—Aprecio su interés, coronel —dijo Otto Lehrman—. Pero aprecio más su precaución y disciplina.
El presidente se acercó a la alta y negra cara norte del cono de escoria, acompañado por dos agentes del Servicio Secreto. El oficial de la Marina que llevaba la «pelota de fútbol» —los códigos de guerra presidenciales y el sistema de comunicaciones de emergencia en un maletín— permaneció junto al camión.
Rotterjack retrocedió unos pasos para tomar una serie de fotografías con una Hasselblad. Crockerman le ignoró. El presidente parecía ignorarlo todo y a todos excepto la roca. A Arthur le preocupó la expresión de su rostro; tenso, pero ligeramente soñador. Un hombre informado de una muerte en su familia inmediata, pensó.
—Aquí es donde fue encontrado el alienígena —explicó el coronel Rogers, señalando una depresión arenosa a la sombra de la lava. Crockerman dio la vuelta a un gran peñasco de lava y se arrodilló al lado de la depresión. Adelantó una mano para tocar la arena, aún marcada por los movimientos del Huésped, pero Arthur lo retuvo.
—Todavía estamos nerviosos por la contaminación biológica —explicó.
—Los cuatro civiles —dijo Crockerman, pero no completó su pensamiento—. Conocí al abuelo de Stella Morgan hace treinta años, en Washington —murmuró—. Un auténtico caballero del campo. Duro como un clavo, enérgico como un látigo. Me gustaría conocer a Bernice Morgan. Quizá pudiera tranquilizarla… ¿Podemos arreglar algo para mañana?
—Después de esto iremos a Furnace Creek, y mañana se reúne usted con el general Young y el almirante Xavier. —Rotterjack examinó el programa del presidente—. Eso va a llenar la mayor parte de la mañana. Tiene que estar usted de vuelta a Vandenberg y a bordo del Bird a las dos de la tarde.
—Haga un hueco para Bernice Morgan —ordenó Crockerman—. Sin discusiones.
—Sí, señor —dijo Rotterjack, tomando su lápiz.
—Esos tres geólogos tendrían que estar ahora aquí conmigo —murmuró el presidente. Se puso en pie y se alejó del lugar, sacudiéndose las manos en los pantalones. Los agentes del Servicio Secreto lo observaban de cerca, con rostros impasibles. Crockerman se volvió hacia Harry, que aún seguía aferrando su bloc negro, y luego señaló con la cabeza el cono de escoria.
—Usted sabe de qué va a tratar mi conferencia con Young y Xavier.
—Sí, señor presidente —dijo Harry, sosteniendo firmemente la mirada de Crockerman.
—Me van a preguntar si debemos volar toda esta zona con armas nucleares.
—Estoy seguro de que lo mencionarán, señor presidente.
—¿Qué opina usted?
Harry se lo pensó un momento, frunciendo las cejas hasta que se unieron en una sola línea.
—Toda la situación es un enigma para mí, señor. Las cosas no encajan.
—Señor Gordon, ¿podemos ejercer de una forma efectiva represalias contra esto? —señaló el cono de escoria.
—El Huésped dice que no podemos. Tiendo a aceptar esta afirmación por el momento, señor.
—Seguimos llamándole el Huésped, con H mayúscula —murmuró Crockerman, deteniéndose a unos veinte metros de la formación, luego volviéndose para mirar al sur, examinando la curva occidental—. ¿Cómo llegamos a eso?
—Hollywood absorbió casi cualquier otro nombre —observó McClennan.
—Carl fue siempre un ávido telespectador —explicó sinceramente Crockerman a Arthur—, antes de que sus deberes hicieran su afición imposible. Dice que le permitía mantenerse en contacto con el pulso del público.
—Evidentemente, el nombre evolucionó como una forma de evitar algunas otras palabras más coloristas —señaló McClennan.
—El Huésped me dijo que cree en Dios.
Arthur decidió no rectificar al presidente.
