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La criatura es la cosa más formidable que mis ojos pecadores han reflejado en toda su puerca existencia. Si Sonsoles es su madre, acepto el designio divino de haber puesto a Sonsoles sobre la Tierra, por muy improcedente que me haya parecido hasta ahora esa ocurrencia celestial. Si no es su madre, el hecho de ir a recoger a esa niña le proporciona provisionalmente una utilidad preciosa a su miserable respiración. Mi corazón vuelve a latir, ahora a toda velocidad. Hace siglos que no me pasa algo semejante y ordeno con algún trabajo mis impresiones, pero el instinto suple en seguida la falta de costumbre. Poco a poco comprendo que acabo de caer en una trampa. Suben al coche y salgo tras ellas, sin resistirme, sin planes, sin remedio.

A partir de ese momento, Sonsoles, a quien he perseguido hasta aquí, se convierte en una borrosa mancha de humedad que escolta a la turbia deidad adolescente. La niña lo llena todo. Incluso si cierro los ojos puedo verla: su largo cuerpo a medio brotar, sus cabellos como los de las ninfas alucinantes que pintaba ese golfo de Botticelli, y una mirada azul tan inmensa que da igual la distancia. Recuerdo vagamente que nunca me han atraído las mujeres rubias, pero ni ella es una mujer ni lo que me produce es una simple atracción. De simples atracciones, como cualquiera sabe, están los basureros del espíritu llenos.

El resto es demasiado fugaz. Las sigo hasta Serrano, donde entran en una tienda en la que el precio de toda la ropa está redondeado a múltiplos de diez mil. Desde luego me gustaría seguirlas a los probadores, quiero decir al que use la niña, pero mi sola presencia dentro de la tienda sería demasiado sospechosa. Cuando vuelven a subir al descapotable, liberando a un tipo cuyo coche ha estado un cuarto de hora bloqueado por el de Sonsoles, la criatura lleva un par de bolsas y Sonsoles unas seis. No las guardan en el portaequipajes porque queda mucho mejor arrojarlas al asiento trasero, por encima de la borda del descapotable. También porque el portaequipajes está hecho un poema como consecuencia del leñazo que yo le arreé el otro día. Arrancan y salgo otra vez detrás. En un semáforo en el que nos paramos, la niña ondea a un lado el pelo y se pone a mirar a un guardia de ésos que van por ahí fardando mucho con la moto y que de vez en cuando tienen que bajarse de ella para ordenar un cruce. El cowboy municipal queda fulminado allí mismo, con el pito colgando del labio, sujeto sólo por sus botas de jinete, mortalmente desnudo ante su propia poquedad. Cinco minutos más tarde, la puerta del garaje de la casa de Sonsoles se abre y el descapotable es engullido por la oscuridad subterránea. Fin de la aparición.

Pongamos que son las siete y cuarto. Queda todavía día y sol, pero ya nada tiene sentido. Allí estoy, en un coche prestado, viendo con el aIma hecha cisco cómo la puerta baja hasta dar un golpe que me sume en la noche más siniestra. No me importa la desilusión ni los pensamientos deprimentes, porque de esa vegetación está mi jardín infestado y ya he aprendido incluso a darle forma a los setos. Pero esta amargura me desarma y me reduce como ya no recordaba que pudiera hacerlo. Creo que he vivido esto antes. Quizá cuando fui con otros niños a una tómbola y a otro le tocó la ansiada bicicleta y a mí un tanque estúpido que tiraba ventosas. Quizá cuando jugando a las prendas perdió Paloma, que tenía la piel de porcelana, y fue condenada a darme un beso y sentí su tierna mejilla mezclada con su náusea y después la vi irse para siempre jamás. Quizá cuando murió mi madre, el día que yo tenía que cumplir diecinueve años y de pronto cumplí cien.

Busco un sitio para aparcar y me dirijo hacia el Retiro. Traspaso la verja y me interno apresuradamente por los senderos hasta que llego a un rincón donde no hay nadie. Me siento en un banco y miro los árboles. Hace calor, estoy incómodo. Las esquivo un rato y al final me las hago, las dos preguntas: ¿ Qué he hecho para desperdiciar así mi vida? ¿Cómo, de todas las vidas posibles, he acabado ganándome ésta en la que no hay más que mierda y túneles que no salen a ninguna parte?

