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Densos mechones del fino y largo pelo de su madre se habían enredado en torno a los rodillos barredores, llenando la canal de la correa de arrastre e impidiendo su avance.

Reuben retiró delicadamente los pelos con unos dedos largos y espatulados, examinando los rotos mechones en sus palmas. Liberó una densa maraña e hizo ademán de echarlos al cubo de la basura. No llegó a terminar el movimiento.

Se sentó apoyado contra la puerta de la cocina, apretando el mechón contra su mejilla. Por un momento sus pensamientos se vieron invadidos por una aterciopelada nada.

Luego ocurrió. Su cabeza golpeó contra la puerta y lloró suavemente, no deseando que su padre le oyera, cubriendo finalmente sus sollozos con el sonido de la aspiradora funcionando de nuevo. Una vez retirados los cabellos de su madre, funcionó suave y alegremente.

Warren, Ohio, se extendía condescendientemente bajo una vieja capa de nieve, parte de ella limpia, parte apelotonada en montones de un color amarronado sucio a los lados de las calles. Unos árboles esqueléticos se erguían contra el amarillento atardecer, y ráfagas de frío e intenso viento saltaban en torno a él como perros invisibles, contentos de verle, satisfechos de tenerle allí. Reuben aferró los dos libros de la biblioteca bajo su brazo, uno sobre cómo pasar los exámenes para entrar como funcionario en el Servicio de Correos, el otro conteniendo los relatos cortos de Paul Bowles. Reuben, que había coqueteado con el islamismo a los quince años —con gran horror de su madre—, se había inclinado más tarde hacia el atractivo de África y el Oriente Medio. Bowles le intrigaba más aún que Doughty o T. E. Lawrence.

Reuben había abandonado la escuela secundaria el año antes de ponerse a trabajar. Su educación formal había sido irregular, pero su inteligencia, una vez enfocada, se había convertido en algo devorador y casi aterrador. Cuando Reuben Bordes se centraba en una cuestión o un libro o un tema que le interesaban, su corto y ancho rostro se tensaba en una expresión intensa y fija y sus ojos se agrandaban hasta que parecía que iban a caérsele de un momento a otro de la cabeza.

Era alto y fuerte y no le temía a nadie. Su camino a través de las semioscuras calles, entre los sucios edificios de ladrillo y recorriendo las estrechas calles secundarias tras las grandes arterias comerciales, no era elegido por la lógica o la línea recta. Reuben necesitaba retrasarse un poco. Regresar junto a su padre era algo necesario, pero no podía soportar la intensidad del dolor que captaba en su casa.

A medio camino, por entre los fangosos charcos junto a una tienda de licores, captó un destello plateado en las sombras al lado de un contenedor de basura. Siguió caminando y volvió la cabeza, pensando que no era más que una botella rota. Pero el destello persistió. Regresó al contenedor de basura y miró entre las sombras. Una cosa brillante, parecida a un juguete, quizá el robot roto de algún niño, descansaba sobre un irreconocible montón de basura de color marrón oscuro. Miró más atentamente.

El juguete estaba posado sobre un ratón o una rata pequeña, muerta. Muy lentamente, el robot alzó una de sus seis brillantes patas articuladas, y luego volvió a dejarla caer. La pata perforó la piel del roedor.

Reuben se alzó y retrocedió unos pasos. Ya casi era de noche.

La forma en que la araña o lo que fuera había alzado su pata —con una precisión mecánica y una aceitada suavidad— lo asustó. No era un juguete. No era un insecto. Era algo con la forma de una araña y metálico, y había atrapado y matado a un ratón.

Con una lenta gracia, la araña se apartó del ratón y se volvió para enfrentarse a Reuben, con las dos patas delanteras alzadas como para defenderse. Reuben retrocedió de nuevo contra una áspera verja de tablas, a dos o tres metros de distancia, a unos seis metros de la calle. Miró a la izquierda, dispuesto a echar a correr.