—Por lo que entiendo —prosiguió Crockerman, el rostro tenso, los ojos casi frenéticos sobre una calma forzada—, el mundo del Huésped fue hallado en falta, y eliminado. —Pareció registrar los rostros de Arthur y los más cercanos a él, en busca de simpatía o apoyo. Arthur estaba demasiado sorprendido para decir nada—. Si ése es el caso, entonces el instrumento de nuestra propia destrucción nos aguarda dentro de esta montaña.
—Necesitamos más cooperación de Australia —dijo McClennan, apretando un puño y agitándolo frente a él.
—Allí abajo cuentan una historia completamente distinta, ¿no? —El presidente echó a andar de nuevo de vuelta a los camiones—. Creo que ya he visto suficiente. Mis ojos no pueden estrujar la verdad de las rocas y la arena.
—Hacer arreglos más concretos con Australia —observó Rotter-jack— significa decirles lo que tenemos aquí, y todavía no estamos seguros de que podamos correr el riesgo.
—Hay una posibilidad de que no seamos los únicos que tenemos «aparecidos» —dijo Harry, dando a la última palabra un énfasis casi cómico.
Crockerman se detuvo y se volvió para mirar a Harry.
—¿Tiene usted alguna prueba de eso?
—Ninguna, señor. Pero hemos pedido a la Agencia Nacional de Seguridad y a algunos de los nuestros que lo comprueben.
—¿Cómo?
—Comparando las fotografías recientes de los satélites con registros anteriores.
—Más de dos aparecidos —dijo Crockerman—. Eso significaría algo, ¿no?
14
Trevor Hicks redujo la velocidad del Chevrolet blanco de alquiler al acercarse a la pequeña ciudad de Shoshone…, apenas algo más que un cruce, según el mapa. Vio una oficina de correos construida con ladrillos de ceniza y flanqueada por altos tamariscos, y más allá un edificio blanco achaparrado que albergaba una gasolinera y una tienda de alimentación. En el lado opuesto de la carretera había un café y, unido a él, un pequeño edificio con letreros de neón de propaganda de cerveza en sus dos pequeñas ventanas cuadradas. Un letrero pequeño decía «Crow Bar» con bombillas parpadeantes: una taberna o un pub local, sin duda. Hicks siempre había sentido una cierta tendencia hacia los pubs locales. Éste, sin embargo, no parecía estar abierto.
Se metió en el aparcamiento de gravilla de la oficina postal, con la esperanza de preguntarle a alguien si valía la pena una visita al café. No confiaba en los lugares de comidas locales americanos, del mismo modo que no le gustaban la mayoría de las cervezas americanas, y no creía que la apariencia de éste fuera muy alentadora.
Eran casi las cinco y empezaba a hacer frío en el desierto. El anochecer estaba a menos de una hora de distancia, y un lúgubre viento soplaba por entre los tamariscos junto a la oficina de correos. Aquella mañana y tarde habían sido frustrantes…, un coche de alquiler que se averiaba a veinticinco kilómetros de Las Vegas, un viaje en la grúa, todos los arreglos para conseguir otro coche, y como guinda una acalorada discusión con la publicista de su editor cuando pensó en llamarla y explicarle por qué había faltado a la entrevista… Retraso tras retraso. Permaneció junto al coche por unos instantes, preguntándose qué tipo de idiota era, luego eligió la puerta de cristal de su derecha. Resultó que conducía al equivalente local de una biblioteca: dos altas estanterías de libros en un rincón, con una mesa de lectura más propia para niños que para adultos delante de ella. Había un mostrador al lado opuesto de las estanterías, y más allá los muebles e instrumentos —o al menos así decía una pequeña placa— de la Charles Morgan Company. La puerta de la izquierda conducía a una habitación separada que era la oficina postal propiamente dicha. El aspecto de la oficina era institucional pero amistoso.
Más allá del mostrador, sentada ante un viejo ordenador de sobremesa, había una imponente mujer de unos setenta y cinco u ochenta años, con tejanos y una blusa a cuadros y el blanco pelo descuidadamente peinado hacia atrás. Hablaba por un teléfono negro sujeto entre su cuello y su hombro. Giró lentamente en su silla para echarle una ojeada a Hicks, luego alzó una mano pidiendo paciencia.