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Tengo esa fotografía encima de mi escritorio (llamémoslo de esa forma), aquí como en todos los demás sitios en que he vivido desde hace cinco años, cuando la descubrí. La he mirado tanto que me la sé de memoria. Resulta difícil elegir a una entre las cuatro. Todas tienen esa escurridiza belleza eslava, a medias sobrehumana y a medias animal. La misma belleza que tienen las mejores patinadoras y gimnastas (menos las americanas, tan ordinarias con sus ortodoncias) y que me hizo adicto a sus competiciones. Sin embargo, si hubiera de escoger a mi preferida, por ejemplo si alguien me amenazara con la crueldad de darle tijera a la foto, suplicaría que me dejaran a la Gran Duquesa Olga.

De las cuatro es quizá la más altiva. Mira a la cámara consciente de su enorme encanto, como una profesional. Las demás tienen el cuello recto, pero ella inclina la cabeza, con languidez calculada. A su corta edad ya está imbuida de su condición semidivina y de que el fotógrafo es un lacayo, poco más que un mujik. La Gran Duquesa flota en un vestido que vale y cuesta (no a ella) más que todo lo que posee el fotógrafo. No tiene ningún motivo para temerle y lo proclama con su insolencia infantil, mezclada con un deje precoz de mujer fatal.

Siempre me he preguntado qué sintió aquella niña, ya muchacha, cuando vio al primer mujik con un fusil irrumpir en sus aposentos para joderle la nube de tul en que había estado viviendo hasta entonces. Cuando tuvo que comerse el marrón de pagar en su linda carne toda la sangre de mujik derramada por los déspotas que se alineaban en su genealogía. Nunca he leído, aunque quizá haya sido escrito, qué les hicieron exactamente a las grandes duquesas antes de enviarlas a la fosa para que nunca nadie pudiera sembrarles en la barriga un posible zar de todas las Rusias. Naturalmente lo he imaginado, y no siempre de forma virtuosa. A la edad que tenía la Gran Duquesa Olga cuando fue suprimida de la línea sucesoria, debía ser una criatura altamente susceptible de provocar pensamientos y actos impuros, y es cuestionable que un bolchevique enardecido hiciera ascos o reprimiera su masculinidad. La propensión de los rusos a la lujuria y a torturar al prójimo es tan proverbial como la que tienen a gimotear con fondo de balalaikas. De modo que, asumiendo una situación probable (sucediera o no, eso es lo de menos), también me he preguntado a menudo qué pudo sentir la Gran Duquesa cuando el primer mujik se quitó la cartuchera y rugió de placer. Es sabido lo que sentiría una mujer corriente, pero no lo que siente una Gran Duquesa habituada a considerar que un mujik es lo mismo que un perro o menos, dependiendo del perro.

No oculto que al representarme esa escena horrible, como cualquiera, estoy con la Gran Duquesa y contra el bolchevique. Para empezar, la Gran Duquesa debía de ser más limpia y hablaba francés. Cuando uno va de noche por una calle solitaria (la vida es una nocturna calle solitaria) prefiere que al torcer la esquina haya una muchachita bienoliente que hable francés y no un mujik lleno de piojos. En segundo lugar, aunque es algo demasiado ruin para que la gente lo reconozca con naturalidad, todo hombre que se siente atraído por una fémina experimenta un odio fisiológico hacia el tipo que se la beneficia, normal o esporádicamente.

Dejando bien sentada, pues, mi rendida adhesión a la Gran Duquesa, es verdad, sin embargo, que nunca he podido meterme en su pellejo y sí en el del bolchevique. En particular, hay un instante en el que el sino del bolchevique me parece estremecedor. No cuando la descubre, ni siquiera cuando la desnuda y se le muestra un tesoro de dioses (a lo mejor el muy bestia no se paró a desnudarla). Tampoco, desde luego, cuando la ensucia haciéndola como cualquier otra y despojándola de su Gran Ducado. El instante en que el bolchevique se encuentra con su delicada misión sobre la Tierra ocurre después de que la Gran Duquesa ha sido asesinada y enterrada, cuando la recuerda por primera vez.

