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—No lo sé —dijo Arthur.

—Es su departamento, Arthur —dijo el presidente en voz baja—. Usted toma la decisión.

—Nadie me había planteado todavía el asunto hasta ahora —dijo Arthur—. ¿Qué tipo de investigación tiene en mente?

—Me gustaría descubrir los puntos débiles del lugar.

—Ni siquiera sabemos lo que es —señaló Harry.

Lehrman agitó la cabeza.

—Todo el mundo supone que se trata de una nave espacial camuflada. ¿No está usted de acuerdo con ello?

—Ni estoy de acuerdo ni dejo de estarlo. Simplemente, no lo sé —respondió Harry.

—Caballeros —murmuró Arthur—, creo que éste no es exactamente el momento. Discutiremos el asunto después de que el presidente haya hablado con los cuatro testigos y todos hayamos visto el lugar.

Lehrman lo aceptó con una inclinación de cabeza e hizo un gesto para que continuaran. El general Fulton entró en el laboratorio con un grueso fajo de papeles en un sobre manila y se sentó a un lado, sin decir nada.

—De acuerdo —dijo Crockerman—. Echémosles una mirada.

La voz de Eunice le llegó a Edward a través del altavoz de su intercom:

—Amigos, van a conocer ahora al presidente. —Con un hueco sonido zumbante, la cubierta de la ventana se deslizó hacia abajo penetrando en la pared y revelando un panel transparente de unos dos metros de ancho por uno de alto. Al otro lado de la gruesa capa doble de cristal Edward vio al presidente Crockerman, a dos hombres que no reconoció, y varios otros rostros que recordaba vagamente de la televisión.

—Disculpen mi intromisión, caballeros, señorita Morgan —dijo Crockerman, con una ligera inclinación de cabeza—. Creo que nos conocemos mutuamente, aunque no hayamos sido formalmente presentados. Éste es el señor Lehrman, mi secretario de Defensa, y éste el señor Rotterjack, mi asesor científico. ¿Conocen ya a los señores Arthur Gordon y Harry Feinman? ¿No? Se hallan a cargo del equipo presidencial que investiga lo que ustedes descubrieron. Sospecho que tienen algunas quejas que hacerme al respecto.

—Encantado de conocerle, señor —dijo Minelli. Crockerman cambió su ángulo de visión. Edward se dio cuenta de que todos ellos daban al laboratorio central. En la ventana más alejada, en el lado opuesto de la curvada pared, pudo ver a Stella Morgan, su rostro pálido a la luz fluorescente.

—Estrecharía sus manos si pudiera. Ha sido duro para todos los implicados, pero sé que ha sido especialmente duro para ustedes.

Edward murmuró algo parecido a un asentimiento.

—Desconocemos cuál es nuestra situación, señor presidente.

—Bien, me han dicho que no corren ustedes ningún peligro. Que no tienen ningún…, esto, germen espacial. Seré franco con ustedes; de hecho…, probablemente se hallen ustedes aquí más por razones de seguridad que por su propia salud.

Edward pudo ver por qué Crockerman era llamado el más encantador de los presidentes desde Ronald Reagan. Su combinación de dignificada buena presencia y modales abiertos —por ilusorios que fueran esos últimos— podía conseguir que incluso Edward se sintiera mejor.

—Estamos preocupados por nuestras familias —dijo Stella.

—Creo que han sido informadas de que se hallan ustedes sanos y salvos —indicó Crockerman—. ¿No es así, general Fulton?

—Sí, señor.

—La madre de la señorita Morgan, sin embargo, nos ha dado algunos problemas —añadió Crockerman.

—Bien —fue el único comentario de Stella.

—Señor Shaw, también hemos informado a la Universidad de Texas acerca de usted y sus estudiantes.

—Somos profesores ayudantes, señor presidente, no estudiantes —dijo Reslaw—. No he recibido ningún correo de mi familia. ¿Puede decirme por qué?

Crockerman miró a Fulton en busca de una respuesta.

—No le han enviado ningún correo —dijo Fulton—. No tenemos control sobre eso.

