—Estoy en una cámara cilíndrica —dijo en voz alta—, de unos nueve metros de largo por seis de ancho. Probablemente estoy en el centro del montículo —recurrió a su dibujo—, quizás a unos veinte o veinticinco metros por debajo de la cima. Las paredes son brillantes, como esmalte o plástico o cristal. De color gris oscuro, con un tinte azulado. El túnel se abre cerca de la parte de atrás del cilindro, y en la parte frontal —consultó su mapa—, señalando hacia el noroeste, hay otro espacio, más grande aún. Ninguna señal de habitaciones ni de habitantes. Ninguna actividad.
Se puso en pie en el cilindro, tanteando la superficie con sus botas. Todavía había la suficiente tracción como para caminar fácilmente.
—Voy hacia delante.
Caminó hasta el borde del cilindro, manteniendo la luz enfocada hacia delante. Luego abrió su mochila pectoral y extrajo dos antorchas de alta intensidad. Manteniéndolas lo más alejadas posibles de sus ojos, pulsó los interruptores de ambas.
Con la boca muy abierta, Rogers se enfrentó a una caverna de al menos treinta metros de largo por veinticinco de alto. La cámara cilíndrica exactamente en el centro de un extremo, situándole a unos seis metros por encima del fondo.
—Está llena de pequeñas facetas, como una gema —dijo—. Parecidas a cristal, no espejos, pero brillantes. No sólo facetas tampoco, sino estructuras…, vigas, soportes, tensores. Es como el interior de una catedral, pero hecha de cristal grisazulado. —Tomó varias docenas de fotos con la Hasselblad, luego bajó la cámara y se quedó simplemente mirando, intentando grabarlo todo en su memoria y extraer algún sentido de lo que estaba viendo.
Desde el extremo del cilindro a la adornada y resplandeciente superficie de abajo había una caída de al menos diez metros. No había forma alguna de descender; no había nada a lo que poder atar una cuerda, y ni siquiera se atrevía a intentar martillear un pitón.
—No puedo ir más lejos —dijo—. No hay nada que se mueva. Ningún lugar que pueda llamar habitáculo. Ninguna maquinaria visible, tampoco. Y ninguna luz. Voy a apagar las antorchas y ver si algo sigue brillando luego.
Se sumió en la más completa oscuridad. Por un momento sintió una constricción en la garganta y tosió, y el sonido se quebró en un charlotear de ecos.
—No veo nada —dijo al cabo de unos minutos de oscuridad—. Voy a conectar de nuevo las antorchas para tomar más fotos. —Fue a accionar los interruptores y entonces se detuvo, frunciendo los ojos. Directamente delante, ardiendo de una forma débil pero fija, había una pequeña luz roja, no más que una estrella perdida en la enormidad—. Esperen. No sé si el vídeo puede captarlo. Es muy débil. Sólo una pequeña luz roja, como la cabeza de un alfiler.
Observó el brillo durante algunos minutos más. Todos los movimientos que hizo eran fácilmente explicables por simple ilusión óptica; no cambiaba ni de posición ni de intensidad.
—No creo que la nave esté muerta —dijo—. Simplemente está aguardando. —Agitó la cabeza—. Pero quizás esté saltando a conclusiones, sólo a causa de una pequeña luz roja. —Encendió la linterna de su muñeca y montó una telelente en la Hasselblad, dispuso la cámara para una larga exposición, luego la apoyó en el borde del cilindro, enfocada a la luz roja. Con un botón remoto abrió la lente de la cámara. Cuando hubo completado la exposición, volvió a prepararla para una exposición aún más larga y repitió la operación. Luego volvió a conectar las antorchas y se sentó para llenar su memoria con todos los detalles posibles.
—Todo sigue estando en silencio —dijo.
Al cabo de quince minutos se puso en pie e, instintivamente, se sacudió los pantalones.
—De acuerdo. Voy a volver.
