La cortina se abrió.
El Huésped estaba de pie al lado de la mesa, al parecer en la misma posición que cuando Arthur y Harry lo dejaron el día antes.
—Hola —dijo Crockerman, el rostro ceniciento a la escasa luz de la habitación. El Huésped, con su visión muy sensible a la luz, quizá podía verles más claramente de lo que ellos podían verle a él.
—Hola —respondió.
—Me llamo William Crockerman. Soy el presidente de los Estados Unidos de América, la nación en la que aterrizó usted. ¿Tienen naciones allá donde vive?
El Huésped no respondió. Crockerman miró a Arthur.
—¿Puede oírme?
—Sí, señor presidente —dijo Arthur.
—¿Tienen naciones allá donde vive usted? —repitió Crockerman.
—Tiene que formular usted las preguntas importantes. Me estoy muriendo.
El presidente se echó instintivamente hacia atrás. Fulton avanzó unos pasos como si estuviera a punto de hacerse cargo de las cosas, despejar la habitación, proteger el Huésped de cualquier futura tensión, pero Rotterjack apoyó una mano en su pecho y agitó la cabeza.
—¿Tiene usted algún nombre? —preguntó el presidente.
—No en el idioma de ustedes. Mi nombre es químico y va delante de mí entre los de mi raza.
—¿Tiene usted familia dentro de la nave?
—Somos una familia. Todos los demás de nuestra raza están muertos.
Crockerman estaba sudando. Sus ojos se clavaron en el rostro del Huésped, en los tres ojos amarillo dorados que le miraban sin parpadear.
—Les ha dicho usted a mis colegas, nuestros científicos, que esta nave es un arma y que destruirá la Tierra.
—No es un arma. Es una madre de nuevas naves. Devorará su mundo y hará nuevas naves para viajar a otras partes.
—No comprendo esto. ¿Puede explicarlo?
—Formule buenas preguntas —pidió el Huésped.
—¿Qué le ocurrió a su mundo? —dijo Crockerman sin vacilar. Había leído ya el informe de la conversación de Gordon y Feinman con el Huésped sobre este tema, pero obviamente deseaba oírlo de nuevo con sus propios oídos.
—No puedo dar el nombre de mi mundo, o dónde estaba en su cielo. Hemos perdido el rastro del tiempo transcurrido desde que lo abandonamos. El recuerdo de nuestro mundo se borra en el largo y frío sueño. Las primeras naves llegaron y se ocultaron dentro de las masas de hielo que llenaban los valles de un continente. Tomaron lo que necesitaban de esas masas de hielo, y partes de ellas se abrieron camino dentro del mundo. No sabíamos lo que estaba ocurriendo. En los últimos tiempos esta nave, recién construida, apareció en medio de una ciudad, y no se movió. Se hicieron planes mientras el planeta temblaba. Habíamos salido ya al espacio, incluso entre planetas, pero no habíamos encontrado ninguno que nos atrajera, así que nos habíamos quedado en nuestro mundo. Sabíamos cómo sobrevivir en el espacio, incluso durante largos períodos de tiempo, y construimos un hogar dentro de la nave, creyendo que partiría antes del final. La nave no nos avisó. Partió antes de que las armas convirtieran nuestro mundo en roca fundida y agua gaseosa, y se nos llevó con ella, dentro. No vive nadie más, que sepamos.
Crockerman asintió una vez y cruzó las manos sobre sus rodillas.
—¿Qué aspecto tenía su mundo?
—Parecido a éste. Más hielo, una estrella más pequeña. Muy como yo, no en forma sino en pensamiento. Nuestra raza era multiforme, algunos nadando en los fríos mares fundidos, otros como yo caminando sobre tierra firme, algunos volando, algunos viviendo en el hielo. Todos los pensamientos iguales. Hace miles de tiempos, moldeamos la vida según nuestros deseos y vivimos felices. El aire era intenso y lleno con los aromas de la raza. Por todas partes del mundo, incluso en los lejanos territorios de hielo grueso, podías oler primos y niños.
