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– Quita de en medio. Si no tienes huevos lo hago yo.

Urko no le dio tiempo a hablar más. Le metió un puñetazo en la boca del estómago otro en la jeta, acabando de rompérsela. Pero lo sujetó y se cuidó de que no se hiciera daño al caer. A continuación se lo cargó al hombro. Antes de irse, me devolvió la cartera y me pidió:

– Toma. Si la madera me pringa, acuérdate de lo que he hecho por ti. Lo siento, jefe.

Urko echó a correr y yo me quedé aturdido, a unos pocos metros del cuerpo sin vida de Rosana. Tardé unos segundos en aproximarme. Me arrodillé junto a ella, le bajé el vestido hasta taparla y acaricié su suave cabellera rubia. Tenía los ojos cerrados. Algún imbécil opinaría que era mejor que hubiera muerto antes de que aquella chusma la deshonrara. Y a lo mejor yo era ese imbécil, pero habría dado lo que fuera porque ella levantara los párpados o por volver a oír su voz.

Una de las cosas que más veces me ha preguntado el comisario, porque al parecer es lo más débil de mi cuento, como él lo llama, es la razón por la que en vez de llamar a la policía me subí al coche y dejé allí a Rosana hasta que a la mañana siguiente la encontró un estudiante que hacía jogging. No se trata de algo que yo mismo alcance a comprender del todo. Por una parte no es extraño que un hombre que se lleva por ahí a una niña de quince años y tiene la desgracia de que se la maten no acierte a poner el asunto en manos de la policía. Pero lo que me trastornó por encima de todo fue aquella última palabra que salió de la boca de Rosana, mi nombre falso sollozado como una plegaria que no podía remediar nada de lo que se cernía sobre ella. Yo había sacado a Rosana de su mundo sin peligro, me la había apropiado y ella había pagado con su vida por complacerme. Aunque luego no haya sido capaz de obrar en consecuencia, creo que huí precisamente para que me acusaran, porque me consideraba o me considero culpable, tanto o más que el canalla que la desnucó. Desde aquella noche, Rosana acude a todas mis pesadillas y solloza mi nombre falso hasta que me despierto temblando y con el corazón saliéndoseme por la boca.

Un día me condenarán, supongo, y es posible que cuando me resigne a merecerlo encuentre la paz. Vendrá de noche, cuando todavía espere la pesadilla que ganaron mis faltas, y de pronto será la Rosana alegre y misteriosa del principio, que me apartará el flequillo de la frente mientras las pupilas se le dilatan e inundan su mirada azul. Sonreirá y dirá mi nombre, el verdadero, el que le oculté siempre, y así, al fin, el sucio bolchevique sabrá que la Gran Duquesa niña le ha perdonado.

Poco después de abandonar el descampado me encontré en la carretera de La Coruña. Con el atontamiento que llevaba encima, había tomado dirección La Coruña y no Madrid. Me acordé de que había recuperado mi dinero y mis tarjetas y no di media vuelta.

Conduje toda la noche. Paré a repostar en mitad de la meseta, no podría decir dónde. Fui de un tirón hasta La Coruña, y como al llegar allí todavía era de madrugada tomé el camino de Finisterre. El alba me cogió ya sobre los acantilados, apoyado en el coche, esperando a merced de la brisa.

Siempre que he viajado en coche me ha producido placer, cuando ya había recorrido el trecho suficiente para sentirme lejos de casa, bajarme de él y mirar el campo, el mar o lo que fuera apoyado en la máquina. Hay un algo reconfortante en la soledad que se percibe; la propia y la del vehículo sometido a tu voluntad, que no tiene más remedio que ir y llevarte a donde lo dirijas, aunque aceleres sólo por acelerar, sin rumbo.