En términos generales me la traen floja todas las cosas que no puedo hacer ni tener: es la ventaja de que todo lo que uno ve sea mierda o vaya camino de convertirse. Lo malo viene cuando uno ve algo que ostensiblemente no es mierda y ala vez se da cuenta de que no está a su alcance. Ése es el momento de la humillación y a nadie le da gusto que le humillen. Un pobre diablo, o sea yo, puede aguantar mucho tiempo haciéndose el cínico, aunque no deje de ser un pobre diablo. Hasta que te humillan. Entonces hay que correr a esconderse donde no te encuentre nadie y echarse a llorar, con mocos y todo. Uno se reencuentra con el frágil infante defraudado sobre el que se asienta la personalidad de todo adulto, y recobra a la vez el ansia de conquistar el ensueño y la imposibilidad de lograrlo. Da igual cuánto corras o cuánto midas: ese sentimiento te derrumba. Hay gente muy esforzada y gente muy mañosa, pero es demasiado complicado seguir siendo duro mientras te estás sorbiendo los mocos.

Esta tarde he estado allí solo bajo los árboles hasta que la noche ha terminado de caer y he empezado a arriesgar que algún malvado viniera a rajarme la tripa y quitarme las tarjetas de crédito (quiero decir al revés, porque si te rajan antes tienen que averiguar por su cuenta el código secreto). Luego he cogido el coche y he conducido despacio bajo las luces de la ciudad. Ahora estoy aquí, intentando que esta máquina cretina me alivie, pero la máquina sólo hace lo que le mandan y se limita a devolverme en forma de renglones luminosos mi estupor.

Debo explicar por qué acato esta suerte, que es lo más inconfesable de todo. Aprieto los párpados y la veo, moverse, sonreír, pasear de aquí allá sus maravillosos ojos azules. Y pienso: ¿Es remotamente posible que la consiga? Debería saber que no, o peor, que como fuera posible se transformaría en ese mismo instante en polvo, en mierda, en nada. Debería aceptarlo así y sacar las consecuencias. Pero si estoy escribiendo, y no descalabrado en el fondo del patio interior, es porque no lo he aceptado. Cuando yo todavía podía creerlo, este desasosiego era estar vivo. Ahora es ofender a quien decretó que estuviera muerto. Que mi castigo, cuando llegue, no sea demasiado doloroso.

Así, con esta confesión de culpabilidad y hasta de alevosía, me aparté del cómodo y mezquino acecho de Sonsoles y me precipité a mi perdición. Para aquellos a quienes extrañe el lirismo ridículo de las páginas que acabo de transcribir, como a mí me extraña, vaya en mi descargo que por aquella época sufría una melancolía de raíz química que me hacía sin duda bastante vulnerable. Tras algunos años de incertidumbre, acababa de perder la fe en los psiquiatras y en las benzodiacepinas. No sé si puede justificarlo, pero quizá ayude a comprenderlo. En aquellas circunstancias, y después de haber manejado durante un par de días la lóbrega hipótesis de entretenerme con Sonsoles, aquella niña era una tentación demasiado fuerte. Puede que yo sea un degenerado, lo admito. Pero me malicio que en mi lugar hasta el mismísimo Immanuel de Königsberg-Kaliningrado habría mandado al carajo su imperativo categórico y habría dejado de marcarle la hora a sus vecinos para soñar en su camastro con los abyectos deleites de la pedofilia.

Entre todas las fotografías impresionantes que en el mundo son, hay una que sobrecoge por encima de toda idea o prejuicio: la de las cuatro grandes duquesas rusas, hijas de Nicolás II, que fueron pasadas por las armas bolcheviques (a saber cuáles) en Ekaterinemburgo, después de la Revolución. No importa si uno es ateo u ortodoxo, comunista reaccionario o econotecnoliberal, partidario de la monarquía o de que toda la sangre azul sea vertida a la mayor brevedad posible a la red de alcantarillas. Esas cuatro caras perfectas, esas cuatro niñas angelicales y orgullosas, para siempre unidas a su trágica suerte, producen un impacto imborrable en el pedazo que a cada uno le queda de corazón.