieres es un milagro, ve a buscar a tu amigo Quillan, el sacerdote, y tráelo aquí.

—Cristo —murmuró Delagard.

—Exacto. Los milagros son la especialidad de él, no la mía.

—Cristo. Cristo.

Lawler buscó cuidadosamente el pulso en la garganta de los buzos. Sí, aún latían de forma lenta e irregular. ¿Significaba eso que estaban moribundos? Él no lo sabía. ¿Cómo era un pulso normal en un buzo? ¿Cómo podía suponerse que él supiera cosas así? Lo único que se podía hacer, pensó, era poner los dos que seguían con vida en el mar, bajarlos a la misma profundidad en la que habían estado, y traerlos nuevamente a la superficie, esta vez con la suficiente lentitud como para que pudieran librarse del exceso de nitrógeno. Pero no había forma de llevar eso a cabo. Y de todas formas, probablemente ya era demasiado tarde.

Presa de la angustia, trazó unos pases fútiles, casi místicos con las manos por encima de los cuerpos, como si pudiera sacar las burbujas de nitrógeno sólo con gestos.

—¿A cuánta profundidad estaban? —quiso saber Lawler sin levantar la vista.

—No estamos seguros. Cuatrocientos metros, quizá cuatro cincuenta. El fondo era irregular en esa zona y el mar se movía constantemente, por lo que no podíamos saber con precisión cuánta cuerda largábamos.

Hasta el fondo mismo del mar. Eso era una locura.

—¿Qué estábais buscando?

—Pepitas de manganeso —dijo Delagard—. Y también se suponía que ahí abajo había molibdeno, y quizá antimonio. Dragamos una increíble variedad de minerales con la pala excavadora.

—Entonces tendrías que haber utilizado la pala también para el manganeso —dijo Lawler, furioso—. No a ellos.

Sintió que el buzo de la derecha se tensaba y convulsionaba, y murió mientras él lo sostenía. El otro continuaba retorciéndose y gimiendo.

Una furia fría y amarga se apoderó de él, alimentada por el desprecio y la ira. Aquello era un asesinato estúpido e irreflexivo. Los buzos eran animales inteligentes, no tanto como los gillies pero lo suficientemente inteligentes. Sin duda más inteligentes que los perros, más que los caballos, más inteligentes que cualquiera de los animales de la antigua Tierra de los que Lawler hubiera tenido noticias en la época en la que leía libros de cuentos.