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Las niñas a veces jugaban al corre que te pillo. Había algo vagamente lamentable y poco viril en el juego de pillar pero si las niñas jugaban, Henry y Lonnie también lo hacían, y entonces Dylan y Earl se colaban en el círculo: pito, pito, colorito… pimpam, fuera. Te tocaba pararla. Cuando Dylan paraba daba trompicones de loco y a veces chillaba. Pararla le daba ganas de gritar, no sabía por qué. A nadie le importaba, por lo visto el veredicto era que todos chillaban alguna vez. Los juegos se disolvían de modo misterioso, los grupos enfrentados se fundían, el que la paraba se convertía en dos personas, un chico perseguía a una niña más allá de la esquina y, por tanto, fuera del juego. Los centros de atención cambiaban como el ángulo de la luz. Un día un niño tenía una baraja de cartas de béisbol, sin más explicaciones. Se recogían chapas en potencia, se debatía la necesidad de cera, pero nunca se llegaba a jugar a las chapas. Quizá nadie supiera cómo se jugaba. Isabel Vendle se asomaba a la ventana. Los hombres de la esquina colocaban las fichas de dominó, la pescadería de la calle Nevins estaba llena de serrín, aparecía un chaval de las casas baratas que rompía la privacidad de los niños de la calle Dean y todo el mundo, misteriosamente, se crispaba. Días enteros eran un misterio, y luego caía la noche.

Dylan no recordaba haber dicho su nombre pero todo el mundo lo sabía y a nadie le importaba lo que significara. A veces se molestaban en mencionar que parecía una chica pero, por lo visto, no era culpa de Dylan. No era buen lanzador ni buen receptor, pero también daba igual. La opinión general era que no todo el mundo podía dar la talla. De modo que Dylan entraba en contacto íntimo con la Spaldeen muy de vez en cuando, cuando la pelota rodaba hasta el bordillo o el guardabarros de un coche que pasaba por allí la mandaba calle abajo. Dylan iba encantado a recuperarla para los chicos mayores que, agraviados, negaban con la cabeza. En ocasiones la pelota llegaba hasta cerca de la calle Nevins, hasta la tienda de la esquina, donde a veces la paraba uno de los hombres que jugaban al dominó sobre las cajas de embalaje, que la examinaba brevemente antes de devolverla. La pelota siempre quedaba marcada por el encuentro. «Cuélala en el tejado», susurraba Dylan mientras corría de vuelta, lo decía para sí, pero también a la pelota, a modo de conjuro. A veces lo siguiente que ocurría era que Henry la colaba en el tejado. Entonces, en lugar de pedir una Spaldeen nueva, los chicos mayores se escabullían de pronto a matar el rato en la verja de Alberto, en la otra punta de la manzana, y soltar insinuaciones y pasarse colillas de cigarrillos con los adolescentes del portal. Los adolescentes esperaban a que anocheciera. Dylan, el chico blanco, se limitaba a quedarse en el muro de cemento de la casa de Henry. Desde allí podía oír a Rachel, más allá, no estaba seguro. Se sabía al dedillo la acera desde casa de Henry y la casa abandonada hasta la suya.

El chico se entretenía en el estudio y hojeaba el álbum de fotos de Isabel mientras la madre fumaba sentada en la terraza de atrás. Isabel contemplaba una ardilla sobre el poste telefónico que echó a correr por lo alto de la verja. La ardilla avanzaba en secuencias oscilantes de saltos, encorvando cola y espina dorsal para mantener el equilibrio. Algunas cosas encorvadas son elegantes, musitó Isabel, pensando en su propia figura.

Dentro, un yesero italiano restauraba un adorno floral del techo del salón, sudando en lo alto de una escalera colocada en el rincón junto a la alta ventana delantera. El chico sentado a la mesa de Isabel pasaba las páginas repletas de fotografías, absorto como si estuviera leyendo.

El chico también estaba encorvado, sobre el libro. Más parecido a un erizo que a una ardilla, según decidió Isabel.

– ¿Le notas sabor a algo? -preguntó Isabel, con el ceño fruncido, a la joven madre.

– Claro -contestó Rachel.

No había apagado el cigarrillo para aceptar el vaso perlado de gaseosa con hielo. El humo se sumó al aire de agosto sin mezclarse.

– De todo lo que se está muriendo en mí, el paladar es lo que va más rápido.

– Podrías añadirle algo de limón -sugirió Rachel.

– Ya le echo limón a la sopa. No puedo añadirle limón también a la gaseosa. Llévate la botella cuando te vayas. Debería beber formaldehído.

