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Aquel intermedio ruinoso era de lo que había escapado Cangrejo Huidizo. Era el mismo espacio que los comunistas y los gays y los pintores de celuloide imaginaban que encontrarían en Gowanus, solo para acabar convertidos en cuñas involuntarias para los renovadores, en una bola de demolición racial. El aburguesamiento era la cicatriz de un sueño, Utopía el espectáculo que siempre cerraba una noche de estreno. Y no era tan distinto del espacio que Abraham no deseaba ver abrirse para dar la bienvenida a su película, un espacio de la amplitud de un final de verano, un lugar donde Mingus Rude siempre acertaba en los lanzamientos de Spaldeen, siempre conseguía home runs.

Todos suspirábamos por esos espacios intermedios, esas horas veraniegas cuando Josephine Baker se destruía en París, cuando «Bothered Blue» coronaba las listas de éxitos, cuando un Elvis adolescente que todavía soñaba con su primera grabación se sentaba en los Sun Studios a mirar a los Prisonaires, cuando un gran graffiti cruzaba fugazmente una estación de metro renovando momentáneamente el mundo, cuando los tocadiscos de patio escolar se enchufaban a una farola de la calle, cuando la vida fluía. No había ido a Indiana a ver una máquina de escribir ni a encontrarme con Croft, sino a desandar aquel camino al anochecer y ver el espacio intermedio que los Azucarillos de Sandía le habían arrebatado al mundo antes de que los constructores de autopistas se lo devolvieran, igual que había ido a casa de Katha para ver el camastro que le reservaba a su hermana, a escuchar los raps de M-Dog. Un espacio intermedio se abría y se cerraba en un abrir y cerrar de ojos, si parpadeabas te lo perdías. Quizá también Camden había sido uno alguna vez, antes de que el dinero lo contaminara. Quedaban las huellas. Con ese mismo espíritu y siguiendo los principios de Rachel a mí me habían empujado como un dedo ciego para probar un espacio inexistente, un chico público integrado en escuelas públicas que justo entonces estaban siendo abandonadas, que se estaban convirtiendo en un mero ensayo de prisión. El error de Rachel era muy bello, muy estúpido, muy americano. Había aterrorizado mi mente infantil. Abraham había tenido una idea mejor, había tratado de abrirse ese espacio intermedio día a día, a solas en su estudio. Si el triángulo verde no llegaba a tocar la tierra antes de que Abraham muriera y la película quedaba inacabada, nunca habría caído… ¿no es cierto?

Brian Eno cantaba «¿Cómo puede pasar tan despacio el tiempo?» mientras atravesábamos la tormenta de nieve. Abraham y yo nos dejamos llevar por el túnel borroso, imposibles de rescatar pero al menos tranquilos por un instante, ocupados en nuestra tarea: un padre lleva a su hijo de vuelta a casa, a la calle Dean. No nos acompañaban Mingus Rude ni Barrett Rude Junior, ninguna postal de Cangrejo Huidizo ni ninguna carta de Camden College metida en el buzón. Estábamos en un espacio intermedio, en un cono de blanco, padre e hijo avanzábamos a cierta velocidad. Uno junto al otro, no tanto en silencio como inactivos, éramos dos ejemplos de garabato humano, de clave humana, de sueño humano.

Just Walking in the Rain de Jay Warner, no leído por D. Ebdus, da una versión de la vida de los Prisonaires.

«It Was the Drugs», letra de Chrissie McClean.

Entre las muchas personas a las que debo dar las gracias, me gustaría mencionar al menos a Elizabeth Gaffney, Lynn Nottage, Sarah Crichton, David Gates (el hombre de la casa abandonada), Christopher Sorrentino, Lorin Stein, Julia Rosenberg, Walter Donohue, Zoë Rosenfeld, Bill Thomas, Richard Parks y Yaddo.

Y sobre todo a Christina Palacio, Karl Rusnak, Dione Ruffin y a mi hermano Blake.

Jonathan Lethem

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