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—Por favor, quédense —dijo Stella, mirando a Edward—. Tengo que hablarles. A todos ustedes. Todavía me siento confusa. Deberíamos ayudarnos los unos a los otros a salirnos de esto.

—¿Qué hay de los fuegos artificiales? —preguntó Minelli—. Quizá ya haya algo en las noticias.

Se estiró y bajó los pies del sofá, luego se puso en pie y cruzó el suelo de linóleo y las amplias alfombras navajo hasta la sala de estar, a unos pocos pasos de la mesa con el sobre de mármol de la zona del comedor. Se sentó frente a la televisión. Lentamente, como si quemara, la conectó, luego se echó hacia atrás, humedeciéndose los labios. Edward lo estudió con preocupación.

—Sólo dibujos animados —dijo suavemente Minelli.

Sin cambiar de canales, se echó hacia atrás para mirar, como si hubiera olvidado su propósito original. Edward avanzó y cambió de canales por él, buscando las noticias. En el canal que transmitía noticias las veinticuatro horas del día un locutor estaba terminando una historia sobre un conflicto entre la República Dominicana y Haití.

—Nada —dijo Minelli, pesimista—. Quizá vi visiones.

Luego:

—Algunos astrónomos en Francia y California han ofrecido varias explicaciones acerca de la actividad meteórica sin precedentes de la última noche en el cinturón de asteroides del sistema solar. En todo el hemisferio occidental, claramente visibles a simple vista en las zonas de cielo claro, pudieron apreciarse una serie de brillantes explosiones a todo lo largo de la eclíptica, el plano ocupado por la órbita de la Tierra y la mayoría de las órbitas de los planetas solares. Desde su teléfono de Los Angeles, el asesor del equipo operativo del presidente Harold Feinman dijo que puede que se necesiten días para analizar los datos y saber lo que ha ocurrido realmente en el espacio profundo, más allá de la órbita de Marte. Cuando se le preguntó si había alguna conexión entre la actividad meteórica y la supuesta nave espacial y los alienígenas de la Tierra, Feinman declinó hacer ningún comentario.

—Es un hombre demasiado listo para admitir que es un idiota —dijo Minelli—. Asteroides. Jesús.

Edward cambió a otros canales, pero no halló nada más.

—¿Qué piensas, Ed? —preguntó Minelli, echándose hacia atrás en una esquina del amplio diván en forma de L—. ¿Qué demonios fue lo que vi? ¿Más mierda del fin del mundo?

—No sé más que tú —dijo Edward. Entró en la cocina—. ¿Tienen algún médico en el pueblo? —preguntó a Bernice—. ¿Un psiquiatra?

—Nadie que merezca ese nombre —respondió la mujer, en voz tan baja como la de él—. Su amigo todavía no se encuentra bien, ¿verdad?

—El gobierno se libró de nosotros con unas prisas tremendas. En estos momentos tendría que estar en algún hospital, descansando, enfriándose.

—Eso puede arreglarse —murmuró ella—. ¿Vio realmente algo?

—Supongo que sí —dijo Edward—. Me hubiera gustado verlo yo también.

El día de los trífidos, eso es lo que era —dijo Minelli, entusiasta—. ¿Recordáis? En cualquier momento vamos a quedarnos todos ciegos. ¡Preparad las tijeras de podar!

Stella permanecía de pie junto a la cocina de gas, cascando metódicamente huevos sobre una sartén, uno tras otro.

—Mamá —dijo—, ¿dónde está la pimienta? —Pasó junto a Edward, rozándole, con lágrimas en los ojos.

34

Walt Samshow bajó del taxi en Powell Street, bajo la sombra de la marquesina del St. Francis Hotel, y se volvió brevemente para contemplar las largas y silenciosas filas de centenares de manifestantes recorriendo Union Square, un tranvía lleno de bamboleantes turistas, el espasmódico tráfico de coches y más taxis, una civilizada confusión: San Francisco, aparte los manifestantes, no era terriblemente distinta de sus recuerdos de 1984, la última vez que había estado allí.

En el espacioso y elegante vestíbulo del St. Francis, con su pulida piedra negra y sus lustrosas maderas oscuras, Samshow empezó a oír los rumores prácticamente desde el momento en que depositó su equipaje junto a la recepción.

