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Crockerman desechó aquello con un gesto de la mano. Sacó un cigarro de su bolsillo, luego preguntó con una inclinación de cejas si alguien compartía su vicio. Educadamente, todos los reunidos alrededor de la mesa declinaron la invitación. Crockerman mordisqueó la punta del cigarro y lo encendió con un antiguo Zippo de plata.

—Tengo entendido, que consiguió usted una autorización para entrar en las bases militares y los laboratorios de investigación.

—Sí —dijo Hicks.

—Sin embargo, no es usted ciudadano de los Estados Unidos.

—No, señor presidente.

—¿Es un riesgo de seguridad, Carl? —preguntó Crockerman a McClennan.

El asesor de Seguridad Nacional agitó la cabeza, con los labios fruncidos.

—Excepto el hecho de ser extranjero, sus informes son buenos.

Lehrman se inclinó hacia delante y dijo:

—Señor presidente, creo que esta conversación debería terminar aquí. El señor Hicks no posee autorización formal y…

—Maldita sea, Otto, es un hombre inteligente. Estoy interesado en su opinión.

—Señor, podemos encontrar y autorizar a todo tipo de expertos para que usted hable con ellos —dijo McClennan—. Este tipo de cosas es contraproductivo.

Crockerman alzó lentamente la vista hacia McClennan, los labios fuertemente fruncidos.

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta que esta máquina empiece a desmantelar la Tierra?

El rostro de McClennan enrojeció.

—Nadie lo sabe, señor presidente —dijo.

Hicks envaró la espalda y miró a su alrededor en la mesa.

—Disculpe —dijo —, pero…

—Entonces, Carl —prosiguió Crockerman—, ¿no es la manera formal y consumidora de tiempo la contraproducente?

McClennan miró a Lehrman, como suplicándole. El secretario de Defensa alzó ambas manos.

—Usted es el jefe, señor —dijo.

—Dentro de unos ciertos límites, sí —admitió malhumoradamente Crockerman—. He decidido confiar en el señor Hicks.

—El señor Hicks, si me permite decirlo, es una celebridad en los medios de comunicación —apuntó Rotterjack—. No ha efectuado ninguna investigación, y sus cualificaciones son puramente como periodista y escritor. Estoy sorprendido, señor, de que extienda usted ese tipo de privilegio a un periodista.

Hicks, con los ojos entrecerrados, no dijo nada. La suave y soñadora sonrisa del presidente regresó.

—¿Ha terminado usted ya, David?

—Podría ser un riesgo, señor. Estoy de acuerdo con Carl y Otto. Todo esto es altamente irregular y peligroso.

—Le pregunté si había terminado.

—Sí.

—Entonces déjeme repetirlo de nuevo. He decidido confiar en el señor Hicks. Supongo que su pase de seguridad será procesado inmediatamente.

McClennan rehuyó los ojos del presidente.

—Haré que se ocupen ahora mismo de ello.

—Estupendo. Señor Gordon, señor Feinman, no estoy expresando ninguna duda acerca de sus capacidades. ¿Ponen alguna objeción al señor Hicks?

—No, señor —dijo Arthur.

—Yo no tengo nada contra los periodistas o escritores —dijo Harry—. Por muy desacertada que considere la novela del señor Hicks.

—Estupendo. —Crockerman meditó unos instantes, luego asintió y dijo—: Creo recordar que rechazamos la petición de Arthur de incluir en nuestro equipo a un tal señor Dupres, simplemente porque es extranjero. Espero que a ninguno de ustedes le importe una ligera inconsistencia ahora…

»Tenemos realmente un aparecido, señor Hicks. Nos ha dejado un visitante extraterrestre al que llamamos el Huésped. El Huésped es un ser vivo, no un robot ni una máquina, y nos dice que condujo una nave espacial desde su mundo a éste. Pero… —El presidente le contó a Hicks la mayor parte de la historia, incluida su versión de la advertencia del Huésped. De nuevo, nadie le corrigió.

Hicks escuchó atentamente, con el rostro blanco. Cuando Crockerman hubo terminado, dando chupadas a su cigarro y arrojando un glóbulo de humo en expansión, Hicks se inclinó hacia delante, apoyando los codos sobre la mesa.

—Que me condene —dijo, en voz muy baja y deliberadamente casual.

