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Arthur la estudió atentamente, luego dijo:

—Ábrala por mí, ¿quiere? —Parecía estar actuando movido por algún programa automático, cauteloso y tranquilo a la vez. No había prestado mucha atención a posibles intentos de asesinato antes, pero podía ser un blanco probable para los fanáticos de la Fragua de Dios o cualquier desquiciado por las noticias de las últimas semanas.

—De acuerdo. —La mujer abrió la caja y extrajo de ella un objeto ovoide, de acero o de plata, brillantemente pulido. Se lo tendió—. Por favor. Es importante.

Con cierta reluctancia parecía un juguete más que algo siniestro—, tomó el objeto. Rápidamente, éste desplegó sus patas, aferró la palma de su mano, y antes de que pudiera reaccionar clavó una de ellas en la parte carnosa del pulgar. Se levantó e intentó desprenderlo, maldiciendo, pero no se soltó. Un extraño calor se difundió rápidamente brazo arriba, y se sentó de nuevo, el rostro pálido, los labios crispados. La mujer se retiró, agitando la cabeza y llorando.

—Es importante —dijo—. Realmente lo es.

—De acuerdo —murmuró Arthur, más calmado exteriormente que en lo más profundo de su mente. La araña reptó hacia la chaqueta de su traje, cortó la tela de su camisa, y volvió a pincharle en el abdomen.

La mujer se alejó rápidamente. Prestó poca atención a su marcha.

Cuando llegó el momento de embarcar, estaba empezando a recibir información, al principio lentamente. En el avión, mientras fingía dormir, la información se hizo más detallada, y su miedo se desvaneció.

40

Hicks se había quedado en Washington, esperando con una especie de desesperada esperanza que hubiera todavía algo que él pudiera hacer. La Casa Blanca no le llamaba. Más allá de las ocasionales entrevistas por televisión, cada vez menos desde el fracaso de Free-fire, estaba lamentablemente desocupado. Su libro se había agotado rápidamente en las últimas semanas, pero se había negado a hablar de él con nadie. Sus editores lo habían dejado por imposible.

Dio largos y fríos paseos por la nieve, alejándose un kilómetro o más del hotel en los grises atardeceres. El gobierno seguía pagando sus gastos; todavía formaba ostensiblemente parte del equipo operativo, aunque nadie del equipo operativo había hablado con él desde el discurso del presidente. Incluso después de los extensos informes sobre las explosiones en los asteroides, había sido abordado solamente por la prensa.

Cuando no estaba paseando permanecía sentado en su habitación, vestido con un traje color gachas, su impermeable y sus botas de agua tiradas sobre la cama y en el suelo, contemplando su propia imagen en el espejo encima del escritorio. Sus ojos se posaban lentamente en el ordenador abierto sobre éste, luego en la apagada pantalla de la televisión. Nunca se había sentido tan inútil, tan entre dos aguas, en toda su vida.

Sonó el teléfono. Se puso en pie y cogió el auricular.

—¿Sí?

—¿El señor Trevor Hicks? —preguntó una voz masculina, joven.

—Sí.

—Me llamo Reuben Bordes. Usted no me conoce, pero tengo buenas razones para verle.

—¿Por qué? ¿Quién es usted, señor Bordes?

—En realidad sólo soy un muchacho, pero mis razones son buenas. Quiero decir, no soy un tonto ni estoy loco. En estos momentos estoy en la estación de autobuses. —El joven dejó escapar una risita—. He tenido muchos problemas para localizarle. Fui a la librería y supe quién era su editor, luego llamé allí, pero no quisieron darme su dirección…, ya sabe.

—Sí.

—Así que volví a llamarles un par de días más tarde; no podía pensar en ninguna otra cosa, de modo que les dije que era de la emisora local de televisión y que deseaba entrevistarle. Tampoco entonces quisieron darme su dirección. Así que imaginé que tenía que estar usted en algún hotel, y empecé a llamar a todos los hoteles. He estado haciéndolo durante todo el día. Creo que tuve suerte.

—¿Por qué necesita hablar conmigo?

—No soy un chiflado, señor Hicks. Pero me han ocurrido algunas cosas extrañas durante la última semana. He obtenido alguna información. Conozco a alguien…, bien, que desea ponerse en contacto con usted.

Las arrugas en el rostro de Hicks se hicieron más profundas.

—No creo que valga la pena molestarse por ello, ¿no piensa usted así? —Se dispuso a colgar el teléfono.

—Espere, señor Hicks. Por favor, no cuelgue todavía y escuche. Esto es importante. Tendré que acudir al hotel y encontrarle si usted cuelga ahora.

Oh, Cristo, pensó Hicks.

—Me han dicho algo, algo importante. —El joven guardó silencio durante unos segundos—. De acuerdo, se lo diré ahora. Los asteroides. Hay una batalla, se produjo una batalla allí. Y está ese lugar llamado Europa, es una luna, pero no es la nuestra, ¿verdad? Eso no fue una batalla. Tenemos amigos que vienen hacia aquí. Necesitan el…, ¿qué era, el agua debajo del hielo en Europa? Para energía. Y las rocas que hay debajo del agua y el hielo. Para hacer más… cosas. No como los mecanismos de Australia y el Valle de la Muerte. ¿Entiende?

—No —dijo Hicks. Un destello se apagó en su cabeza. Algo intuitivo. El acento del muchacho era urbano, blando, del medio oeste. Su voz era resonante, y sus palabras sonaban convencidas y racionales, crispadas—. Podría estar usted completamente loco, sea quien sea —dijo Hicks.

—Usted dijo que los llevaría a su casa a que conocieran a su mami. A su madre. Ellos le oyeron en Europa. Mientras estaban construyendo. Ahora están aquí. Encontré a uno disecando a un ratón, señor Hicks. Aprendiéndolo todo sobre él. Creo que desean ayudar, pero estoy muy confundido. No me han hecho ningún daño.

Hicks recordó: había hecho aquella afirmación en California, en un programa de radio local. Era muy difícil que un quinceañero del medio oeste pudiera haberlo oído.

Había algo ansioso y realmente maravillado y asustado en la voz del joven. Hicks contempló el techo, humedeciéndose los labios, dándose cuenta de que ya había tomado su decisión.

Siempre había sido un poco romántico. Para permanecer durante tanto tiempo en el periodismo, uno tenía que creer secretamente en acontecimientos llenos de dramatismo y significación, momentos claves, puntos cruciales en la historia. Estaba empezando a temblar de excitación. Instintos en conflicto…, instintos de periodista, instintos de supervivencia.

—¿Puede venir al hotel? —preguntó.

—Sí, puedo tomar un taxi.

—Nos encontraremos en el vestíbulo. Voy a ser muy cuidadoso, ¿entiende? Estaré en medio de mucha gente. —Esperó que el vestíbulo estuviera atestado—. ¿Cómo le reconoceré?

—Soy alto, como un jugador de baloncesto. Soy negro. Llevaré un viejo chaquetón del ejército, verde.

—De acuerdo —dijo Hicks—. ¿Dentro de una hora?

—Estaré ahí.

PERSPECTIVA

Encuesta callejera de la KNBC, 15 de diciembre de 1996, realizada en la puerta de los Estudios Universal, donde se está rodando el filme «Base Tierra 2500»:

Anchor: Estamos preguntándole a la gente qué piensa de la proclamación del presidente.

Hombre de mediana edad (Ríe): No lo sé… No puedo echarlo a cara o cruz, ¿usted puede? (Corte rápido).

Anchor: Disculpe, estamos preguntándole a la gente qué piensa acerca de la afirmación del presidente de que la Tierra va a ser destruida.