Hasta entonces, ha podido ampararse en la insensibilidad de la turba a la que pertenecía. Pero en ese momento sus actos adquieren carácter individual. Sus sensaciones de la Gran Duquesa, filtradas por la memoria que se las devuelve por primera vez, son algo que sólo a él corresponde. Y el martirio y muerte de la doncella no tiene para él el mismo significado que para los otros. Los demás apenas perciben otra cosa que el negro goce de la venganza, pero él, atrapado en una emboscada del destino, sufre una pérdida. La causa exigía que aquella niña fuera ejecutada y él creía en la causa. ¿Cuántos mujiks murieron sólo durante el reinado de Nicolás II? Hasta ese instante, simples preguntas como aquélla le protegían. Ahora no. Quisiera que la niña no hubiera desaparecido y la causa es la responsable de su desolación. La causa y él mismo.

Qué tierno instante, cuando el bolchevique reniega de sí y de la Revolución para admitir su ya necesariamente desesperado amor por la Gran Duquesa. Cuando olvida que la dulzura a cuyo recuerdo sucumbe fue destilada durante siglos a costa del sudor y la sangre de sus antepasados. No hay más creyente que interese que el que cambia di credo. Un patriota inquebrantable, un revolucionario pertinaz, un monje casto, mueven por igual al epitafio aprobatorio y al bostezo. Gracias a los renegados progresa el mundo. Siempre me ha dado que el paraje donde van los héroes, llámese Valhalla o como sea, debe de ser un lúgubre lugar donde suenan los clarines, ondean los estandartes y hetairas atléticas ejecutan con los premiados una cargante gimnasia amatoria. Por el contrario, la cueva donde se revuelcan los felones debe de ser un sitio propicio a la fantasía: por allí pululan las damas más intrincadas, con las que también es factible mantener conversaciones enjundiosas. Tampoco es cuestión, digo yo, de estar todo el día apareados como simios, tediosa recompensa que en un número alarmante de culturas es lo único que parecen buscar los descerebrados que se hacen matar por una idea sublime.

Como todos, tengo mi lado revolucionario y me resulta algo engorroso alabar los genocidios alentados o consentidos por los zares en su capricho de forjar un imperio. Conviene apuntarlo para que no se confunda lo que diré a continuación: de toda la Revolución Rusa, nada me afecta como la flaqueza de ese bolchevique entregado a su inmunda pasión por la hija del tirano. Acaso nunca hubo tal bolchevique, y es indiscutible que aquella revuelta fue la culminación épica de una poderosa creencia. Aun así, mantengo lo dicho. Las creencias recorren invariablemente un camino natural, desde su sublevación contra otra creencia inicua hasta su transformación en la nueva iniquidad que será preciso destruir. El dolor y la belleza, en cambio, son irrefutables porque no se miden con ninguna creencia ni exigen que ninguna creencia se ponga a su servicio. Ningún hombre vale lo que cree, sino lo que ha deseado y lo que le ha sido dado sufrir. Cualquier hijo de perra o cualquier borrego puede creer cualquier cosa. Los elegidos lo son por el éxtasis o el infortunio. Los mejores, por ambos.

Contemplo la lejana imagen de Olga junto a sus hermanas, todas destinadas al suplicio (al menos el moral es seguro) y al patíbulo. Quién me iba a decir a mí, cuando todo lo que acabo de escribir eran nada más que chorradas para distraer las tardes de domingo, que yo también habría de experimentar la remordida flaqueza del bolchevique.

Por la mañana, y es que el cuerpo sabe lo que le conviene y a veces también lo sabe la olla que bulle en lo alto, ya no me acordaba de haber estado acariciando tenebrosas ideas a propósito de mí y de aquella niña tan desconcertante. Incluso estaba de un extraño buen humor. Hubo un tiempo en que me preocupaba oscilar de la desesperación a la ligereza con tanta facilidad como quien cambia de corbata, pero desde que comprendí que ser ciclotímico es una vacuna contra otras formas más fatigosas y antipáticas de trastorno mental, acepto con gusto las variedades de mi ánimo.