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—Nosotros mismos podemos matar toda la vida que existe sobre la Tierra, si decidimos hacerlo —le recordó Hicks.

—Sí, pero el Huésped habló de no dejar nada detrás excepto escombros. ¿Es eso posible?

—Supongo que sí. Sólo es necesario liberar la energía suficiente para situar la mayor parte de la masa de la Tierra en una órbita distinta o, por decirlo de otro modo, proporcionarle la velocidad de escape. Esto significa una terrible cantidad de energía.

—¿Cuánta? ¿Podemos conseguirla nosotros?

—No lo creo. No con todas las armas nucleares que tenemos ahora. Ni siquiera podemos empezar.

—¿Cuán avanzada tendría que estar una…, Jesús, una civilización para hacer eso?

Hicks se encogió de hombros.

—Si trazamos una línea de desarrollo recta desde donde nos encontramos ahora nosotros, incrementando el ritmo de los avances más espectaculares, quizás un siglo, quizá dos.

—¿Podemos enfrentarnos a ellos? ¿Si poseen esa habilidad?

Hicks agitó la cabeza, inseguro. McClennan tomó la respuesta por una negativa.

—Así que él presenta las cosas tal como las ve. No hay salida. ¿Y si no están aquí para destruir la Tierra, sino sólo para confundirnos, hacer que nos echemos atrás, impedir que compitamos…, ya sabe, como hubiéramos podido hacer nosotros con los japoneses, si hubiéramos sabido hasta donde iban a llegar, en el siglo XX…?

—Los alienígenas están haciendo un buen trabajo en eso, ciertamente.

—Correcto. —McClennan se puso en pie de nuevo.

—¿Qué va a hacer usted?

El ex asesor de Seguridad Nacional contempló inexpresivamente a través de la ventana. Su expresión le recordó a Hicks la del rostro de la señora Crockerman. Pálida, rayana en la desesperación, más allá de las lágrimas.

—Trabajaré entre bastidores para intentar salvar su culo —dijo McClennan—. Y lo mismo hará Rotterjack. Malditos seamos todos, estamos dedicados a ese hombre. —Alzó un puño—. Cuando hayamos terminado con esto, ese hijo de puta de Ormandy no sabrá lo que ha ocurrido. Va a ser un albatros muerto.

28

Con tres horas por delante hasta su vuelo a Las Vegas, Arthur decidió que tenía tiempo de tomar un taxi hasta casa de Harry en Cheviot Hills.

El taxi le condujo por la autopista de San Diego y a través de un brillantemente decorado pero empobrecido barrio de Los Ángeles.

—¿Ha oído ya lo que ha dicho el presidente, amigo? —preguntó el taxista, mirando a Arthur por encima del respaldo del asiento.

—Sí —dijo Arthur.

—¿No cree que es impresionante lo que dijo? Creo que no voy a mear en una semana. Me pregunto si es todo cierto, o si, ya sabe, el tipo se ha vuelto loco.

—No lo sé —respondió Arthur. Se sentía extrañamente excitado. Todo estaba enfocándose ahora. Podía ver claramente el problema extendido ante él como si fuera un mapa de carreteras. Su debilidad y su resignación se habían desvanecido. Ahora se veía enriquecido por una profunda y convencida furia, su distancia y objetividad arrancadas de cuajo. El aire a través de la ventanilla del taxi era dulce y embriagador.

El teniente coronel Albert Rogers terminó de escuchar la grabación de la emisión y se sentó en la parte de atrás del remolque durante varios minutos, aturdido. Se sentía traicionado. Lo que acababa de decir el presidente no podía ser cierto. Los hombres en la Caldera todavía no habían oído el discurso, pero no había ninguna forma en que pudiera ocultárselo. ¿Cómo podía suavizárselo?

—El bastardo se ha rendido —murmuró—. Simplemente nos ha dejado colgados aquí.

Rogers se puso en pie en la puerta de atrás del remolque y contempló el cono de escoria, oscuro e indefinido a la plena luz de la mañana.

