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—Tengo que irme casa —dijo Reuben, a nadie y a nada en particular.

Se le permitió terminar su camino a casa.

32

Arthur se vio retrasado inesperadamente tres días en Las Vegas para hablar informalmente con tres miembros del Comité de la Cámara Judicial del Congreso. En su primera noche de vuelta a casa, de nuevo con su familia y el río y el bosque, se sentó en la gruesa alfombra de la sala de estar, con las piernas cruzadas en la posición del loto. Francine y Marty se sentaron en el diván tras él. Marty se había encargado de encender personalmente el fuego en la chimenea, prendiendo los troncos cuidadosamente colocados con una cerilla larga.

—Esto es lo que está ocurriendo realmente, por todo lo que sé —dijo, apoyándose en sus brazos y dándose la vuelta sin descruzar las piernas para enfrentarse a ellos. Y se lo contó.

El calefactor se puso en marcha a medianoche y arrojó aire caliente sobre Arthur y Francine mientras permanecían tendidos en la cama, el uno en brazos del otro. Francine tenía la cabeza apoyada en su hombro. Arthur podía sentir el movimiento de sus ojos mientras miraba a la oscuridad. Acababan de hacer el amor y había sido muy bueno, y contra todas sus persuasiones intelectuales Arthur se sentía bien, relajado, tranquilo. No se habían dicho ni una palabra durante los últimos quince minutos.

Finalmente, ella alzó la cabeza.

—Marty…

Sonó el teléfono.

—Oh, Cristo. —Se apartó de él. Arthur cogió el auricular.

—Arthur, aquí Chris Riley. Siento despertarte…

—Estábamos despiertos —dijo Arthur.

—Sí. Esto es casi una emergencia, creo. Hay unos tipos en Hawai que querrían hablar contigo. Han oído que yo sabía tu número. Puedes llamarles ahora, o si quieres yo…

—Me gustaría no establecer comunicación con nadie, Chris, al menos durante un par de días.

—Creo que esto puede ser muy importante, Arthur.

—De acuerdo. ¿De qué se trata?

—Por lo poco que me han dicho, puede que hayan encontrado…, ya sabes, eso de lo que habla toda la prensa, el arma que los alienígenas pueden utilizar contra nosotros.

—¿Quiénes son?

—Uno es Jeremy Kemp. Es un engreído hijo de puta y resulta un infierno tratar con él, pero es un excelente geólogo. Los otros dos son oceanógrafos. ¿Has oído hablar de Walt Samshow?

—Creo que sí. Escribió un libro de texto que estudié en la universidad. Es bastante viejo, ¿no?

—El y otro tipo llamado Sand están con Kemp en Hawai. Dicen que vieron algo más bien extraordinario.

—De acuerdo. Dame su número de teléfono. —Encendió la luz de la mesilla de noche.

—Samshow y Sand están a bordo de un barco en Pearl Harbor. —Riley le dio el número y el nombre del barco—. Pide por Walt o David.

—Gracias, Chris —dijo Arthur, y colgó.

—¿No piensas descansar? —preguntó Francine.

—Hay unas personas que creen haber encontrado el arma de los alienígenas.

—Jesús —dijo suavemente Francine.

—Será mejor que les llame ahora. —Saltó de la cama y se dirigió al estudio para utilizar el teléfono de allí. Francine le siguió unos minutos más tarde, envuelta en su bata.

Cuando terminó la llamada, se volvió y vio a Marty de pie a su lado, frotándose los ojos.

—Voy a tener que ir a San Francisco este fin de semana —le dijo—. Pero todavía estaré un par de días con vosotros.

—¿Me enseñarás cómo usar el telescopio, papá? —preguntó Marty, soñoliento—. Quiero ver lo que está ocurriendo.

Arthur cogió al niño en brazos y lo llevó de vuelta a su dormitorio.

—Tú y mamá habéis hecho el amor —murmuró Marty mientras Arthur lo depositaba en su cama y lo cubría con las mantas.

—Estuviste escuchando, Orejas Grandes —dijo Arthur, sonriendo.

