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—¿Podría este agujero negro, o lo que sea, causar un daño sustancial a la Tierra? —preguntó Sand.

—Podría terminar devorándola, tragarla por completo —dijo Kemp.

—Entonces será mejor que se lo digamos a alguien —murmuró Samshow.

Kemp y Sand le miraron como niños castigados por haber sido atrapados haciendo cosas feas.

—¿No deberíamos hacerlo? —preguntó Samshow—. ¿Quién va a ir a San Francisco, a la convención de la Sociedad Geofísica Americana?

—Yo voy a ir —dijo Kemp.

—A mi me gustaría ir también —dijo Samshow, actuando ahora por instinto. Sand le miró con una cierta confusión. Quizás ahora sentía deseos de echarse atrás, después de haber llevado las cosas demasiado lejos y ver que el Viejo se las estaba tomando en serio—. ¿Podemos presentar el asunto, David?

—Yo…, desearía intentar antes algunos cálculos.

—Evidentemente, no tenemos la experiencia necesaria —dijo Samshow—. Pero alguien allí la tendrá.

—De acuerdo —dijo Kemp—. Conozco a la persona adecuada. Jonathan Post estará allí.

La Caldera estaba ahora rodeada por tres cercas de alambre concéntricas, la más interna de ellas electrificada. Las tropas patrullaban el perímetro en jeeps y helicópteros. Más allá de las barricadas, centenares de curiosos se sentaban ociosos en sus coches, jeeps y camionetas, con los binoculares enfocados en el negro montículo a ocho kilómetros o más de distancia. Gente a pie no dejaba de dar vueltas en torno a la zona prohibida, sin que ninguno de ellos hallara una forma de acercarse más a ella.

Una sala de prensa provisional —poco más que una cabaña sin aire acondicionado— se alzaba junto a la puerta principal de la Caldera. Allá, nueve periodistas preseleccionados aguardaban en abyecto aburrimiento alguna noticia.

Excepto los ubicuos helicópteros, el lugar permanecía tranquilo. El cono de escoria se erguía negro y púrpura al firme sol de última hora de la mañana, peñascos y flujos de lava todavía en su lugar, sin nada cambiado, todo silencioso y eterno.

Cuando las palas y las turbinas del helicóptero que le traía desde Las Vegas redujeron su marcha, Arthur saltó al suelo y se acercó al teniente coronel Rogers cruzando la salina arena y la grava de la franja de aterrizaje. Rogers le saludó con un apretón de manos, y Arthur le tendió una carpeta.

—¿Qué es esto? —preguntó Rogers mientras caminaban a solas hacia el remolque electrónico.

—Son órdenes indicándoles a usted y a sus hombres que permanezcan alejados del aparecido y que no hagan nada por alterar el lugar —dijo Arthur—. Las recibí en Las Vegas. Proceden de la oficina del presidente.

—Ya tengo órdenes al respecto —dijo Rogers—. ¿Para qué enviar más?

—El presidente desea asegurarse de que las comprende —dijo Arthur.

—Sí, señor. Dígale…

—No nos comunicamos regularmente —señaló Arthur. Miró a su alrededor, y apoyó una mano en el hombro de Rogers—. Dentro de unos días vamos a tener este lugar lleno de senadores y congresistas. Los subcomités del Senado son algo inevitable. Comités de vigilancia del Congreso. Cualquier cosa que usted pueda imaginar.

—He oído a ese senador de Louisiana, cuál es su nombre… Mac algo.

—MacHenry.

—Eso —dijo el coronel, agitando la cabeza—. Lo he oído por la radio. Pidiendo el impeachment.

—Eso es problema del presidente —dijo fríamente Arthur—. MacHenry no es el único. —Se detuvieron a veinte metros del remolque. Se había practicado un sendero entre la franja de aterrizaje y el complejo de equipamiento del Ejército. Aburridos soldados habían orillado el sendero con piedras de lava de un tamaño uniforme, encaladas—. Tengo algo importante que preguntarle. En privado. Éste parece ser un lugar tan bueno como cualquier otro.

