Samshow hizo una mueca ante el ruido y miró a su alrededor, buscando a Sand o Kemp. Sand estaba de pie en un rincón, haciéndole señas para llamar su atención.
Su mesa redonda tenía apenas treinta centímetros de diámetro, y cinco personas se apiñaron a su alrededor: Kemp, Sand, otros dos a los que no reconoció, sonriendo como si fueran viejos amigos, y ahora él. Estrechó manos, y Sand le presentó a Jonathan V. Post, un conocido de Kemp, moreno y levantino, con una barba rizada y grisácea, y Oscar Eglinton, de la Escuela de Minas de Nevada. Post declamó un breve y embarazoso poema acerca de conocer al legendario Viejo del Mar. Cuando terminó, sonrió ampliamente.
—Gracias —dijo Samshow, no muy impresionado. La camarera acudió, y Post sacrificó su propia Corona para que Samshow pudiera obtener su copa más rápido.
En una ocasión Samshow había terminado en dos días con una caja de Coronas, mientras estudiaba las ballenas en el lago Scammon. Eso había sido en 1952. Ahora más de una cerveza le producía acidez.
—Tenemos que ponerle al corriente, Walt —dijo Sand—. Kemp habló con sismólogos de Brasil y Marruecos. Uno de ellos está aquí…, Jesús Ochoa. Tenemos los registros nodales. El treinta y uno de octubre. Las disrupciones y las ondas de choque. Se han producido oleajes desacostumbradamente altos en lugares muy sospechosos, y fenómenos sísmicos como nadie había visto nunca…
—Treinta y uno sur, cuarenta y dos oeste —dijo Kemp, con la misma sonrisa complacida que había exhibido una semana antes en Hawai.
—Me convenció de que era una evidencia lo bastante buena como para hablar con Washington. Me indicaron a Arthur Gordon…
—Al parecer, el presidente no está interesado —dijo Kemp, y su sonrisa se desvaneció—. Ni siquiera pudimos hablar con el nuevo asesor de Seguridad Nacional, cuál es su nombre…
—Patterson —dijo el musculoso y bronceado Eglinton.
—Pero Gordon dijo que estaría aquí esta noche para hablar con nosotros. Va a haber mucha discusión. Post ha hablado con algunos físicos y científicos espaciales. Chris Riley, Fred Hardin. Otros. Todos tienen en mente los asteroides.
—¿Todos ustedes están convencidos de que tenemos algo apropiado, un auténtico proyectil extraterrestre?
—Tenemos más que eso —dijo Kemp, inclinándose hacia delante. Sand apoyó una mano en su brazo, y Kemp asintió, dejándose caer hacia atrás en su asiento. Sand se inclinó hacia Samshow como para explicarle algo delicado.
—Hubo una bola de fuego en el Atlántico central que fue avistada por un carguero hace cuatro días. Como el otro objeto, por todo lo que pudimos descubrir, nadie captó su llegada en el radar. Un fenómeno similar: un chapoteo profundo en el océano, una pequeña tormenta, y fenómenos sísmicos peculiares. Esta bola de fuego era mucho más brillante, sin embargo…, cegadora, enorme, dejando un rastro brillante tras ella. Capitán y tripulación tuvieron que ser tratados de quemaduras en la retina. Los médicos que los trataron observaron pérdida de pelo y extraños hematomas y los interrogaron, y todos admitieron haber sufrido deposiciones de sangre. Todos los del barco sufren de una intensa exposición a radiaciones.
—Los meteoros no hacen eso —dijo Kemp—. Y además…, tenemos informes de otro fenómeno sísmico en la misma zona del carguero. Algo enterrándose —añadió, triunfante—. Huellas como la explosión de una bomba. Y luego…, microsismos y profundas ondas P.
Samshow alzó las cejas.
—¿Y?
—Más huellas nodales —dijo Sand—, y actividad microsísmica aún más intensa… Éste era o un objeto más grande, o con una masa mayor, o…
—Es diferente —dijo Kemp—. No me pregunte cómo.