—Eso es lo que nos ocurrirá a todos si no decidimos qué hacer, y pronto —dijo Crockerman. Todos los demás estuvieron de acuerdo. Aquella era la función del presidente, y muy pocos, si acaso había alguno, se sentían felices con ella.

—Ustedes están hablando con los australianos. Ellos saben acerca de esto, por supuesto —dijo Hicks.

—Todavía no se lo hemos dicho —admitió Crockerman—. Estábamos preocupados por los efectos que podía tener la noticia sobre nuestra gente si se divulgaba.

—Por supuesto —dijo Hicks—. Yo…, tampoco sé lo que haría. Parece que hemos metido el pie en un auténtico avispero, ¿no?

Crockerman apagó su cigarro a medio fumar.

—Regreso a Washington mañana por la mañana, señor Hicks. Me gustaría que usted viniera conmigo. Usted también, señor Gordon. Señor Feinman, comprendo que usted no podrá acompañarnos. Tiene una importante cita médica en Los Angeles.

—Sí, señor presidente.

—Entonces, si no le importa, después de su tratamiento…, y mis sinceros deseos de que todo vaya bien en él, me gustaría que recomendara usted a un grupo de científicos para que se entrevisten con el Huésped, efectúen un interrogatorio más extenso… Eso no suena bien, ¿verdad? Hacer más preguntas. Ese equipo será nuestro enlace con los científicos australianos. Carl, me gustaría que arreglara usted con los australianos el que uno de sus investigadores volara a Vandenberg e interviniera en esas sesiones.

—¿Vamos a compartir con los australianos entonces, señor? —preguntó Rotterjack.

—Creo que es el único enfoque racional.

—¿Y si se muestran reluctantes a compartir nuestra idea de la seguridad?

—Treparemos el muro cuando lleguemos a él.

Un joven de aspecto cansado con un traje gris entró en el comedor y se acercó a Rotterjack. Le tendió al asesor científico un trozo de papel y retrocedió unos pasos, clavando nerviosamente los ojos en torno a la mesa. Rotterjack leyó el papel, las arrugas en torno a su boca y en su frente se hicieron más profundas.

—El coronel Phan nos envía un mensaje —dijo—. El huésped murió a las dieciocho horas de esta tarde. Phan realizará una autopsia a medianoche. Se solicita que el señor Feinman y el señor Gordon asistan a ella.

Hubo un largo silencio en torno a la mesa.

—Señor Gordon, puede ir usted, y luego, por favor, acuda a Washington tan pronto como le sea posible —dijo Crockerman. Depositó su servilleta junto a su plato, echó hacia atrás su silla en la cabecera de la mesa y se puso en pie. Parecía muy viejo a la tenue luz del comedor—. Esta noche me retiraré pronto. El día ha sido agotador, y todavía queda mucho en que pensar. David, Carl, por favor, asegúrense de que el señor Hicks se encuentre cómodo.

—Sí, señor —dijo McClennan.

—Y, Carl, asegúrese de que el personal de aquí se da cuenta de lo mucho que apreciamos sus servicios pese a los inconvenientes que les hemos causado.

—Sí, señor.

PERSPECTIVA

AAP/UK Net, 8 de octubre de 1996; Woomera, Iglesia Local de Nueva Australia:

El reverendo Brian Caldecott ha proclamado que los extra-terrestres australianos son unos «patentes fraudes». Caldecott, conocido desde hace mucho por sus feroces arengas contra toda forma de gobierno, y por conducir a sus discípulos a un regreso al «Jardín del Edén», que afirma que estuvo localizado en su tiempo en las inmediaciones de Alice Springs, acudió a Woomera con una caravana de treinta Mercedes-Benz blancos para efectuar un mitin esta tarde. «Esos “alienígenas” son el intento del Partido del País de engañar a todos los ciudadanos del mundo, y convertir al gobierno australiano, bajo el primer ministro Stanley Miller, en el centro de un gobierno mundial, lo cual, por supuesto, deploro.» La cruzada de Caldecott sufrió un retroceso en sus relaciones públicas el año pasado cuando se descubrió que estaba casado con tres mujeres. La iglesia de Nueva Australia declaró inmediatamente que la bigamia era un principio religioso, agitando aún más un guiso legal que ya estaba bastante inestable.