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Había ocurrido en Australia. El sueño estaba vivo.

Y, en California, pesadillas.

El Huésped no parece haber sido diseñado para una vida larga.

Depositó el librito australiano sobre el montón y apagó la luz. En la oscuridad, se disciplinó para respirar regular y superficialmente, dejar su mente en blanco y sumirse en el sueño. Pese a todo esto, tardó en dormirse, y su sueño no fue relajante.

21

11 de octubre

Crockerman, con unos pantalones y una camisa blanca pero sin chaqueta ni corbata, y con una pincelada de lápiz astringente en la barbilla a causa de un corte al afeitarse, entró en la oficina del jefe de su estado mayor e hizo una breve inclinación de cabeza a todos los reunidos allí: Gordon, Hicks, Rotterjack, Fulton, Lehrman, y el propio jefe de estado mayor, el gordo y calvo Irwin Schwartz. Eran las siete y media de la mañana, aunque en la oficina sin ventanas el tiempo apenas tenía importancia. Arthur pensó que nunca iba a poder librarse de las habitaciones pequeñas y de la compañía de burócratas y políticos.

—Les he llamado aquí para revisar nuestro material sobre el aparecido del Gran Desierto Victoria —dijo Crockerman—. Ya han leído ustedes su folleto, supongo. —Todos asistieron—. A petición mía, el señor Hicks ha prestado el juramento correspondiente, y ha sido procesada la autorización…

Rotterjack parecía dispéptico.

—Ahora es uno de los nuestros. ¿Dónde está Carl?

—Supongo que en medio del tráfico todavía —dijo Schwartz—. Llamó hace media hora y dijo que llegaría unos minutos tarde.

—De acuerdo. No tenemos mucho tiempo. —Crockerman se puso en pie y paseó arriba y abajo ante ellos—. Yo me ocuparé de su parte. Tenemos a «uno o más» agentes en la roca australiana. No necesito decirles lo delicado que es este hecho, pero tómenlo como un recordatorio…

Rotterjack lanzó una mirada muy significativa a Hicks. Hicks la recibió con toda tranquilidad.

—Irónicamente, la información que nos ha sido transmitida sólo confirma lo que los australianos han estado diciendo en público. Todo es optimista en lo que a ellos se refiere. Vamos a entrar en una nueva era de descubrimientos. Los robots ya han empezado a explicar su tecnología. ¿David?

—Los australianos nos han pasado algo de la información sobre física que los robots les han dado —dijo Rotterjack—. Es completamente esotérica; tiene que ver con la cosmología. Un par de físicos australianos han dicho que las ecuaciones se refieren a la teoría de las supercuerdas.

—Sea eso lo que sea —dijo Fulton.

Rotterjack hizo una mueca casi maliciosa.

—Es muy importante, general. De acuerdo con su petición, Arthur, he pasado las ecuaciones a Mohammed Abante, de la Universidad de Pepperdine. Está reuniendo a un equipo de sus colegas para examinarlas y, esperamos, emitir un informe dentro de pocos días. Los robots no han sido confrontados con el hecho de la existencia de nuestro aparecido. Es posible que los australianos deseen que seamos nosotros quienes se lo digamos.

Carl McClennan entró en la oficina, el gabán colgado del brazo y el maletín portadocumentos medio oculto entre los pliegues. Miró a su alrededor, vio que no había sillas disponibles aparte las dos reservadas para los australianos, y se quedó de pie junto a la pared del fondo. Hicks se preguntó si no debería levantarse y cederle su asiento al asesor de Seguridad Nacional, pero decidió que con ello no iba a ganarse su afecto.

Crockerman transmitió a McClennan un breve resumen de lo hablado hasta entonces.

—Ayer por la noche terminé la primera ronda de negociaciones con los jefes de su equipo y sus expertos de inteligencia —dijo McClennan—. La discusión de hoy entre los australianos y nosotros puede ser abierta y franca. No hay ningún territorio prohibido.

