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—No creo que lo sea.

—Estás diciendo que hay esperanzas.

La expresión de Arthur cambió a desconcierto.

—Ésa no es la palabra que utilizaría. Pero hay un nuevo factor, sí.

—Y esto es todo lo que sabes.

—Todo lo que sé —admitió Arthur. Apoyó una mano sobre el brazo de Harry. Permanecieron inmóviles, en silencio, durante unos instantes, Harry pensando en todo aquello. El esfuerzo lo agotó.

—De acuerdo —dijo—. Te conozco desde hace el tiempo suficiente. Me lo has dicho para que pueda morir con alguna buena noticia en el corazón, ¿verdad?

Arthur asintió.

—Ellos me dejaron que te lo dijera.

—Sí.

Harry cerró los ojos.

—Te quiero, viejo compinche —dijo—. Siempre has conseguido salir con las cosas más locas para mantenerme divertido.

—Yo también te quiero, Harry. —Arthur salió de la habitación para llamar a Ithaca. Ella volvió a ocupar su asiento, sin decir nada.

—Imagino que debes… tener un montón de trabajo que hacer —dijo Harry—. No puedo pensar correctamente y…, estoy demasiado cansado para hablar mucho. —Hizo un gesto con un dedo: era hora de irse.

—Gracias por venir —murmuró Ithaca, tendiéndole la cinta de la pequeña grabadora. Arthur la abrazó fuertemente, luego se inclinó sobre la cama y sujetó suavemente la cabeza de Harry entre sus manos.

Treinta años. Todavía puedo reconocerle debajo de la máscara de la enfermedad. Sigue siendo mi querido Harry.

Arthur parpadeó, intentando alejar el cálido flujo de sus ojos, intentando desear otro mundo donde su amigo no se estuviera muriendo —ignorando por el momento la propia enfermedad de la Tierra, ignorando lo general por lo particular, una escala más humana de magia— y sabiendo que iba a fracasar. Intentando también memorizar algo que ya se estaba desvaneciendo: la forma del rostro de Harry, la disposición de sus ojos, ligeramente oblicuos; incapaz de imaginar su febril rostro con su redondeada nariz y su alta frente y su pelo recio como paja, incluso sus enfermos rasgos, descomponiéndose en una tumba.

—Te llevaré conmigo allá donde vaya —dijo, y besó suavemente a Harry en la frente. Harry alzó lentamente una mano y la aferró en torno a la muñeca de Arthur, apretando sus calientes labios contra su palma derecha.

—Lo mismo te digo.

Arthur abandonó precipitadamente la habitación, los ojos fijos hacia delante. En el aparcamiento, se sentó tras el volante del coche de alquiler, aturdido, como si tuviera la cabeza llena de puntiagudas y pinchantes ramitas.

—Gracias por dejarme hacer eso. Me gustaría volver con mi familia, si hay tiempo.

Mientras el sol se alzaba sobre Los Angeles, nada le impidió regresar al aeropuerto y tomar el siguiente vuelo de vuelta a Oregón.

42

Hicks se reclinó contra una enorme columna recubierta de mármol, observando a las docenas de personas que entraban y salían del vestíbulo del hotel. La mayoría iban vestidas con trajes de calle y abrigos; el tiempo fuera era desapacible, y hacía una hora que había caído una fría lluvia. Muchos otros, sin embargo, parecían mal equipados para el tiempo; eran recién llegados a la ciudad.

Gran parte del Washington oficial parecía haberse inmovilizado. Con el Senado, la Cámara de Representantes y la Casa Blanca en abierto conflicto, consideraciones tan mezquinas como los presupuestos tenían que esperar. El turismo, sorprendentemente, se había incrementado al menos de forma momentánea, y los hoteles de la mayor parte de la ciudad estaban completos. Ven a ver tu Capital convertida en un torbellino.

Al cabo de una hora seguía sin divisar todavía a Bordes, de modo que fue a comprobar si había algún mensaje en recepción. No había ninguno. Sintiéndose más aislado que nunca, doliéndole el estómago y con el cuello en tensión, regresó a la columna.