—Sí, señor.

—¿Hay alguna forma de destruir al aparecido? —preguntó Arthur.

Rogers se envaró.

—Esa opción no ha sido mencionada, señor.

—¿Podría hacerlo usted?

El rostro del coronel era un campo de batalla de emociones en conflicto.

—Mi equipo puede hacer casi cualquier maldita cosa, señor, pero necesitaría órdenes específicas incluso para discutir una opción así.

—Esto es extraoficial —dijo Arthur.

—Incluso extraoficialmente, señor.

Arthur asintió y apartó la vista.

—Sólo voy a estar aquí unas pocas horas —dijo—. Tiene usted sus órdenes…, pero, francamente, yo no tengo ninguna orden específica. Y creo que mi autoridad supera a la suya aquí, ¿estoy en lo cierto?

—Sí, señor, excepto en lo que contradiga las órdenes directas del presidente.

—Usted no tiene ninguna orden que le obligue a impedirme entrar en el aparecido, ¿verdad?

Rogers se lo pensó unos instantes.

—No, señor.

—Me gustaría hacerlo.

—No es difícil, señor —dijo Rogers.

—Sólo es difícil cuando eres el primero, ¿no?

Rogers sonrió débilmente.

—Seguiré sus instrucciones —indicó Arthur—. Dígame lo que necesito saber, y qué tipo de equipo será necesario.

PERSPECTIVA

Resumen de la AP News Network, 17 de noviembre de 1996, Washington, D.C.:

El representante Dale Berkshire recomendó hoy, ante todo el Congreso, que el Comité de la Cámara Judicial inicie las audiencias sobre las acciones del presidente electo Crockerman respecto a la nave espacial del Valle de la Muerte. «Hay una fuerte inclinación entre mi gente hacia el impeachment», dijo Berkshire. «Dejemos que el proceso empiece aquí y ahora». Se informa que Berkshire y otros numerosos congresistas han pedido a la Cámara y al Senado que posponga las ceremonias de investidura del presidente electo. Hasta ahora, no se ha tomado aún ninguna decisión al respecto.

30

17 de noviembre

Mary, la oficial de servicio, les saludó por el intercom con una sonrisa en su voz.

—Arriba y alégrense —dijo—. Van a salir hoy. Acabo de oírselo decir al coronel Phan.

Edward llevaba varias horas despierto. Había sido incapaz de dormir mucho durante el último par dedías. El frío y nítido olor a plástico del aire del cubículo llenaba todo su cuerpo; no podía recordar cuál era el sabor del auténtico aire. Minelli se había mostrado peor que de costumbre, balbuceando a veces, lloriqueando otras, y la furia de Edward se había ido acumulando en su interior, impotente, cálida y sin embargo anestésica, refrenándole más que empujándole a la acción. Las acciones no se resolvían en nada.

—Es usted una mentirosa, Mary, Mary —dijo Minelli—. Estamos prisioneros de por vida. —Un psicólogo de las Fuerzas Aéreas había hablado con Minelli y había llegado a la conclusión de que el hombre sufría una «fiebre extrema de cabina». Lo mismo que todos los demás.

—¿Ya no somos un riesgo para la seguridad? —preguntó Reslaw.

—Supongo que no. Están ustedes sanos, y el anuncio del presidente hace todo lo demás completamente innecesario, ¿no creen?

—He estado pensando en eso desde hace días —dijo Reslaw.

A las diez de la mañana apareció el coronel Phan con el general Fulton. Las cubiertas de las ventanas de las cámaras de aislamiento fueron retiradas y Fulton les saludó solemnemente a todos, disculpándose por todos los inconvenientes. Minelli no dijo nada.

—Hemos anunciado su salida —dijo Fulton—, y hemos dispuesto la celebración de una conferencia de prensa a las dos de esta tarde. Tenemos ropas nuevas para ustedes, junto con todos sus objetos personales confiscados.