Rachel Ebdus pasó por alto el comentario. No se escandalizaba por nada, lo cual, para Isabel, era mala señal. La joven madre se recostó peligrosamente en la silla, con el cigarro entre los dedos de la mano que apoyaba por encima del hombro. Llevaba el pelo negro sin cepillar, hecho una maraña. Isabel se lo imaginó en el patio, encendido de luz al caer la tarde.

El hombre de la escalera juntaba el yeso sobrante con la paleta y lo dejaba caer cuan pesado era sobre el papel extendido en el suelo del salón, que aceptaba el peso con un crujido.

La intensidad del niño, su mirada, tal vez estuviera desgastando el brillo de las viejas fotografías de Isabel. El chico llevaba un minuto sin pasar de página. Seguía acurrucado en torno al álbum al igual que Isabel, involuntariamente, se acurrucaba también.

Isabel vio a Rachel Ebdus observando al yesero.

– Lleva dentro el oficio -le dijo a la joven-. Bebe cerveza en los descansos y habla como John Garfield, pero mira ese techo.

– Es bonito.

– Dice que su padre le enseñó el oficio. Solo saca a la luz la belleza que estaba oculta. Es un instrumento del techo. No necesita comprender.

Isabel se sintió irritada consigo misma o con Rachel Ebdus, no estaba segura. No había acabado de rematar la imagen: pese a su silencio, la casa iba transmitiendo un lenguaje propio a medida que el yesero seguía los pasos de su padre.

– Bonito culo -dijo Rachel.

Fuera, la ardilla chilló.

Isabel suspiró. La verdad era que se moría por uno de los cigarrillos de la mujer. ¿Se podía empezar a fumar a los setenta y tres años? Isabel pensó que le gustaría probarlo. O quizá tal vez solo le impacientaba su incapacidad para intuir nada sobre Rachel Ebdus aparte de la inestabilidad de la mujer. Y los cigarrillos descansaban en el enrejado de hierro labrado de la mesa de jardín al alcance de la mano, mientras que el culo del yesero resultaba, en todos los sentidos, menos accesible.

– Si es cuestión de dinero… -empezó a decir Isabel, sorprendida de ir al grano.

– No, no es el dinero -contestó Rachel Ebdus, sonriendo.

– No quiero incomodarte. Tanto Packer como la escuela Friends ofrecen becas. No sé si es el caso de Saint Ann. Pero te ayudaría encantada.

– No es por el dinero. Creo en la escuela pública. Yo fui a una escuela pública.

– Muy idealista. Creo sinceramente que acabarás descubriendo que todos sus amigos van a una escuela privada.

– Dylan tiene amigos de la manzana. Dudo que vayan a la Brooklyn Friends o a Packer.

Los días pasaban así. Había días como páginas en blanco, en que las ardillas no chillaban en los árboles y los niños no hojeaban sus álbumes y ningún yesero sudaba bajo su techo y una vecina que apestaba a radicalismo y a un frágil matrimonio no se sentaba a aplastar cigarrillos en las tazas de porcelana de Isabel ni a saborear el ginger-ale que ella ya era incapaz de disfrutar mientras le hacía un jaque mate conversacional con una clara implicación de racismo, días en que la única nota discordante en la alta casa holandesa era el gato anaranjado arañando fardos de periódicos en el piso del sótano hasta convertirlos en pacas raídas y con olor a orines, días en que Isabel se sentaba a su mesa, rasgando con la punta del bolígrafo la línea destinada a la firma de un cheque para alguna causa moderadamente valiosa, o para su causa preferida y totalmente inútil, su sobrino Croft, que se había escondido en una comuna de Bloomington, Indiana, después de preñar a una cocinera negra de la casa de Silver Bay y quien, según le aseguraba, repartía prácticamente a partes iguales la donación mensual de la tía enviando una mitad a la lejana cocinera y su niño y entregando la otra a las reservas monetarias de la comuna para comida y marihuana. Al diablo con Rachel Ebdus. Isabel subvencionaba hippies salvajes y la descendencia mulata de sus parientes delictivos y Rachel Ebdus podía enviar a Dylan, Dios le proteja, a la Escuela Pública 38 a mostrar su rostro pálido, el único en aquella marea marrón, y a airear su melena de niña en mitad de todos los afros, si así lo imponían sus principios. Ahora Isabel podía desear un día entero sin ardillas, un día que ni siquiera pasaría a la mesa, sino tumbada tranquilamente en la cama, obviando los gritos del gato anaranjado, releyendo a Maugham o a Maupassant.