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Hicks intentó controlarse contra el bullir de todas sus visceras en su interior. Cuando estuvieron rodeados por lo que tomó por hombres del Servicio Secreto —con trajes grises y marrones— y policía militar con uniformes azul oscuro, lo había conseguido. Flagg había dejado caer su cabeza y seguía medio atontado en su asiento.

—Maldita sea —dijo Morris, lo más original de su repertorio que pudo encontrar.

15

Arthur, más encorvado de lo habitual, descendió por el embaldosado pasillo de la hostería, sin contemplar apenas las paredes de adobe y los tapices navajos blancos, negros y grises que colgaban encima de los antiguos anaqueles. Llamó a la puerta de Harry y retrocedió unos pasos, las manos en los bolsillos. Harry abrió la puerta y agitó el brazo, impaciente, para que entrara. Luego regresó al cuarto de baño para terminar de afeitarse. Se estaban preparando todos para reunirse a cenar con el presidente en el espacioso comedor del complejo dentro de una hora.

—No se lo está tomando muy bien —dijo Arthur.

—¿Quién, Crockerman? ¿Qué esperabas?

—Algo mejor que esto.

—Todos estamos mirando por el cañón de una pistola.

Arthur alzó la vista hacia la brillante puerta abierta del cuarto de baño.

—¿Cómo te sientes tú?

Harry salió levantándose una oreja para pasar la navaja por debajo de ella, el rostro blanco con los restos de la crema de afeitar.

—Bastante bien —dijo—. Dentro de un par de días tendré que irme para el tratamiento. Te lo advertí.

Arthur agitó la cabeza.

—Ningún problema. Está previsto. El presidente se marcha pasado mañana. Mañana conferencia con Xavier y Young.

—¿Y a continuación qué?

—Negociaciones con los australianos. Ellos nos mostrarán los suyos, nosotros les mostraremos los nuestros.

—¿Y luego qué?

Arthur se encogió de hombros.

—Quizá nuestro aparecido sea un mentiroso.

—Si me lo preguntas —dijo Harry—, te diré que…

—Lo sé. Todo el asunto apesta.

—Pero Crockerman ha tragado el mensaje. Está trabajando en él. Young y Xavier habrán visto el lugar… Ah, Señor. —Harry se secó el rostro con una toalla—. Esto no es tan divertido como pensé que iba a ser. ¿No es una jodida mierda? La vida es siempre una jodida mierda. Estábamos tan excitados. Ahora es una pesadilla.

Arthur alzó una mano.

—¿Adivinas quién fue capturado a bordo de una avioneta con tres tipos del desierto?

Harry parpadeó.

—¿Cómo demonios debería adivinarlo?

—Trevor Hicks.

Harry se lo quedó mirando.

—No lo estás diciendo en serio.

—El presidente está leyendo su novela en estos momentos, lo cual ya es humor, y no se trata en absoluto de una coincidencia. Evidentemente, tenía la impresión de que aquí había material para investigar. Los tres tipos del desierto han sido devueltos a Shoshone con una fuerte reprimenda y la pérdida de su aparato y licencia. Hicks ha sido invitado a la cena de esta noche.

—Esto es una locura —murmuró Harry, apagando la luz del cuarto de baño y tomando su camisa de la esquina de la cama—. Se trata de un periodista.

—Crockerman quiere hablar de algunas cosas con él. Obtener una segunda opinión.

—Ya tiene un centenar de opiniones a su alrededor.

—La última vez que me encontré con Hicks —dijo Harry—, supongo que le caí bien.

—Ahora tienes tu oportunidad.

Arthur abandonó la habitación de su amigo unos minutos más tarde, sintiéndose peor que nunca. No podía desprenderse de las sensibilidades de un niño decepcionado. Aquél había sido un maravilloso regalo anticipado de Navidad, brillante y lleno de esperanzas de un inimaginable futuro, un futuro de seres humanos interactuando con otras inteligencias. Ahora, por el amor de Dios, la Tierra podía dejar de existir en cualquier momento.