—Eso significa que quieres a mamá. Y que ella también te quiere.

—Hummm.

—Y tú tienes que irte, pero volverás.

—Tan pronto como pueda.

—Si tenemos que morir, os quiero a los dos aquí, conmigo. Todos juntos —dijo Marty.

Arthur aferró la mano de su hijo durante un largo momento, sintiendo que se le humedecían los ojos y que su garganta se constreñía con amor y una profunda e inexpresable angustia.

—Empezaremos con el telescopio mañana, y puedes mirar mañana por la noche —dijo finalmente, en un ronco susurro.

—Así podré verles cuando lleguen —dijo Marty.

Arthur se sentía incapaz de mentir. Abrazó firmemente a su hijo, y se quedó con él hasta que Marty cerró los ojos y su respiración se hizo acompasada.

—Es la una —dijo Francine cuando Arthur se metió bajo las mantas a su lado.

Hicieron de nuevo el amor, y todavía fue mejor que antes.

22 de noviembre

—¡Gauge! ¡Perro malo! Maldita sea, Gauge, esto es pollo congelado. No puedes comerlo. Todo lo que puedes hacer es estropearlo. —Francine lanzó un furioso puntapié y Gauge salió disparado de la cocina, con su lengua color cereza colgando, avergonzado pero complacido consigo mismo.

—Lávalo —sugirió Arthur, pasando junto a Gauge y deteniéndose sonriente en la puerta de la cocina.

Francine examinó el pollo, aún entero pero profundamente marcado por las dentelladas, y agitó la cabeza.

—Lo ha estropeado. Cada trozo tendrá la marca de sus dientes.

—Mordiscos sobre mordiscos —dijo Arthur—. No está mal.

—Oh, cállate. Dos días en casa, y esto.

—Adelante, échame a mí la culpa —dijo Arthur—. Lo único que me falta es un poco de culpabilidad doméstica.

Francine volvió a dejar el pollo sobre la encimera y abrió la puerta corredera de cristal.

—¡Martin! ¿Dónde estás? Ven a castigar a tu perro por mí.

—Está fuera con el telescopio. —Arthur examinó tristemente el pollo—. Si no lo comemos, será la vida de otra pobre gallinácea malgastada —dijo.

—Tiene gérmenes de perro —argumentó Francine.

—Infiernos, Gauge no deja de lamernos todo el tiempo. Es sólo un cachorro. Todavía es virgen.

La cena —el pollo, quitada la piel y cuidadosamente guarnecido— fue servida a las siete. Marty pareció dudar sobre su porción de muslo, pero Arthur le advirtió que su madre no iba a tolerar ningún comentario.

—Tú me hiciste cocinarlo —dijo ella.

—¿Algo interesante? —preguntó Arthur a su hijo, señalando hacia arriba.

—Todo centellea ahí fuera —dijo Marty.

—¿Es clara la noche? —quiso saber Arthur.

—Es lodosa y fría —dijo Francine.

—Hay montones de estrellas, pero quiero decir…, ya sabes. Centellean como lejanos fuegos artificiales.

Arthur dejó de masticar.

—¿Las estrellas?

—Me dijiste que sólo las supernovas brillaban mucho y luego desaparecían —dijo Marty seriamente—. ¿Son eso?

—No lo creo. Vayamos a echar un vistazo.

Francine dejó caer su ala sobre el plato, disgustada.

—Adelante. Abandonad la cena. Arthur…

—Sólo será un minuto —dijo él. Marty le siguió. Tras detenerse en el porche de servicio para protestar un poco, Francine se unió a ellos en el patio trasero.

—Ahí arriba —dijo Marty, señalando—. Ahora no hacen nada —protestó.

—Hace un frío horrible aquí fuera. —Francine miró a Arthur con una pregunta no formulada en su rostro. Arthur examinó intensamente el cielo.

—Ahí —dijo Marty.

Por un breve instante, una nueva estrella se unió a la panoplia. Unos segundos más tarde, Arthur descubrió otra, mucho más brillante, a un par de grados de distancia. Los destellos se hallaban todos dentro de un par de grados del plano de la eclíptica.