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Personalmente, a mí me importó mucho mi primer coche, porque yo tenía X pesetas y el coche me costó X más 500.000. También porque el cabrón traía mal la inyección de fábrica y cada dos por tres me veía en el taller intentando tragarme que el problema era que aquí la gasolina era muy sucia, no como en Alemania, que era lo que siempre me decían a falta de imaginación para inventarse otra pamema más convincente.

El segundo me importó menos, porque ya tenía más dinero y la inyección era como Dios manda que sean las inyecciones, o sea, resistentes a la porquería que pueda tener la gasolina en el país donde se vende el coche.

El tercero, que fue el que le metí al de Son-soles por detrás, ni me iba ni me venía. O eso creía yo. Si no recuerdo mal lo compré sólo porque era el más barato de los que tenían aire acondicionado y la potencia necesaria para adelantar a un camión sin jugarme la vida. Sin embargo, una noche que andaba yo con el estómago revuelto descubrí que allá por las entrañas los dos teníamos algo en común, algo tan peculiar que casi era para alarmarse: el olor de mis pedos debajo de la sábana era idéntico al de la gasolina sin plomo después de quemarse en mi coche y de pasar por su catalizador. Hacía poco que me lo había comprado y llevaba algunas semanas tratando de averiguar a qué me recordaba aquel hedor que inundaba todos los días mi plaza de garaje. Aunque nada tenga que ver con esta historia, creo que fue esa noche cuando decidí sumar a mis otras facetas que no me conviene enseñar la de enemigo de la ecología.

También odio la pedagogía, el capitalismo liberal y el deporte. No sé por qué casi todo lo que aspira o dice aspirar a mejorar la vida de la gente acaba por estropearla más tarde o más temprano.

Sonsoles López García había tomado una precaución que sabía que no afectaría a la tramitación del arreglo de su repugnante descapotable, pero que me obligó a trabajar un poco. A saber: en la casilla del parte reservada al teléfono del conductor del vehículo B, no encontré más que una raya. Y había sido hecha con bastante mala leche, porque subía un poco al final. Cuando yo leía algo más que lo de la oficina y las facturas de lo que consumo, leí una vez un libro de grafología. Allí decía que el que sube la firma tiene entusiasmo o subsidiariamente bastante mala leche. No me parecía que Sonsoles López García se entusiasmara fácilmente, salvo cuando iba a comprarse oro para ponérselo en las muñecas o en los dedos o colgárselo entre las tetas. Tampoco yo soy un entusiasta y subo la firma casi 30 grados.

Alguien habría debido decirle a Sonsoles que no dar el teléfono es una gilipollez cuando se da el domicilio. Antes o después el teléfono se acaba sacando. Y con Sonsoles fue espectacularmente fácil. Lo primero que hice en cuanto puse el trasero en el sillón de mi despacho fue marcar el 003.

– Le atiende la posición ocho… cuatro… nueve -compuso el ordenador de la compañía telefónica-. Información, buenos días -siguió un humano. Una humana, para ser más exactos.

– Buenos días. Quisiera el teléfono de la señorita Sonsoles López-Díaz. El apellido es compuesto. Vive en la calle Moreto, número 46.

– No tenemos a nadie con ese nombre.

– ¿Y algún otro López-Díaz o López en esa dirección?

– No puedo darle esa información, señor.

– Vale, Mata-Hari.

Colgué y volví a marcar.

– Le atiende la posición siete… tres… uno -y ahora me salió un hombre-: Información, buenos días.

– Buenos días. Quisiera el número del señor López-Díaz.

– No hablará en serio. No soy Colombo -se burló el telefonisto.

– Tampoco es tan difícil. Vive en la calle Moreto, número 46.

Sonó un teclado de ordenador. El operador tardó un segundo:

– Armando López-Díaz. Tome nota.

La voz del otro ordenador, el que saludaba y jugaba a juntar números, me dictó un teléfono, y si no hubiera colgado me lo habría seguido dictando hasta que se me hubieran caído todas las muelas.

Marqué las siete cifras y al otro lado de la línea salió una chica joven.

– Diga.

– Hola, ¿quién eres?

– Lucía.

– Ah. Quiero hablar con Sonsoles.

