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Mientras me preparaba el café decidí que estaba enfermo y llamé a la oficina para comunicarlo con la voz más lastimosa que soy capaz de poner. Ya tendría tiempo de inventar qué era eso tan gordo que me había autorizado a concebir que aquel día podía soltar el remo. Me quité la corbata, pero mientras me sacaba la camisa de ir al Banco para cambiarla por mi camisa talismán (la que tiene en la pechera una mancha indeleble, procedente de una pota que me echó durante una misteriosa cena de negocios una explosiva pelirroja), se me ocurrió que acaso me ayudara en algo ir bien vestido. De modo que recompuse mi imagen habitual de persona respetable, en la acepción usual del término. Quiero decir que mi apariencia era más la de los malnacidos que si han de darte por culo pagan a otro para que se ocupe, y menos la de los malnacidos que te dan por culo porque les han pagado para ocuparse (los bien nacidos no tienen apariencia definida; se les conoce al cabo de un buen rato de no darte por culo). Es posible que también, y me avergüenza admitirlo, me echara un poco más de Paco Rabanne o Armani, que es lo que usan los capullos como yo a partir de los treinta años para disimular el olor a podrido.

Aunque cuando salí de casa no tenía una estrategia concreta, ya sabía que iba a acercarme a la niña y a quemar mi suerte. Aparté a un lado todo lo que me aconsejaba eludirla y todo lo que la tarde anterior me había abatido. Yo no era más que un cochino sin escrúpulos y aquella nenita una promesa de sórdidos placeres. Así puestas las cosas, podían resultar.

Llegué al colegio después de la hora de entrada, cuando ya todas las niñas estaban en clase. Por un momento dejé que se me ocurrieran varias ideas descabelladas: hacerme pasar por un inspector del Ministerio de Educación con ganas de marear a los dueños del selecto centro docente; simular que era un ejecutivo de una agencia de publicidad en busca de niñitas monas para anunciar tampones mini; entrar con gafas oscuras y sugerir a algún empleado o empleada de que la trata de blancas podía aportar un complemento interesante a sus escasos emolumentos. Lo cierto es que me daba cierta pereza, así que pensé que mejor esperaba a que llegara la hora del recreo. El patio del colegio tenía un muro bajo y era posible apostarse en la verja para tratar de ver algo.

El recreo empezó a las once. Las niñas fueron saliendo por edades y organizándose en torno a una comba por allí, a una goma por allá, a una misteriosa china que ardía en la mano de una de ellas por acullá. Me sorprendió un poco que señoritas de tan exquisita educación, y que tenían tantas razones (de las de verdad, no las paridas que intentan colarles a los robaperas) para decirle no a la droga, se entregaran como consumadas adictas al ritual del hachís. Daba la casualidad de que yo estaba apostado en la parte más lejana del edificio del colegio y que este grupito, para mejor gestionar su actividad clandestina, se había venido a apenas quince metros de donde yo me hallaba. En cuanto me percaté de lo que se traían entre manos me hice el loco, pero tampoco las coartaba que yo estuviera allí. La que calentaba la china me miró y siguió a lo suyo como si nada.

En un principio había unas cinco, pero al poco se les unieron otras tres que se acercaron con mucha parsimonia desde el centro del patio. Una de ellas era la mía. Todas rondaban los catorce o quince años y en todas los rasgos de mujer y de niña se mezclaban desordenadamente, pero ella destacaba sobre las otras. Era la más alta, la más atractiva, la única que no tenía granos en la cara y con mucho la más apetitosa. Apenas se unió al grupo, la que se encargaba de la manufactura del canuto le espetó:

– ¿Vas a querer hoy, Rosana? ¿O te da asco chupar lo que chupamos las otras?

– Eres una tortillera, Izaskun -gorjeó Rosana, sin énfasis.

– Y tú una asquerosa, princesita de mierda.

– No es que me dé asco, es que tengo los míos -replicó Rosana, haciendo aparecer de debajo de la cintura de su falda un paquete de Marlboro y un encendedor rosa. Prendió un cigarrillo y se puso a fumarlo con los brazos cruzados, basculando hacia atrás sobre sus caderas que aún no habían terminado de abrirse como a una mujer corresponde.