—Sólo deseaba detenerme un momento para decirles que no han sido ustedes olvidados, y que no van a permanecer encerrados aquí siempre. El coronel Phan me informa que si no se descubre ningún germen dentro de unas pocas semanas más, no habrá ninguna razón para seguir reteniéndoles aquí. Y por entonces…, bien, es difícil decir qué será secreto y qué no.

Harry miró a Arthur, con una ceja ligeramente alzada.

—Tengo una pregunta, señor —dijo Edward.

—¿Sí?

—La criatura que hallamos…

—La llamamos el Huésped, supongo que ya lo sabrá —interrumpió Crockerman con una débil sonrisa.

—Sí, señor. Dijo que traía malas noticias. ¿Qué quiso decir con eso? ¿Se han comunicado ya con ella?

El rostro de Crockerman se volvió ceniciento.

—Me temo que no estoy autorizado a decirles lo que ocurre con el Huésped. Sé que es irritante, pero incluso yo tengo que bailar al son de la música que toca el flautista. Ahora tengo una pregunta para ustedes. Fueron los primeros en descubrir la roca, el cono de escoria. ¿Qué fue lo que primero les llamó la atención de él? Necesito impresiones.

—Edward pensó que resultaba extraño antes de que nosotros nos diéramos cuenta de nada —dijo Minelli.

—Yo nunca llegué a verlo —añadió Stella.

—Señor Shaw, ¿qué le llamó más la atención?

—Supongo que el hecho de que no constaba en nuestros mapas —respondió Edward—. Y después de esto, que estaba… yermo. Parecía nuevo. No había plantas, ni insectos, ni inscripciones, antiguas o nuevas. Ni una lata de cerveza.

—Ni una lata de cerveza —dijo Crockerman, asintiendo—. Gracias. Señorita Morgan, tengo intención de ver pronto a su madre. ¿Quiere que le transmita algún mensaje personal? Algo no problemático, por supuesto.

—No, gracias —dijo Stella. Vaya mujer, pensó Edward.

—Me han dado ustedes algo en que pensar —murmuró Crockerman al cabo de un momento de silencio—. En lo fuertes que son los americanos. Espero que no suene trillado ni político. Lo digo de veras. En estos momentos necesito creer que somos fuertes. Es muy importante para mí. Gracias. —Les hizo un gesto con la mano, y se volvió para abandonar el laboratorio. Las cortinas zumbaron al volver a su lugar.

13

7 de octubre

El cielo sobre el Valle de la Muerte era de un color gris plomizo, y el aire aún arrastraba el frescor de la mañana. El helicóptero presidencial aterrizó en la base provisional instalada por el Ejército a unos cinco kilómetros del falso cono de escoria. Dos camiones con tracción a las cuatro ruedas acudieron al encuentro del grupo y lo llevaron lentamente por las carreteras asfaltadas y los caminos sin pavimentar para jeeps, y luego fuera incluso de esos caminos, bamboleándose y gruñendo por entre los arbustos resinosos y los mezquites, y sobre la salobre hierba, los trozos de lava y las rocas barnizadas por el desierto. El falso cono de escoria se erguía a un centenar de metros más allá de su punto de parada, el borde de un lecho de aluvión color blanco hueso que había estado lleno de agua hacía tan sólo diez días. El perímetro del montículo estaba acordonado por las tropas del Ejército supervisadas por el teniente coronel Albert Rogers, de la Inteligencia Militar. Rogers, un hombre bajo, correoso, de piel oscura y ojos suaves, acudió al encuentro del grupo presidencial de ocho hombres, incluidos Gordon y Feinman, en el perímetro.

—No hemos registrado ninguna actividad —informó—. En estos momentos tenemos a nuestro camión de vigilancia al otro lado, y un equipo de vigilancia arriba. No ha habido radiación de ningún tipo más allá del esperado de una roca calentada por el sol. Hemos insertado sensores en pértigas por el agujero que hallaron los geólogos, pero no hemos enviado a nadie más allá de la curva. Dénos la orden, y lo haremos.