Era notable observar cómo la vida seguía sin ningún cambio aparente. A estas alturas, la mayor parte de los habitantes de la Tierra eran conscientes de que el planeta podía hallarse bajo una sentencia de muerte. Muchos no poseían ni la educación ni la capacidad mental para comprender los detalles, o juzgar por sí mismos; confiaban en los expertos, que sabían tan poco como ellos. Pero incluso para aquellos con más educación e imaginación la vida proseguía: los negocios (imaginaba los acontecimientos siendo discutidos en caros restaurantes ante espléndidas comidas), la política casi como siempre (a pesar de las investigaciones de la Cámara), y luego al final del día de vuelta a la familia y la casa. Comer. Ir al cuarto de baño. Dormir. Hacer el amor. Dar a luz. El esquema cíclico de siempre.

Un joven negro, alto y desgarbado, vestido con un chaquetón verde del ejército, cruzó la puerta giratoria de la entrada, se detuvo, luego siguió andando, mirando atentamente a derecha e izquierda. Hicks se aferró a la seguridad de no moverse, no hacerse evidente, pero la cabeza del muchacho se volvió en su dirección y sus ojos se cruzaron. Bordes alzó tentativamente una mano, saludando, y Hicks asintió con la cabeza y se apartó de la columna con un empujón de su hombro.

El joven se le acercó rápidamente, con el chaquetón oscilando a sus costados. Una sonrisa azarada cruzó su rostro. Se detuvo a dos metros de Hicks y tendió la mano, pero Hicks agitó irritadamente la cabeza, negándose a tocarle.

—¿Qué es lo que quiere de mí? —preguntó al muchacho.

Reuben intentó ignorar el desaire de Hicks.

—Me alegra conocerle. Usted es un escritor, y he leído… Está bien, olvídelo. Tengo que decirle algo, y luego volver al trabajo. —Agitó pesaroso la cabeza—. Todos tienen que ponerse a trabajar intensamente. No hay mucho tiempo.

—¿Todos quiénes?

—Creo que será mejor que hablemos donde nadie nos preste atención —dijo Reuben, mirando fijamente a Hicks—. Por favor.

—¿La cafetería?

—Estupendo. Yo también tengo hambre. ¿Puedo invitarle a comer? No me queda mucho dinero, pero podemos pedir algo barato para los dos.

Hicks agitó la cabeza.

—Si me convence usted de que realmente se trata de algo interesante —dijo—, yo le invito a comer.

Reuben abrió la marcha hacia la cafetería del hotel, vacía ahora que la hora de la comida ya había pasado. Se sentaron en un rincón, y aquello pareció satisfacer la necesidad de intimidad del muchacho.

—Primero —dijo Hicks— tengo que preguntarle: ¿va usted armado?

Reuben sonrió y negó con la cabeza.

—Tuve que venir tan aprisa como me fue posible, y ahora que estoy aquí me siento casi hundido.

—¿Ha estado alguna vez en una institución mental, o… asociado con cultos religiosos o cultos ufológicos?

De nuevo una negativa.

—¿Es usted un fanático Fraguista de Dios?

—No.

—Entonces dígame lo que tenga que decir.

Los ojos de Reuben se fruncieron e inclinó la cabeza hacia un lado. Agitó unos momentos la boca antes de empezar a decir:

—Recibo instrucciones de lo que creo que son pequeñas máquinas. Fueron dejadas caer por toda la Tierra hará un mes. ¿Sabe?, como una invasión, pero no para invadir.

Hicks se frotó una sien con un nudillo.

—Siga. Estoy escuchando.

—No son las mismas… que las que ustedes llaman las cosas que van a destruir la Tierra. Es difícil expresar con palabras todas las imágenes que me han mostrado. De todos modos, tampoco me lo han mostrado todo. Me pidieron simplemente que acudiera a usted y le diera algo, pero pensé que no era justo. La forma en que vinieron a mí no fue justa tampoco. No tuve ninguna elección. Así que ellos me dijeron, dentro de mi cabeza —se señaló la frente con un largo y poderoso índice—, me dijeron: De acuerdo, inténtalo a tu manera.