– No está.

– ¿Y cuándo viene?

– ¿Quién eres tú?

– Antonio. Trabajo con don Armando.

– ¿Y para qué quieres hablar con Sonsoles?

Estaba claro que le había metido el primer pegote. Había planeado entretenerme más pero me tiré derecho al otro, al que no iba a tragarse:

– Verás, conocí a Sonsoles hará cosa de un mes. Vino a mi piso, tomó cuatro copas y, ya sabes. Yo quería ponerme preservativo, porque soy bisexual y tengo amigos muy promiscuos, pero ella no me dejó. Ahora me he hecho análisis y resulta que tengo…

– No le veo la gracia, imbécil.

– No me cuelgues, Lucía, es importante para tu hermana.

– No es mi hermana. Yo trabajo aquí.

– Es igual, tiene que saberlo.

– ¿El qué? Tienes SIDA, ¿no? Y yo soy Farah Diba.

– No exactamente.

– ¿Qué entonces?

– Mira, ahora que lo pienso esto es muy delicado. Te voy a dar mi teléfono y le dices que me llame.

Saqué mi repertorio de teléfonos escogidos y después de dudar entre el del Arzobispado de Madrid-Alcalá y el del Ministerio de Asuntos Sociales le di el de la Comisaría de Tetuán.

– Si crees que voy a apuntar ese teléfono vas de culo -me replicó.

– Apúntalo y se lo das. ¿Qué va a pasar?

– Por ejemplo que me despidan.

– Dile que soy un bromista. Verás como ella se lo toma en serio.

– Está bien, repite el número. Así le podremos dar algo a la policía.

Lo repetí.

– Y por favor que no se entere su marido -le lloriqueé.

– No tiene marido. Adiós, capullo.

Lucía me colgó en la oreja, que es como se dice en las historias yanquis de detectives y que significa que yo tenía el auricular pegado al oído cuando ella cortó la comunicación haciéndome un par de grietas en el tímpano.

Ya fuera por chorra o porque yo era listo de cojones, aquella breve conversación telefónica me había servido para averiguar una porción de cosas. Sonsoles era soltera, vivía con su padre, un tal don Armando que debía de ser un tipo importante con el que podía colaborar algún Antonio, y tenía como sirvienta a una tal Lucía que no se arrugaba cuando le hablaban de andróginos y de enfermedades venéreas.

Aquella mañana tenía tarea para hartarme, cosas que había dejado a medias el viernes por la noche y otras que había estado posponiendo y que ya no podía posponer más sin arriesgar que mi jefe me llamara para preguntarme qué me había creído y no poder responderle la verdad. Como me cabrea mucho mentir si no es por gusto, me olvidé de Sonsoles hasta la noche y me puse a remar. He comprobado a menudo que dejarlo todo para el final es la mejor técnica de trabajo. Las cosas se hacen cuando no hay más remedio que hacerlas, y como no hay más remedio que hacerlas se hacen una detrás de otra, rápido y sin pensar. Cuando Yavé Dios le dijo a Adán que tendría que dar el callo para no morirse de hambre y que se acababa de joder lo de andar picando de los arbolitos, no pensaba que estaba puteándolo porque no fuera capaz de darle a la azada o porque darle a la azada le costara un esfuerzo insoportable. Sabía que lo puteaba porque había hecho de él un vago que pensaría mientras cavara que cavar era una desgracia. Lo malo del trabajo no es trabajar, sino pensar que estás trabajando. Pensar a secas vale, trabajar a secas vale menos, pero pensar y trabajar todo junto es peor que pegarse un tiro. Por eso el más sabio de los griegos se tocaba la entrepierna a dos manos mientras ese idiota de Platón lo iba apuntando todo.

Aquella noche salí temprano del Banco, o sea, a las nueve. En la planta todavía había unos diez o quince soplapollas como yo, sólo que no tenían ningún asunto pendiente fuera y se quedaban hasta que vinieran a echarlos. Algún otro día hablaré de cómo están organizadas las cosas en la maldita oficina, que es como lo de las hormigas pero a lo bestia. Hay para morirse de risa o de lástima según el día y lo mucho que a uno le reviente pertenecer a la sección de las hormigas soplapollas.