Sand reunió una lista de hipótesis, y reveló sinceramente una a Samshow cuando estuvieron a solas.
—En realidad es sencillo —dijo en la cocina, sobre un desayuno tardío de carne picada y tostadas con mantequilla—. Hice algunos cálculos y comparé los gráficos de los tres aparatos. Los tres tubos no están en realidad lo bastante alejados unos de otros como para hacer que los resultados sean definitivos, pero comprobé el registro digital de cada pico y hallé un intervalo de tiempo muy pequeño entre ellos. Sólo puedo explicar ese intervalo de una forma. Efectuando un análisis de marea, y restando la reacción del barco como un objeto sometido a la gravedad, las marcas muestran una enorme masa, de aproximadamente cien millones de toneladas, pasando en arco por encima.
—¿Desde qué dirección? —preguntó casualmente Samshow.
—Del norte, creo.
—¿A qué distancia?
—Cualquiera entre los cien y los doscientos kilómetros.
Samshow meditó aquello durante unos momentos. Hubiera sido lo que hubiera sido la bola de fuego, había sido algo demasiado pequeño para que su masa se acercara ni remotamente a las cien toneladas, y mucho menos a los cien millones. Hubiera esparcido el Pacífico como el café de una taza si hubiera sido un meteoro del tamaño de una montaña.
—De acuerdo —dijo—. Lo ignoraremos. Oficialmente es una anomalía.
—¿En todos los gravímetros? —preguntó Sand, sonriendo detestablemente.
PERSPECTIVA
Comentarista Agnes Linder, de la NBC National News, 2 de noviembre de 1996:
El último y retorcido giro de un retorcido año de elecciones presidenciales, la llegada de visitantes del espacio, casi desafía toda imaginación. Los ciudadanos de los Estados Unidos, demuestran los más recientes sondeos, se hallan en un estado de rígida incredulidad.
Los extraterrestres australianos han llegado a la Tierra demasiado pronto, han dicho algunos expertos; no estamos preparados para ellos, y no podemos empezar a comprender lo que pueden desear de nosotros.
El candidato presidencial Beryl Cooper y su compañero de campaña, Edgar Farb, han pasado a la ofensiva, acusando al presidente Crockerman de estar ocultando información proporcionada por los australianos, y preguntándose si de hecho los Estados Unidos no se hallan detrás de la destrucción —algunos dicen autodestrucción— de los representantes robot del Gran Desierto Victoria.
El pueblo norteamericano no se siente impresionado por estas acusaciones. ¿Cuántos de nosotros, me pregunto, poseen alguna respuesta concreta, emocional o racional? El escándalo de la destrucción de los extraterrestres se niega a ser difundido; las acusaciones del gobierno australiano de complicidad norteamericana han sido prácticamente ignoradas en todo el mundo.
Hemos vivido nuestras vidas en un planeta que no ha sido molestado por fuerzas exteriores, y ahora nos vemos obligados a expandir enormemente nuestra escala de pensamiento. La tradición liberal occidental ha animado un tipo de política interna, autocrítica, conservadora en el auténtico sentido de la palabra, y el presidente Crockerman es el heredero de esta tradición. La política expansiva más previsora de Cooper y Farb todavía no ha pulsado una cuerda sensible en los norteamericanos, si tenemos que creer el más reciente sondeo de la NBC, que da a Crockerman un firme 30 por ciento de ventaja justo tres días antes de que los votantes acudan a las urnas. Y esto sin que el presidente emita ningún comunicado o presente ninguna política concreta respecto a los incidentes del Gran Desierto Victoria.
26
La señora Sarah Crockerman llevaba un solemne traje gris elegantemente hecho a la medida. Su denso pelo castaño estaba cuidadosamente peinado, y mientras servía a Hicks una taza de café éste vio que sus manos estaban inmaculadamente manicuradas, las uñas pintadas de bronce metálico, resplandeciendo suavemente a la grisácea luz invernal que penetraba por las ventanas panorámicas detrás de la mesa del comedor. El comedor estaba amueblado con madera de teca danesa color café, de una forma sobria pero cómoda. Más allá de las ventanas del segundo piso se extendía la amplia extensión verde del Jardín Botánico Nacional de los Estados Unidos.
Excepto un agente del Servicio Secreto asignado a Hicks, un hombre de rostro impasible llamado Butler, estaban a solas en el apartamento de Summit Street.
—El presidente mantuvo alquilado este piso en gran parte por mi insistencia —dijo la mujer, volviendo a colocar la cafetera sobre su tapete de punto. Le tendió la taza de café y se sentó en la silla situada oblicuamente con respecto a él, con sus rodillas enfundadas en nailón empujando contra la mesa mientras se volvía hacia Hicks—. Poca gente sabe que exista. Él piensa que tal vez podamos seguir manteniendo el secreto otro mes o dos. Después de eso será menos mi escondite privado, pero seguirá estando aquí. Espero que se dé cuenta de lo mucho que significa este secreto para mí.
Butler había salido a telefonear y ahora estaba de pie junto a la ventana, mirando hacia la puerta. Hicks pensó que parecía un bull-dog, y la señora Crockerman un perro de lanas moderadamente rechoncho.
—Mi esposo me ha contado sus preocupaciones, naturalmente —dijo—. No puedo decir que comprenda todo lo que está pasando, o… que esté de acuerdo con todas sus conclusiones. He leído los informes, la mayor parte de ellos, y el documento que usted preparó para él. No le está escuchando, supongo que ya lo sabe.
Hicks no dijo nada, mirando por encima del borde de su taza. El café era muy bueno.
—Mi esposo es así de peculiar. Mantiene a sus asesores mucho tiempo después de que hayan servido para su propósito o haga caso de sus consejos. Intenta mantener una apariencia de imparcialidad y una mente abierta, con todas esas personas a su alrededor que no están de acuerdo con él. Pero muy a menudo no escucha. No le está escuchando a usted ahora.
—Me doy cuenta de ello —dijo Hicks—. He sido trasladado fuera de la Casa Blanca. A un hotel.
—Así me ha informado mi secretario. ¿Está aún a su disposición si el presidente le necesita?
Hicks asintió.
—Estas elecciones deben haber sido un infierno para él, pese a que no ha hecho una campaña dura. Su «estrategia». Dejemos que Beryl Cooper se cuelgue él mismo. Todavía no está acostumbrado a ser el que manda.
—Mis simpatías —dijo Hicks, preguntándose adónde quería ir a parar la mujer.
—Deseaba advertirle a usted. Mi esposo está pasando mucho tiempo con un hombre cuya presencia en la Casa Blanca, en especial durante la campaña, nos altera a muchos de nosotros. ¿Ha oído hablar alguna vez de Oliver Ormandy?
Hicks negó con la cabeza.
—Es muy conocido en los círculos religiosos americanos. Es muy inteligente, como suelen serlo ese tipo de hombres. Ha mantenido su rostro fuera de la política, y fuera de las noticias, durante los últimos años. Todos los demás estúpidos —prácticamente escupió la palabra— se han convertido en payasos ante el ojo de cíclope de los medios de comunicación, pero no Oliver Ormandy. Conoció por primera vez a mi esposo durante la campaña, en una cena celebrada en la Universidad Robert James. ¿Conoce ese lugar?
—¿Es donde pidieron permiso para armar a sus guardias de seguridad con metralletas?
—Sí.
—¿Está Ormandy a cargo de eso?
—No. Deja esas cosas a uno de los payasos aullantes. Él da la bienvenida a los políticos entre bastidores. Ormandy es completamente sincero, ¿sabe? ¿Más café?