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—En absoluto —dijo Hicks—. Pero primero debo dejar muy clara mi situación. Soy periodista. Vine aquí en busca de una historia. Todo esto…, su petición de que me quede aquí, en vez de ser echado a patadas con los demás, resulta…, bien, resulta extraordinario. Honestamente debo decirle que, bajo las circunstancias, yo… —No supo qué decir a continuación, y se quedó mirando a los intensos ojos castaños de Crockerman. Alzó la mano e hizo un gesto vago hacia la puerta del comedor—. No se confía en mí aquí, y es lógico. Soy un intruso.

—Es usted un hombre con imaginación y perspicacia —dijo Crockerman—. Los demás son simplemente expertos. El señor Gordon y el señor Feinman son expertos y tienen imaginación, y el señor Gordon ha estado muy cerca de este tipo de problema, como administrador del BETC. Quizás haya estado demasiado cerca, no lo sé. He estado preguntándome si estamos enfrentándonos realmente o no con extraterrestres, como él quiere hacernos creer. Usted posee distanciamiento, una perspectiva nueva que tal vez me resulte muy útil.

—¿Cuál es mi situación oficial, mi papel? —preguntó Hicks.

—Obviamente, no puede usted publicar la historia en estos momentos —dijo Crockerman—. Quédese aquí, trabaje con nosotros hasta que la historia esté madura para ser difundida al público. Sospecho que vamos a tener que hacerla pública pronto, aunque Carl y David muestran un profundo desacuerdo. Si la lanzamos al público, usted tendrá su exclusiva. Dará el primer golpe.

Hicks frunció el ceño.

—¿Y nuestras conversaciones?

—Por el momento, todo lo que nos digamos el uno al otro no será discutido en ninguna otra parte. Más tarde, en el relato global de la historia, en nuestras memorias o en cualquier otra parte… —Crockerman asintió a las paredes—. Ningún problema.

—Me gustaría saber algunos detalles más —dijo Hicks—, especialmente si el señor Rotterjack y el señor McClennan o el señor Lehrman poseen control sobre mí o mi historia. Pero por el momento, estoy de acuerdo. No informaré de lo que nos digamos particularmente el uno al otro.

Crockerman depositó los papeles sobre la mesa, delante de él.

—Bien, éstos son mis pensamientos. O bien hemos sido invadidos dos veces durante este último año, o alguien nos está mintiendo.

—La elección parece estar entre la condenación y una política de amistad espacial —dijo Hicks.

El presidente asintió.

—He efectuado algunos diagramas lógicos. —Le tendió la primera hoja de papel—. Diagramas de Venn. Restos limitados de mis días de matemáticas universitarias. —Sonrió—. Nada complicado, sólo algunos esquemas para ayudarme a perfilar las posibilidades. Apreciaría sus críticas.

—De acuerdo. —Hicks contempló el papel que le tendía el presidente. Breves anotaciones de escenarios posibles, encerradas en círculos separados y que se intersectaban.

—Si esas dos naves espaciales tienen orígenes similares, veo varias posibilidades. Primera, los australianos están enfrentándose a un grupo escindido de extraterrestres, una especie de facción disidente. Pero nuestra información es correcta, y el objetivo primordial de toda la misión es destruir la Tierra, y el Huésped representa realmente a los supervivientes de su última conquista. ¿De acuerdo conmigo hasta ahora?

—Sí.

—Segundo —prosiguió el presidente—, estamos enfrentándonos a dos acontecimientos separados, que por algún azar literalmente astronómico se han producido simultáneamente. Dos grupos de alienígenas, completamente independientes o sólo marginalmente conectados entre sí. O tercero, no nos estamos enfrentando en absoluto a alienígenas, sino tan sólo a emisarios.

Harry alzó una ceja.

—¿Emisarios?

—No me siento completamente cómodo con la enormidad del universo. —Crockerman no dijo nada durante diez o quince segundos, contemplando la mesa, su rostro pasivo pero sus ojos mirando arriba y abajo entre la vela y su taza de café—. Supongo que usted sí.