Inspiró profundamente y cuadró los hombros, deseando, no por primera vez, que el esfuerzo físico eliminara sus lúgubres pensamientos.

Las camareras y cocineros detrás de las blancas paredes y columnas paneladas en cobre del comedor habían presentado un menú formal de chuletas, arroz y ensalada César, con las verduras de la ensalada un poco pasadas debido a la interrupción de los suministros, pero todo lo demás muy aceptable. Alrededor de una mesa rectangular formada por cuatro mesas más pequeñas reunidas se sentaban los principales actores de la función en la Caldera, más Trevor Hicks, que actuaba como si quisiera recuperar en un momento todo el tiempo perdido.

He tropezado con un premio gordo, se dijo cuando el presidente y el secretario de Defensa entraron en el comedor y ocuparon sus asientos. Dos agentes del Servicio Secreto comían en una pequeña mesa cerca de la puerta.

Crockerman hizo una cordial inclinación de cabeza a Hicks, sentado al lado del presidente y frente a Lehrman.

—Esa gente ha hecho realmente un buen trabajo, ¿no creen? —dijo el presidente después de que fuera servido y consumido el plato principal. Por una especie de silencioso decreto mutuo, toda la charla durante la cena había sido sobre cosas triviales. Ahora fue traído el café en un viejo y dentado servicio de plata, servido en el propio juego de tazas de porcelana china del propietario, y pasado a lo largo de la mesa. Harry rechazó su taza. Arthur cargó su café con dos terrones de azúcar.

—Así que conoce usted al señor Feinman y al señor Gordon —dijo Crockerman mientras se reclinaban en sus asientos, con las tazas en la mano.

—Les conozco por su reputación, y conocí al señor Gordon en una ocasión cuando él se hallaba al mando del BETC —dijo Hicks. Sonrió e hizo un gesto con la cabeza a Arthur, como si se diera cuenta por primera vez de su presencia.

—Estoy seguro de que nuestra gente le ha preguntado ya qué le impulsó a venir al Furnace Creek Inn.

—Es un secreto muy mal guardado el que aquí está ocurriendo algo extraordinario —dijo Hicks—. Me impulsó una intuición.

El presidente exhibió otra de sus débiles, casi desanimadas sonrisas, y agitó la cabeza.

—Me sorprende haber sido traído aquí —prosiguió Hicks—, tras la forma en que fui tratado inicialmente. Y me siento absolutamente asombrado de encontrarle a usted aquí, señor presidente, aunque ya había deducido que tenía que hallarse por estos lugares, a través de una cadena de razonamientos que describí ya a sus agentes del Ejército y del Servicio Secreto. Digamos que estoy sorprendido de descubrir que mi intuición era certera. ¿Qué ocurre aquí?

—No estoy seguro de que podamos decírselo. No estoy seguro de por qué le he invitado a cenar, señor Hicks, y sin duda los demás caballeros que me rodean están menos seguros aún que yo. ¿Señor Gordon? ¿Tiene usted alguna objeción a la presencia de un escritor, de un periodista?

—Siento curiosidad. No pongo ninguna objeción.

—Porque creo que estamos todos demasiado metidos en esto —dijo Crockerman—. Me gustaría solicitar alguna opinión externa.

Harry hizo a Arthur un guiño desprovisto de todo humor.

—Estoy en la más absoluta oscuridad, señor —dijo Hicks.

—¿Por qué cree que estamos aquí?

—He oído…, no importa cómo, no pienso revelarlo, que hay un aparecido aquí. Supongo que es algo que tiene que ver con el descubrimiento australiano en el Gran Desierto Victoria.

McClennan escudó los ojos con una mano y agitó la cabeza.

—La transmisión no desmodulada del Air Force One. Es algo que ha ocurrido antes. Habría que fusilarlos a todos.