—Puedo meter una bomba nuclear ahora mismo dentro de ese maldito hijo de puta —dijo calmadamente—. Puedo llevarla hasta allí y sujetarla con la mano hasta que estalle.

No sin la autorización del presidente.

En realidad, aquello no era enteramente cierto.

Pero el presidente no les impediría realizar un intento de defenderse…, ¿lo haría? No había llegado a tanto. Simplemente había afirmado que lo consideraba improbable…, ¿cuáles habían sido sus palabras? Rogers regresó al monitor de televisión e hizo retroceder la cinta, «… ha llegado el momento de que todos nosotros recemos fervientemente para la salvación, en cualquier forma que pueda llegar, podamos esperarla o no…» ¿Qué significaba eso?

¿Y quién podía darle ahora las órdenes a Rogers, las órdenes adecuadas?

—Hoy se siente débil. El viaje a Washington no le ayudó nada —dijo Ithaca, mientras conducía a Arthur al dormitorio. Harry estaba tendido de espaldas sobre gruesas almohadas blancas, con los ojos cerrados. Parecía peor que cuando se habían separado hacía una semana. La carne de su rostro estaba pálida y abotagada. Su respiración era regular, pero cuando abrió sus ojos parecieron vacuos, desinteresados. Sonrió a Arthur y aferró firmemente su mano.

—Voy a renunciar —dijo Harry.

Arthur empezó a protestar, pero Harry le hizo callar con un gesto de la mano.

—No a causa de ese discurso. No voy a servir de mucho. Todavía sigo luchando, pero… Las cosas están yendo de mal a peor, muy aprisa. Me queda poca cuerda. Ya no puedo abandonar la ciudad, y la semana próxima la voy a pasar toda en el hospital. No necesitas este tipo de pesar ahora.

—Te necesito a ti, Harry —dijo Arthur.

—Sí. Dios sabe que lo lamento. Me gustaría poder estar a tu lado. Se te presenta una dura lucha, Arthur. ¿Qué es lo que vas a hacer?

Arthur agitó lentamente la cabeza.

—McClennan y Rotterjack han dimitido. El presidente no ha dado ninguna orden al equipo operativo.

—No se atreverá a desmantelar el grupo ahora.

—No, nos mantendrá unidos, pero dudo que nos permita hacer nada. Hablé con Hicks hace unas horas y, por lo que dice, Crockerman ha ido incluso un paso más allá de Ormandy. El apocalipsis. Poned vuestros papeles en orden. Ahí viene el auditor.

—No puede ser tan… —Harry agitó la cabeza—. ¿Puede?

—No he hablado con él desde que estuvimos en la Oficina Oval juntos. Ahora viene la diversión de los media. Vamos a ser asados vivos a fuego lento. Puesto que no tengo órdenes específicas, voy a ir a hacer una comprobación a la Caldera, y luego regresaré a Oregón por unos días. A esconderme.

—¿Qué hay de la gente retenida? ¿Por qué siguen reteniéndola? Están todos sanos.

—Ciertamente, ya no son un riesgo para la seguridad —admitió Arthur.

—¿Tenemos la autoridad de hacer que los suelten?

—Todavía seguimos alineados en rango por debajo mismo del presidente. Llamaré a Fulton. —Seguía reteniendo la mano de Harry. No la había soltado desde que se había sentado en la cama—. Vas a ganar esta batalla, Harry.

—Tú también te sientes mortal, ¿eh? —El rostro de Harry era serio—. ¿Sabes?, incluso Ithaca… A veces llora abiertamente ahora. La otra noche lloramos juntos, después de que me trajera de vuelta de los tests en el coche.

—Nadie se está dando por vencido contigo —dijo Arthur con sorprendente vehemencia—. Si tus malditos doctores no pueden…, encontraremos otros doctores. Te necesito.

—Me siento como una auténtica mierda, abandonándote de este modo —dijo Harry.

—Tú sabes que no es eso…