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—Perfectamente claro —dijo Rotterjack—. Nos gustaría estar de acuerdo con usted. —Miró a Arthur.

—Pero no podemos —dijo Arthur.

—Por el momento, pues, un desacuerdo amistoso y una mente abierta. Caballeros, tenemos un helicóptero aguardando.

A la luz de última hora de la mañana, los colores de la Roca se habían fundido a un brillante bermellón con franjas ocres. Arthur miró a través de las redes concéntricas de pequeños arañazos de las ventanillas de plexiglás del helicóptero y agitó la cabeza.

—El detalle es sorprendente —gritó por encima del zumbido de los chorros y el golpetear de las aspas.

Warren asintió, con los ojos fruncidos contra el repentino resplandor del sol.

—Es granito, sí, pero no hay exfoliación. Las franjas son verticales, lo cual no encaja en absoluto con esta zona…, es más apropiado de Ayers Rock que de aquí. ¿Y dónde está la erosión del viento, los huecos y depresiones? Es una imitación razonablemente convincente…, a menos que seas geólogo. Pero mi pregunta es: ¿por qué todos estos problemas para camuflar la Roca, cuando sabían que iban a salir a darse a conocer?

—No han respondido explícitamente a varias de nuestras preguntas —admitió Bent—. Directamente debajo de nosotros está la abertura por la que salen nuestros shmoos para conferenciar con nosotros. Hemos localizado otras dos aberturas, ambas muy pequeñas…, no más de un metro de ancho. Nada ha emergido de ellas. No hemos enviado a nadie al interior para investigar las aberturas. Creemos que es mejor confiar en ellos…, no hay que mirar la dentadura de un caballo regalado, ¿verdad?

Arthur asintió, dubitativo.

—¿Qué hubieran hecho ustedes? —preguntó Bent, dejando entrever un asomo de irritación y perplejidad.

—Lo mismo, probablemente —dijo Arthur.

El helicóptero trazó un par de círculos encima de la Roca y luego se posó al lado del remolque de conferencias. El ruido del motor decreció a un rítmico gruñir y las palas giraron lentamente. Arthur, los australianos y Rotterjack cruzaron la zona de polvo rojo y gravilla hasta el remolque gris y blanco. Se alzaba un metro sobre el suelo, apoyado en gruesas patas de hierro y bloques de cemento, con las ocho ruedas colgando tristemente.

Bent extrajo un llavero y abrió la puerta de aluminio pintada de blanco, dejando entrar a Gordon, Rotterjack y Warren pero pasando delante de Forbes y French. Dentro, el acondicionador de aire zumbaba suavemente. Arthur se secó la frente con un pañuelo y expresó su alivio ante el fresco ambiente. Forbes y French trajeron sillas a la mesa de conferencias. French conectó un monitor, y se sentaron para observar la abertura en la Roca, esperando ansiosamente a que aparecieran los shmoos.

—¿Han pedido alguna vez viajar a otra parte? —preguntó Arthur.

—No —respondió Bent—. Como ya he dicho, nunca abandonan las inmediaciones.

—¿Y no han revelado si pronto van a aterrizar más?

—No.

Arthur alzó las cejas. Tres objetos resplandecientes con forma de calabaza emergieron de pronto del agujero de dos metros de ancho y descendieron hasta flotar entre treinta y cuarenta centímetros por encima del irregular suelo. Oscilando y cabeceando graciosamente, los shmoos atravesaron el medio kilómetro que separaba el remolque de la Piedra, uno al lado del otro, recordando a Arthur tres pistoleros del Oeste acercándose para un arreglo de cuentas.

Se dio cuenta de que le temblaban las manos. Rotterjack se inclinó hacia Arthur y dijo con toda sinceridad:

—Estoy asustado. ¿Y usted?

Bent les miró a ambos con una cansada y ambigua expresión.

Lo hemos traído a nuestra pesadilla. Era inocente hasta que llegamos nosotros. Estaba en el cielo de los científicos.

Una amplia portilla se abrió en el lado opuesto del remolque, dejando entrar un soplo de aire caliente y el cálido y polvoriento olor de la vegetación. Al resplandor exterior de la luz del sol, los shmoos ascendieron una amplia rampa y flotaron al interior del remolque, deteniéndose en el lado opuesto de la mesa de conferencias. La portilla se cerró de nuevo. El compresor del aire acondicionado sonó un poco más fuerte en el techo.

Arthur examinó los resplandecientes robots. Más allá de su forma y del opaco brillo metálico azulado de sus superficies, carecían de rasgos distintivos; no había aparatos sensores visibles, ni rejillas para producir sonidos, ni brazos extensibles. Nada.

Bent se inclinó hacia delante.

—Bienvenidos. Éste es nuestro decimoquinto encuentro, y esta vez he invitado a tres huéspedes a que asistan a él. Más adelante asistirán otros. ¿Se encuentran ustedes bien? ¿Todo es satisfactorio?

—Todo es satisfactorio —respondió el robot del centro. Su voz era ambiguamente de tenor, ni masculina ni femenina. Las inflexiones y el acento australiano asumido eran perfectos. Arthur pudo imaginar fácilmente a un joven culto y próspero detrás de aquella voz.

—Esos caballeros, David Rotterjack, Charles Warren y Arthur Gordon, han viajado desde nuestra nación aliada, los Estados Unidos de América, para hablar con ustedes y formularles importantes preguntas.

—Nuestra bienvenida al señor Rotterjack y al señor Warren y al señor Gordon. Aceptaremos todas las preguntas.

Rotterjack parecía asombrado. Puesto que era claramente incapaz de hablar el primero, Arthur miró directamente al shmoo del centro y dijo:

—Tenemos un problema.

—Sí.

—En nuestro país hay un dispositivo similar al suyo, camuflado como un cono de escoria volcánica. De ese dispositivo emergió un ser biológico. —Relató concisamente los acontecimientos subsiguientes, maravillándose de su aparente tranquilidad—. Resulta claro que la historia de ese ser contradice la de ustedes. ¿Podrían explicarnos, por favor, esas contradicciones?

—Tampoco tienen sentido para nosotros —dijo el robot de en medio. Arthur controló un ansia repentina de alzarse y echar a correr; el tono de la máquina era suave, completamente controlado, de alguna forma superior—. ¿Está seguro de sus hechos?

—Tan seguro como podemos estarlo —dijo Arthur, sintiendo que su urgencia de huir era reemplazada por la irritación, luego por la furia. Realmente están empleando prácticas obstruccionistas. ¡Maldita sea!

—Esto es muy desconcertante. ¿Tiene imágenes de esos acontecimientos, o algún otro tipo de información registrada que podamos examinar?

—Sí. —Arthur colocó su maletín sobre la mesa y extrajo un fajo de fotos a color. Extendió las fotos delante de los shmoos, que no hicieron ningún movimiento aparente para examinarlas.

—Hemos registrado su evidencia —dijo el robot central—. Seguimos estando desconcertados. ¿Esto quizá sea atribuible a alguna fricción entre sus naciones?

—Como ha dicho el señor Bent, nuestras naciones son aliadas. Hay muy poca fricción entre nosotros.

La habitación permaneció en silencio durante varios segundos. Luego Rotterjack dijo:

—Creemos que ambos dispositivos, el suyo y el objeto con forma de cono de escoria de California, están controlados por el mismo… grupo de personas. ¿Pueden demostrarnos ustedes que estamos equivocados?

—¿Grupo? ¿Implica usted que el otro, si existe, es controlado por nosotros?