Aquella mañana, ante el fin de la tierra sobre la que había rodado toda la noche, la soledad era tan inmensa y la desorientación tan absoluta que me olvidé del tiempo. Estuve allí durante horas, y antes de irme me sucedió algo que no puedo dejar de apuntar. De repente, los ojos se me empañaron de lágrimas y tuve un estremecimiento. Entonces supe, como tal vez hacía diez años que no lo sabía, que estaba vivo, y en medio de la catástrofe di gracias por estar vivo y no como Rosana, tumbada en mitad del descampado. Nadie iba a ponerse de mi parte, ya imaginaba que yo mismo me atormentaría, y al percatarme de lo que pasaba por mi cabeza me consideré tan hijo de perra como me considerará cualquiera que ahora lo esté leyendo. Así y todo, di gracias, y acepté estar en deuda con Rosana por mi ventaja y su infortunio.

En adelante, y a partir de aquella mañana, tenía la misión de traer algo de ella a todas las mañanas que ya no podría ver. Por eso, y aunque mi abogada dice que no beneficia mi presunción de inocencia, recorté todas las fotografías de Rosana que publicaron los periódicos, y he hecho una especie de altarcito ante el que medito diez minutos todas las mañanas mientras escucho el primer movimiento de Der Tod und das Madchen. Cuando el cuarteto de cuerda sube a lo más alto de esa divina melodía que el mundo debe a Franz Schubert, yo recuerdo cómo se reía ella, cómo caminaba y también, por qué no, lo gloriosamente bien que le quedaba aquel biquini rosa.

Tardaron cerca de dos semanas en presentarse en mi apartamento a detenerme. La investigación no fue larga, sino ordenada. Las llamadas obscenas o simplemente extrañas recibidas en el domicilio de los López-Díaz fueron en seguida relacionadas con el triste final de Rosana, a todas luces obra de un maníaco. Especialmente ilustrativa le resultó a la policía mi estúpida conversación con la madre de Rosana la víspera del suceso. La presencia de la muchacha en la piscina con un hombre de unos treinta años, la misma tarde del crimen, fue también establecida con prontitud. Apenas un par de días después se pudo averiguar, gracias a Izaskun y las otras, que un individuo de unos treinta años y descripción coincidente había estado merodeando por el colegio. Con un poco más de esfuerzo, aparecieron varios testigos de nuestros encuentros en el Retiro. Prescindo, naturalmente, de todas las pistas falsas, desde los que habían visto a Rosana bailando con un legionario la noche anterior en una discoteca de Torremolinos hasta quien aseguró haberla encontrado mientras la obligaban a prostituirse en un garito de carretera cerca de Cuenca. Lo curioso de esta pista falsa, y la razón por la que la recuerdo, es que la niña que había causado el equívoco fue liberada después por la policía y resultó ser una rusa llamada Olga Nikoláievna, traída ilegalmente de su país.

Careciendo yo de antecedentes policiales, la investigación topó con el escollo de que ninguno de los testigos me reconocía entre los maníacos fichados. Pero una hábil inspectora se trabajó a fondo a la familia hasta que Sonsoles recordó que había tenido un accidente de tráfico el día en que empezaron las llamadas inexplicables. A través de la compañía de seguros sacaron mi nombre y a partir de ahí las fotos y todos los testigos empezaron a señalar con el dedo con convicción y desde ese momento ya me pude dar definitivamente por fregado.

El día que me echaron el guante, mientras me ponían las esposas y me leían mis derechos, la inspectora responsable de mi detención me observó con un odio y una satisfacción que me hicieron recapacitar sobre el extraño hecho de que el Mal también anide en el generoso pecho de los buenos. Ya en el coche, la inspectora tradujo sus sentimientos a palabras:

– Mira que ese asiento tiene historia, pero dudo que haya tenido nunca encima una mierda como tú.

En cierto modo estaba de acuerdo con ella. Sin embargo, le afeé su saña:

– Como juzguéis a otros, así seréis juzgados, y la misma medida que apliquéis a otros, a vosotros se os aplicará. Mateo, capítulo 7, versículo 2.

– A mí eso me la suda. Soy atea.

– Una opción religiosa poco precavida, pero la respeto. ¿Y qué es lo que le suda, si no es indiscreción?

Según mi abogada, que da la impresión de ser una chica bastante meticulosa, aquélla fue una pregunta que muy bien podía haberme ahorrado.