Arthur sintió una opresión en su garganta. La mejilla de Crockerman estaba húmeda con una sola lágrima. No la secó.
—¿Le dijeron por qué fue destruido su mundo?
—No hablaron con nosotros —dijo el Huésped—. Supusimos que las máquinas eran devoradores de mundos, y que no estaban vivas, sólo eran máquinas sin olor, pero con pensamientos.
—¿No acudieron robots a hablar con ustedes?
—Tengo dificultades de idioma.
—Máquinas más pequeñas —intentó explicar Rotterjack—. Que hablaran con ustedes, que les engañaran.
—No máquinas más pequeñas —dijo el Huésped.
Crockerman inspiró profundamente y cerró por un momento los ojos.
—¿Tiene usted hijos? —preguntó.
—A mi raza no le estaba permitido tener hijos. Tenía primos.
—¿Dejó algún tipo de familia detrás?
—Sí. Primos y maestros. Hermanos de hielo por unión de mando.
Crockerman agitó la cabeza. Aquello no significaba nada para él; de hecho, significaba muy poco para cualquiera en la habitación. Mucho de aquello debería ser dilucidado más tarde, a través de muchas más preguntas…, si el Huésped vivía lo suficiente para responderlas todas.
—¿Y aprendió usted a hablar nuestro idioma escuchando nuestras emisiones?
—Sí. Sus residuos atrajeron a las máquinas hasta ustedes. Escuchamos lo que las máquinas estaban reuniendo.
Harry garabateaba furiosamente, con su lápiz emitiendo rápidos y raspantes sonidos contra el bloc.
—¿Por qué no intentó sabotear la máquina…, destruirla? —preguntó Rotterjack.
—Si hubiera sido capaz de hacer eso, la máquina nunca nos hubiera aceptado a bordo.
—Arrogancia —dijo Arthur, tensando la mandíbula—. Una increíble arrogancia.
—Nos ha dicho usted que estaban dormidos, hibernando —señaló Rotterjack—. ¿Cómo pudieron estudiar nuestro idioma y dormir al mismo tiempo?
El Huésped permaneció inmóvil, sin responder.
—Se hizo —murmuró finalmente.
—¿Cuántos idiomas conoce? —preguntó Harry, con el lápiz momentáneamente inmóvil.
—Hablo el inglés. Otros, aún dentro, hablan el ruso, el chino, el francés.
—Esas preguntas no parecen terriblemente importantes —dijo suavemente Crockerman—. Tengo la sensación como si hubiera caído una pesadilla sobre todos nosotros. ¿A quién puedo culpar por ello? —Miró a su alrededor en la habitación, los ojos agudos, como los de un halcón—. A nadie. No puedo simplemente anunciar que hemos recibido visitantes de otros mundos, porque la gente querrá ver a los visitantes. Tras el anuncio australiano, lo que tenemos aquí no es más que confuso y desmoralizador.
—No estoy seguro de cuánto tiempo podamos mantener esto en secreto —dijo McClennan.
—¿Cómo podemos mantenerlo alejado de nuestra gente? —Crockerman parecía no haber oído a nadie excepto al Huésped. Se puso en pie y se acercó al cristal, concentrándose hoscamente en el Huésped—. Nos ha traído usted las peores noticias posibles. Dice que no hay nada que podamos hacer. Su… civilización… debía estar más avanzada que la nuestra. Murió. Éste es un mensaje terrible. ¿Por qué se molestó en traerlo hasta nosotros?
—En algunos mundos, la confrontación debió ser más igualada —dijo el Huésped—. Estoy cansado. Ya no me queda mucho más tiempo.
El general Fulton habló en voz baja con McClennan y Rotterjack. Rotterjack se acercó al presidente y apoyó una mano en su hombro.
—Señor presidente, nosotros no somos los expertos aquí. No podemos formular las preguntas adecuadas, y evidentemente no queda mucho tiempo. Deberíamos apartarnos del camino y dejar que los científicos prosigan su trabajo.
Crockerman asintió, inspiró profundamente y cerró los ojos. Cuando los abrió de nuevo parecía algo más compuesto.