—Abajo estaban hablando de un objeto de Kemp —dijo Samshow—. No está en mi ánimo discutir la atribución…
—Arreglaremos eso mañana por la mañana en el simposio —dijo Kemp—. Asistirá Gordon, y todo lo que sabemos será presentado ante la convención.
—¿Y el público?
—Nadie nos ha dicho que lo mantengamos en secreto —indicó Sand.
—Hay equipos de la televisión abajo.
—No podemos impedir que estén —dijo Kemp.
—¿No podemos aguardar hasta que se confirme todo?
—Eso podría tardar meses —dijo Sand—. Puede que no tengamos tanto tiempo.
Samshow frunció profundamente el ceño.
—Hay dos cosas que me preocupan —murmuró—. Aparte este horrible ruido que tenemos aquí. Primera —alzó un dedo—: ¿Cómo demonios puede hacernos algún bien todo este teorizar? Y segundo —un segundo dedo—: Todo el mundo aquí parece estar pasándoselo bien.
Sand miró a los demás. Post pareció repentinamente abatido.
—Los dioses están bailando sobre nuestra tumba —dijo Samshow—, y nosotros estamos aquí, como niños en una tienda de juguetes.
35
Reuben Bordes permanecía de pie junto a la puerta mosquitera, contemplando la fría lluvia que lavaba las calles de Warren, medio sonriendo y medio con el ceño fruncido. Sus labios se movían lentamente al compás de alguna canción interior, y sus ojos parecían estar contemplando algo muy alejado.
—Cierra la puerta, muchacho —pidió su padre, de pie en el pasillo, vestido con un viejo pijama—. Hace frío fuera.
—De acuerdo, papá. —Cerró la puerta y se volvió para contemplar a su padre sentarse en su sillón—. ¿Quieres que te traiga algo?
—Ya he comido, y he dormido la siesta, y he sido un perezoso hijo de puta durante todo el día. ¿Por qué tendrías que traerme algo? —Su padre le miró con unos cansados y reumáticos ojos. Todavía lloraba por las noches, todavía dormía abrazando una almohada. Reuben le había visto por la mañana, profundamente dormido, el rostro crispado en una vacía felicidad, la gruesa almohada de plumas de su esposa muerta aferrada firmemente bajo las desordenadas mantas.
—Sólo preguntaba —dijo Reuben.
Los invité a que conocieran a mami. A mi madre.
Pero está muerta.
—Puedes poner la tele.
—¿Qué canal? —preguntó Reuben, arrodillándose delante de la televisión.
—Busca ese programa en el que todo el mundo discute acerca de las últimas noticias. Hace que no piense.
Reuben encontró el WorldWide News Network y retrocedió unos pasos, aún agachado, las manos colgando entre sus rodillas.
—¿Sabes?, no tienes que permanecer por aquí para mantenerme feliz —dijo su padre—. Estoy superando la muerte de Bea. La estoy situando en el lugar de mi cabeza que le corresponde. Sobreviviré.
Reuben sonrió por encima de su nombro.
—¿Y dónde quieres que vaya? —preguntó. Pero sabía que pronto se iría. Había cosas que era necesario hacer. Tenía que transportar lo que llevaba en el bolsillo de su chaqueta; tenía que encontrar a la persona a la que iba destinada. Le habían proporcionado recuerdos de una voz, un acento claramente inglés, pero poco más.
Se reclinó contra las rodillas de su padre y escuchó a los participantes de Freefire discutir entre sí, encrespándose antes incluso de ser anunciado el invitado. El joven, ceremonioso y formal rostro liberal en la pantalla pareció ablandarse.
—Ha actuado como asesor del presidente en la nave espacial del Valle de la Muerte, y es muy conocido en los círculos periodísticos y científicos. Tiene más de cuarenta libros publicados, includa su más reciente y profética novela, Hogar estelar, una narración científica sobre el primer contacto. Su nombre es Trevor Hicks, y es oriundo de Gran Bretaña.