—Espléndido —dijo Crockerman—. Lo que me gustaría elaborar, caballeros, es una forma de presentar todos los hechos al público dentro del término de un mes.

McClennan palideció.

—Señor presidente, no hemos hablado de… —Esta vez tanto Rotterjack como McClennan lanzaron miradas inquietas a Hicks. Hicks mantuvo su rostro impasible: Ésta no es mi función, caballeros.

—No hemos hablado de ello, cierto —admitió Crockerman, casi sin darle ninguna importancia—. Sin embargo, éste tiene que ser nuestro principal objetivo. Estoy convencido de que las noticias no tardarán en filtrarse, y es mejor que nuestros ciudadanos conozcan los hechos de boca de personas cualificadas que de chismorreos por la calle, ¿no creen?

Reluctante, McClennan dijo que sí, pero su rostro siguió tenso.

—Estupendo. Los australianos estarán en la Oficina Oval dentro de quince minutos. ¿Tienen ustedes alguna pregunta, algo en lo que no estén de acuerdo, antes de que nos reunamos con ellos?

Schwartz alzó la mano y agitó los dedos.

—¿Irwin?

—Señor presidente, ¿todavía no están Tom Jacks o Rob Tishman en nuestras listas? —preguntó Schwartz. Jacks estaba a cargo de las relaciones públicas. Tishman era el secretario de prensa de la Casa Blanca—. Si vamos a hacerlo realmente público dentro de un mes, o aunque sólo pensemos en ello, Rob y Tom necesitarán algo de tiempo.

—Todavía no están en la lista; mañana lo estarán. En cuanto a nuestro estimado vice… —Crockerman frunció el ceño. El vicepresidente Frederick Hale había caído en desgracia con el presidente hacía tres meses; ahora apenas se hablaban. Hale se había metido en algunos asuntos desagradables en Kansas; el escándalo había dominado los periódicos durante dos semanas y casi había dado como resultado el que Hale fuera «arrojado a los lobos». Hale, tan escurridizo como cualquiera en la Capital, había salido un poco mal parado de la tormenta, pero la había capeado—. No veo ninguna razón para ponerlo en la lista en estos momentos. ¿Y ustedes?

Nadie indicó que lo creyera necesario.

—Entonces vamos a la Oficina Oval.

22

Sentados en sendas sillas en torno al escritorio del presidente, los hombres escucharon atentamente mientras Arthur resumía los hallazgos científicos. Los australianos, ambos jóvenes y de aspecto vigoroso, muy bronceados en contraste con los pálidos rasgos de los americanos que les rodeaban, se mostraron serenamente imperturbables ante lo que Arthur acababa de decirles.

—En pocas palabras, pues —concluyó éste—, no tenemos razón para creer que nuestro Huésped no fuera sincero. El contraste entre nuestras experiencias es muy agudo.

—Eso es cierto —dijo Colin Forbes, el mayor en edad y grado de los dos. Forbes acababa de cumplir los cuarenta, tenía la piel curtida y era vigoroso, con un pelo rubio casi blanco. Llevaba una chaqueta deportiva azul claro y pantalones blancos, y olía fuertemente a after-shave—. Puedo ver por donde van los tiros. Aquí estamos nosotros, trayendo un mensaje de esperanza y de gloria, y su hombrecillo verde les dice a ustedes que todo es falso. No estoy seguro de cómo podemos resolver la discrepancia.

—¿No resulta obvio? —indicó Rotterjack—. Enfrentemos a sus robots con lo que se nos ha dicho a nosotros.

Forbes asintió y sonrió.

—¿Y si ellos lo niegan todo, y si dicen que no saben de qué estamos hablando?

Rotterjack no respondió a aquello.

Gregory French, el australiano más joven, con un pelo negro limpiamente cortado y peinado y vestido con un traje gris estándar, se puso en pie y carraspeó. Evidentemente no se sentía cómodo en aquella compañía de tan alto nivel. Para Arthur tenía el aspecto de un tímido estudiante.