Algo plateado destelló sobre las tablas de la verja. Reuben chilló y se apartó con brazos y hombros, pero el destello le siguió, aposentándose sobre su hombro, donde no podía verlo claramente. Lo sacudió de un manotazo y sintió sus pesadas y resistentes patas agarrarse y perder presa sobre su camisa. La araña cayó en el fango con un chapoteo y un resonar como de plomo.

—¡Oh, Jesús, socorro! —chilló Reuben. La calle más allá estaba vacía de peatones. Un coche pasó a velocidad moderada, pero su conductor no le oyó—. ¡Socorro!

Echó a correr. Otras dos arañas le cortaron el paso e intentó detenerse, resbaló sobre húmedo hielo. Cayó de espaldas sobre la tierra y el fango. Gimió, rodó sobre sí mismo, sin aliento, y alzó la cabeza. Una araña aguardaba, con las patas delanteras alzadas a menos de treinta centímetros de su rostro, una pequeña línea de luminosidad verde brillando entre ellas, allá donde hubieran debido estar sus ojos. Su cuerpo era liso, una forma ovoide alargada. Sus patas eran finas y esbeltas como joyas.

No es ninguna broma.

Nadie hace cosas así.

Se enfrentó a la cosa, sintiendo que el aliento volvía a él en entrecortados jadeos y que le hormigueaban los brazos a causa de la caída. Algo se movió en su espalda, pellizcándole suavemente, y no pudo alcanzarlo para apartarlo de un manotazo. No pudo gritar de nuevo; no quedaba suficiente aire en sus pulmones. Luego el peso y las patas estuvieron sobre su pelo. Algo agudo rozó su cuero cabelludo. Como un aguijón.

Reuben gimió y hundió la cabeza en el fango, los ojos cerrados, el rostro convertido en una máscara de terror. Al cabo de unos minutos se dio cuenta de que se alzaba y se apoyaba contra la verja, con movimientos poco coordinados. Nadie acudió en su ayuda, y si alguien le vio no se detuvo. Seguía estando al lado de la tienda de licores. Estaba sucio y mojado y parecía un simple borracho. Tal vez un policía acudiera a investigar, pero nadie más.

Sentía mucho frío, pero ya no estaba asustado. Había una intensa vibración en su cráneo que lo tranquilizó. Reuben decidió bruscamente luchar para serenarse y envaró todo su cuerpo, golpeando la cabeza tan duramente contra la verja que la madera crujió.

Aquello lo relajó. La parte de su cabeza que aún pensaba le impulsaba a la cautela. Notaba sabor de sangre en su boca. Así es como se siente un animal en la selva cuando llega la gente del zoo, pensó.

La vibración continuó, ascendiendo y menguando, calmándole incluso contra el frío y la humedad que le calaban hasta los huesos. Intentó varias veces ponerse en pie, pero no tenía control sobre sus miembros; le hormigueaban como si estuvieran dormidos.

Sintió arrastrarse algo detrás de su cabeza. Una araña descendió delicadamente por la parte delantera de su chaqueta, con sus patas alzando la arrugada solapa del bolsillo, a su costado. La cosa desapareció dentro del bolsillo, doblando las patas mientras entraba. El bulto que hacía dentro apenas era apreciable.

Sus piernas dejaron de hormiguear. Reuben se puso en pie con un esfuerzo, vacilando torpemente hacia delante y hacia atrás. Se palpó y no halló ninguna herida, ni sangre ni huellas de abrasiones, y sólo unas pocas magulladuras ligeras. Cuando su mano se dirigió a su bolsillo lo pensó mejor —o más bien algo le urgió a ir con cuidado—, y apartó lentamente el brazo. Con la mano tendida hacia delante, sin ningún objetivo concreto, tembloroso y desconcertado, Reuben miró a su alrededor en busca de más arañas. Habían desaparecido.

El ratón seguía exánime al lado del contenedor de basura. A Reuben se le permitió arrodillarse y examinar el pequeño cadáver.

Había sido limpiamente disecado, con sus brillantes órganos púrpura, marrón y rosa colocados a un lado, e incisiones hechas aquí y allá, como si hubieran sido retiradas muestras.