—Soy humano —dijo Hicks—. También me siento limitado. Acepto la enormidad sin comprenderla o sentirla realmente.

—Eso hace que me sienta mejor. Entonces no lo estoy haciendo tan mal, ¿no cree? —preguntó Crockerman.

—No, señor.

—Me pregunto si tal vez, cartografiando nuestro universo desde una perspectiva científica, no habremos perdido algo…, la conciencia de… —Hizo de nuevo una pausa, buscando las palabras adecuadas—. Transgresiones. Si no estaremos pensando en Dios como en una inteligencia superior, no humana, pero que exige ciertas obediencias… ¿Me sigue?

Hicks asintió una sola vez.

—Quizá ya no estemos satisfaciendo su inteligencia superior. Él, o para decirlo más exactamente Ello, envía Sus emisarios, sus Ángeles si lo prefiere, para que blandan el tipo de espada que somos capaces de comprender. El final de la Tierra. —Crockerman alzó los ojos para cruzarlos con los de Hicks.

La camarera les trajo el desayuno y preguntó si deseaban más café. Crockerman dijo que no; Hicks aceptó otra taza. Cuando se hubo marchado, Hicks investigó su tortilla con un tenedor; ya no tenía hambre. Notaba su estómago anudado, ácido. Se daba cuenta de que una especie de pánico se estaba apoderando de él.

—Nunca me he sentido cómodo con las interpretaciones religiosas —dijo.

—¿Debemos clasificar esto como una interpretación religiosa? ¿No podría ser más fácilmente una alternativa a las teorías de alienígenas conflictivos o invasores sectarios?

—No estoy seguro de cuál es su teoría.

—«El dedo ejecutor». Ésa.

—Ah. «Mene, mene, tekel, upharsin», o lo que sea.

—Exacto. Lo hemos embarullado todo. Polucionado, superarma-do. El siglo XX ha sido un auténtico lío. El siglo más sangriento de toda la historia humana. Más muertes humanas innecesarias que en cualquier otra época.

—No puedo discutir eso —murmuró Hicks.

—Y ahora, hemos salido al exterior. Quizá hemos sido tolerados solamente mientras hemos permanecido en la Tierra. Pero ahora…

—Es una vieja idea —interrumpió Hicks, sintiendo que su inquietud se transformaba rápidamente en irritación.

—¿Significa eso que no es válida?

—Creo que hay ideas mejores —dijo Hicks.

—Ah —murmuró Crockerman, sin tocar tampoco su desayuno—. Pero ninguna de ellas me convence. Soy el único juez en el que puedo confiar realmente en esta situación, ¿no cree?

—No, señor. Hay expertos…

—En mi carrera política he ignorado el consejo de los expertos durante mucho tiempo, y mi opinión ha prevalecido. Esto me ha hecho distinto de otros aspirantes más estandarizados a mi alto cargo. De todos modos, le garantizo que esta actitud tiene sus riesgos.

—Me estoy perdiendo de nuevo, señor. ¿Qué actitud?

—Ignorar a los expertos. —El presidente se inclinó hacia delante, extendió las manos encima de la mesa, los puños apretados, los ojos húmedos. La expresión de Crockerman era un rictus de dolor—. Le hice al Huésped una pregunta, y recibí una importante respuesta, de entre todas nuestras preguntas… Le pregunté: «¿Cree usted en Dios?», y él respondió: «Creo en el castigo.» —Se reclinó en su asiento, contemplando sus puños; los relajó, se frotó las palmas allá donde sus uñas se habían clavado profundamente—. Eso tiene que tener un significado. Quizás el Huésped proceda de otro mundo, otro lugar donde los transgresores han sido tratados con severidad. Esa cosa ahí fuera en la Caldera…, en el Valle de la Muerte, entre todos los lugares posibles… Nos han dicho que convertirán la Tierra en escoria. Destrucción total. Nos han dicho que no podemos destruirla. De hecho, creo que no podemos.