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– Es tardísimo -dice, mirando su reloj-. Las dos de la mañana, casi. Ni siquiera he hecho la maleta y mi avión sale tempranísimo.

– ¿Te regresas mañana, a New York? -se apena Lucindita-. Creí que te quedarías unos días.

– Tengo que trabajar -dice Urania-. En el estudio, me espera una pila de papeles, de dar vértigo.

– Ahora, ya no será como antes ¿verdad, Uranita? -la abraza Manolita-. Nos vamos a escribir, y contestarás las cartas. De cuando en cuando, vendrás de vacaciones, a visitar a tu familia. ¿Verdad, muchacha?

– De todas maneras -asiente Urania, abrazándola también. Pero, no está segura. Tal vez, saliendo de esta casa, de este país, prefiera olvidar de nuevo esta familia, esta gente, su pasado, se arrepienta de haber venido y hablado como lo ha hecho esta noche. ¿O, tal vez, no? ¿Tal vez querrá reconstruir de algún modo el vínculo con estos residuos de familia que le quedan?-. ¿Se puede llamar un taxi a estas horas?

– Nosotras te llevamos -se levanta Lucindita.

– Yo a ti te voy a querer mucho, tía Urania -le susurra en el oído y Urania siente que la embarga la tristeza-. Te voy a escribir todos los meses. No importa si no me contestas.

La besa en la mejilla varias veces, con sus labios delgaditos, el picoteo de un pajarito. Antes de entrar al hotel, Urania espera que el viejo automóvil de su prima se pierda en el malecón George Washington, con el fondo de una fila de olas ruidosas y blanquísimas. Entra en el Jaragua, Y, a mano izquierda, el casino y la boite contigua son un ascua: ritmos, voces, música, las máquinas tragaperras y exclamaciones de los jugadores en la ruleta.

Cuando se dirige hacia los ascensores, una figura masculina la intercepta. Es un turista cuarentón, pelirrojo, con camisa a cuadros, pantalón vaquero y mocasines, ligeramente borracho:

– May I buy you a drink, dear lady? -dice, haciendo una venia cortesana.

– Get out of my way, you dirty drunk -le responde Urania, sin detenerse, alcanzando a ver la expresión de desconcierto, de susto, del incauto.

En su habitación, comienza a hacer su maleta, pero, al poco rato, va a sentarse junto a la ventana, a ver las estrellas lucientes y la espuma de las olas. Sabe que no pegará los ojos y que, por tanto, tiene todo el tiempo del mundo para terminar con la maleta.

«Si Marianita me escribe, le contestaré todas las cartas», decide.