La convención de la Sociedad Geofísica Americana estaba en plena efervescencia. Kemp y Sand habían pasado delante, y al parecer habían ocurrido grandes cosas desde su llegada el jueves. Ahora era sábado, y tenía mucho que recuperar.

Mientras se registraba, dos jóvenes con aspecto de profesores pasaron por su lado, sumidos en intensa conversación. Sólo captó cuatro palabras:

—El objeto de Kemp…

El botones llevó sus maletas hasta el ascensor. Samshow le siguió sobre la mullida alfombra, estirando los brazos y agitando los dedos. Otros dos asistentes a la convención —un hombre ya mayor y una mujer joven— se detuvieron cerca de los ascensores, hablando de ondas de choque supersónicas y de cómo podían ser transmitidas a través del manto y la corteza.

Periodistas y cámaras de tres emisoras locales de televisión y varias cadenas de noticias nacionales estaban en el vestíbulo cuando Samshow regresó de su habitación para registrarse en el mostrador de la convención. Los evitó diestramente rodeando varias columnas.

Con su tarjeta de identificación y su bolsa de folletos y programas y guías había una nota de Sand:

Kemp y yo nos reuniremos con usted en Oz a las 5:30. Las bebidas son a cuenta de Kemp.

D.S.

Oz, supo Samshow por el recepcionista, era el bar y discoteca en la parte superior de la «nueva» torre del St. Francis. Contempló su arrugada chaqueta deportiva y sus gastados zapatos deportivos, decidió que llevaba fácilmente diez años de retraso con respecto a los tiempos y que le faltaban miles de dólares para renovar su vestuario, y suspiró mientras entraba en el ascensor.

El viaje desde Honolulú a La Jolla había sido arreglado por el Instituto Scripps de Oceanografía. Lo había pagado dando una conferencia la noche antes en el UCSD. Nunca dejaba de desanimarle, después de veinticinco años, comprobar lo popular que era. Su enorme y caro libro sobre oceanografía se había convertido en un libro de texto estándar, y centenares de estudiantes se sentían enormemente complacidos de escucharle y de estrechar la mano a aquel moderno Sverdrup.

A sus propias expensas había tomado un vuelo desde el Campo Lindbergh hasta San Francisco. Todavía no tenía una idea clara de qué estaban haciendo todos ellos allí; todavía quedaba mucho trabajo por hacer en el Glomar Descubridor, empezando por el cotejo de los miles de millones de datos recogidos de sus pasadas sobre la fosa Ramapo.

Sospechaba que muchos de esos datos deberían ser dejados de lado indefinidamente ahora. La anomalía del gravímetro de Sand debía ser el elemento clave. De alguna forma, aquello le entristecía.

Mientras resistía la subida del ascensor de alta velocidad, se dio cuenta de que durante la última semana no había dejado de sentir su edad. Psicológicamente, se había visto atrapado por la inquietud general que había seguido al anuncio de Crockerman. No se sentía distinto de los jóvenes que exhibían sus pancartas al otro lado de la calle. ¿De qué protestaban? El apocalipsis no podía ser repelido por el proceso democrático. En estos momentos, el instrumento de esa destrucción —o un instrumento— podía estar abriéndose camino en el núcleo de la Tierra.

El objeto de Kemp. Esa atribución, se aseguró a sí mismo, cambiaría dentro de poco. El objeto de Sand-Samshow… No era un nombre atractivo, pero tendría que ser así. Sin embargo…, ¿por qué? ¿Por qué reclamar el descubrimiento del proyectil que podía llevar el nombre de cualquiera en él?

La puerta del ascensor se abrió y Samshow salió a una oleada de ruido. Oz resplandecía, plata y gris, con sus paredes de cristal y su techo alto. Jóvenes con trajes elegantes bailaban en la pista central, mientras los bebedores y los conversadores se sentaban y permanecían de pie por los alrededores, en las zonas enmoquetadas y un poco más elevadas. Los dulzones aromas del vino y el bourbon derivaron hacia él desde la bandeja de una camarera que pasó por su lado.