– Tú te lo pierdes. No hay comparación -dijo Izaskun-. Pero a lo mejor si te fumas un porro ya no eres la primera de la clase y esa chocha de doña Lourdes ya no te dice que vas a ser médica o ministra.

– Déjala, Izaskun, siempre la estás chinchando -terció una de las otras.

– No voy a ser nada de eso -se defendió Rosana-. Pero tampoco voy a acabar anunciándome en el periódico como tú para comprar coca.

– ¿Has probado la coca, Izaskun? -preguntó la que parecía más mentecata de todas las del corrillo.

– Una vez -se jactó Izaskun, clavando en Rosana una mirada rencorosa-. Me la dio a probar mi primo, cuando nos lo hicimos.

– Tú sólo te has hecho pis en la cama, cuando lo estabas soñando -se burló Rosana, y algunas de las otras se rieron.

– ¿Y tú? -intervino la mentecata, ansiosa de indagar en la ciénaga de cualquier vicio que pudiera practicar otra.

– A ti te lo voy a decir.

– Claro que sí, Nuria -se burló Izaskun-, con Ken, el de la Barbie. Se metió la cabeza por ahí mismo. Tenía muy poca pilila, hasta para ella.

Ahora fueron las que estaban con Izaskun antes de que llegaran Rosana y sus compañeras las que estallaron en una carcajada estruendosa. Rosana se quedó callada, soplando el humo con el labio inferior arqueado, como si fuera a sonreír. Luego dio media vuelta y se fue con las otras dos.

Cuando las niñas se recogieron fui a buscar una cabina telefónica. Marqué el número de Sonsoles y me saludó la voz más bien estragada de Lucía, la sirvienta:

– Diga.

– Buenos días, llamo del colegio de Rosana, ¿es usted su madre?

– No.

– ¿Pues con quién hablo, entonces?

– Soy la chica.

– Ah. ¿Está la señora?

– Sí, un momento.

Al cabo de medio minuto, la voz inconfundible de la madre de Sonsoles sonó en el auricular:

– Dígame.

– Buenos días, señora, llamo del colegio de su hija. Nos gustaría concertar una entrevista entre usted y la tutora.

– ¿Pasa algo?

– No, por favor, todo lo contrario. Lo hacemos por estas fechas con todas las niñas. Forma parte del programa de orientación. Ya están en la edad en que conviene pensar en su futuro. Rosana es muy buena estudiante.

– Sí que lo es.

– Y una niña muy formal.

– Nunca nos ha dado el menor disgusto -se enorgulleció por segunda vez la madre de Sonsoles y de Rosana.

– ¿Cuándo le vendría bien?

– Usted dirá.

Una vez que tuve la información deseada (Sonsoles no era la madre de la niña) me deshice de aquella mujer como pude, emplazándola para el lunes siguiente a una cita a la que no acudiría nadie y que supuse que sólo tendría como consecuencia que se cabreara con el colegio que tan caro pagaba don Armando. La fatalidad está hecha a veces de imprevisiones estúpidas.

Las niñas salieron a la doce y media y Rosana, junto con algunas compañeras, tomó un autobús. Fui por el coche y seguí el autobús hasta la casa de Sonsoles. Rosana bajó con otra niña también rubia, aunque algo desteñida. Oí cómo quedaban para un cuarto de hora más tarde y aparqué por allí cerca.

Quince minutos después las dos niñas se reunían y echaban a andar hacia el parque. Una vez dentro, buscaron un quiosco de helados y compraron un par de cucuruchos. Subieron hacia el estanque y lo rodearon por la parte septentrional. Se sentaron en un banco cerca de la estatua de Ramón y Cajal a terminarse el helado. Mientras estaban allí, la otra miraba a Rosana y Rosana miraba al frente. Rosana estaba seria y hablaba; la otra no hablaba y de vez en cuando soltaba una risita. Yo estaba al otro lado del paseo y con el ruido de la gente no podía oírlas. A los pocos minutos se les unió otra niña. Había bajado del autobús escolar en una parada anterior de su recorrido.