Para su enorme alivio, nada interfirió con su recorrido de regreso.
19
Edward Shaw supo de la muerte del Huésped dos días más tarde, cuando todos recibieron una visita del coronel Phan. Tras ser advertidos con diez minutos de antelación, tiempo que empleó Edward para vestirse rápidamente, las cortinas se corrieron y los cuatro se enfrentaron al pequeño y musculoso hombre moreno con su uniforme azul, de pie en el laboratorio central.
—¿Cuánto tiempo falta todavía, doc? —preguntó Minelli. Se había ido volviendo más y más extravagante, menos predecible, a medida que pasaban los días. Hablaba a menudo del presidente y de cómo pronto iban a ser «sacados de este estercolero». Su modo de hablar se parecía cada vez más a una cómica imitación de James Cagney. Minelli nunca había reaccionado bien a una autoridad dominante. Edward había oído que una vez, años antes de que Minelli llegara a Austin, había sido encarcelado por una acusación menor de drogas, y que se había ensangrentado todo el rostro golpeándolo contra la puerta de la celda. Edward estaba preocupado por él.
—Todos ustedes están sanos, sin el menor signo de contaminación o enfermedad —dijo Phan—. No hay intención de hacerles más pruebas. Creo que ya saben por su oficial de servicio que el Huésped ha muerto. He terminado el primer nivel de la autopsia, y no he encontrado microorganismos en ninguna parte dentro de su sistema. Parece que era una criatura completamente estéril. Esto es una buena noticia para ustedes.
—Nada de bichos, señora —dijo Minelli. Edward hizo una mueca.
—He recomendado que sean puestos ustedes en libertad —dijo Phan, mirándoles fijamente uno a uno, por turno—. Aunque no sé cuándo lo harán. Como dijo el presidente, también se trata de un asunto de seguridad.
Edward vio a Stella Morgan a través de su ventana y le dirigió una sonrisa. Ella no se la devolvió; quizá la luz no era la adecuada y no le vio; quizá se sentía tan deprimida como Reslaw, que últimamente apenas decía nada.
La combinación de libre interacción a través del intercom y el confinamiento separado parecía minar la camaradería que Edward creía que era algo típico de los encerrados en un campo de prisioneros. No se abusaba de ellos. Realmente, no tenían nada sólido contra lo que luchar. Su confinamiento, hasta ahora al menos, no había sido sin sentido. En consecuencia, no se «apiñaban» entre sí, como Edward había creído que harían. Aquí también, nunca antes se había visto en una situación de detención prolongada. Quizá sus expectativas fueran simplemente ingenuas.
—Estamos preparando unos documentos que deberán firmar, prometiendo no hablar con nadie de estos últimos días…
—No pienso firmar nada parecido —dijo Minelli—. No habrá ningún best-seller si firmo algo así. Ni agentes, ni Hollywood.
—Por favor —dijo pacientemente Phan.
—¿Qué hay de Australia? —preguntó Edward—. ¿Están hablando ustedes con ellos?
—Las conferencias empiezan hoy en Washington —dijo Phan.
—¿Por qué la espera? ¿Por qué todo el mundo no empezó a hablar hace semanas?
Phan no respondió directamente.
—Personalmente, espero que todo se haga público pronto —dijo.
Edward intentó controlar una creciente irritación.
—¿Por qué no podemos estar juntos? Sáquenos de aquí y pónganos en unos AOS o algo así.
—¿Y qué demonios es eso? —bufó Minelli.
—Alojamientos para Oficiales Solteros —explicó Edward, temblándole el labio inferior. Estaba empezando a llorar. Controló inmediatamente la respuesta, adoptando un aire de indignada racionalidad—. De veras. Esto es un infierno. Nos sentimos como si estuviéramos en la cárcel.
—Peor. Ni siquiera podemos fabricarnos pistolas y cuchillos de estar por casa —dijo Minelli—. Esto es el culo del mundo. ¡Mamá!