—¿Cómo se oponen ellos a esos enemigos?
—Los buscan allá donde van. Se dispersan entre las… estrellas, supongo. Naves sin nada vivo, no como usted y yo, dentro de ellas. Robots. Visitan todos los planetas que pueden, en torno a las estrellas, y… Aprenden acerca de esas cosas que devoran planetas. Y, siempre que pueden, las destruyen. —El rostro de Reuben era ahora soñador, los ojos enfocados en el vaso de agua que tenía delante.
—Entonces, ¿por qué no vinieron antes? Puede que ahora ya sea demasiado tarde.
—Exacto —dijo Reuben, alzando la vista hacia Hicks—. Eso es lo que me dijeron. Es demasiado tarde para salvar la Tierra. Casi todo el mundo y todas las cosas van a morir.
Pese a su escepticismo, aquellas palabras golpearon duramente a Hicks, frenando su sangre, haciendo que sus hombros se hundieran.
—Es horrible. Llegaron demasiado tarde. Tuvieron que detenerse en aquella luna, aquel lugar de agua y hielo…, Europa. Se convirtieron en cientos de miles, millones, de ellos mismos, de naves, para dispersarse. Utilizan el hidrógeno del agua como energía. Fusión.
»No es sólo la Tierra la que está siendo devorada. Los asteoides también. Y en realidad hay más peligro, supongo, de que esos devo-radores de planetas se alejen de los asteroides. Es más fácil alejarse del Sol. Algo… Maldita sea, me gustaría saber más de lo que me han mostrado. Lucharon contra ellos en los asteroides. Ahora pueden enfocarse en la Tierra… ¡El problema es que no pueden explicármelo todo con palabras que yo pueda comprender! Ignoro por qué me eligieron a mí.
—Siga.
—No pueden salvar la Tierra, pero pueden salvar parte de ella. Animales y plantas importantes, gérmenes, alguna gente. Me han dicho que quizás uno o dos mil. Tal vez más, depende de las posibilidades.
La camarera trajo lo que habían pedido, y Hicks se inclinó hacia delante.
—¿Cómo?
—Naves. Arcas, como la de Noé —dijo Reuben—. Supongo que las están construyendo en estos momentos.
—Está bien. Hasta ahora, de acuerdo —dijo Hicks. Maldita sea…, ¡me está convenciendo realmente!—. ¿Cómo hablan con usted?
—Voy a meterme la mano en el bolsillo y le mostraré algo —dijo Reuben—. No es un arma. No se asuste. ¿De acuerdo?
Hicks dudó, luego asintió.
Reuben extrajo la araña y la depositó sobre la mesa. Desplegó sus patas y se irguió con la resplandeciente línea verde de su «rostro» apuntada hacia Hicks.
—Supongo que la gente se está encontrando con estas cosas por todas partes —dijo Reuben—. Una de ellas llegó hasta mí. También me asustó mortalmente. Pero en estos momentos no puedo decir que esté haciendo nada contra mi voluntad. Casi me siento como un héroe.
—¿Qué es? —preguntó suavemente Hicks.
—No tiene nombre —dijo Reuben. Tomó la araña y volvió a guardarla en su bolsillo cuando se acercó la camarera. Depositó la comida sobre la mesa. Hicks no prestó atención a su pescado al horno. Reuben volvió a sacar la araña y la colocó entre ellos—. No la toque a menos que esté de acuerdo, ya sabe, en formar parte de todo esto. Le picará, por decirlo así. —El muchacho empezó a comer vorazmente su hamburguesa.
¿Picar? Hicks se retiró un par de centímetros de la mesa.
—¿Es usted de Ohio? —consiguió decir finalmente.
—Hummm. —Reuben agitó la cabeza hacia delante y hacia atrás, satisfecho—. Dios, es bueno comer de nuevo. No he comido nada en dos días.
—¿Están en Ohio?
—Están en todas partes. Reclutando.
—Y ahora quieren reclutarme a mí. ¿Por qué? ¿Porque… me han oído por la radio?
—Tiene que hablar usted con ella, con ellos —dijo Reuben—. Como le he dicho, a mí no me lo han contado todo.
La araña no se movía. No parece un juguete. Es tan perfecta, una joya de fantasía.
—¿Por qué hacen esto?
El muchacho agitó la cabeza, con la boca llena.
—Déjeme…, bien, con riesgo de poner palabras en su boca, déjeme ver si comprendo lo que me está diciendo. Hay dos tipos distintos de máquinas en nuestro sistema solar. ¿Correcto?
Reuben asintió, con la boca aún llena.
—Uno de los dos tipos desea convertir planetas en más máquinas. Todo esto ya se nos ha dicho. Ahora, ¿hay otro tipo opuesto que está diseñado para destruir esas máquinas?
—Exacto —dijo Reuben, después de tragar—. Amigo, tenían razón en escogerle.
—Así que estamos enfrentándonos a sondas von Neumann, y sondas asesinas. —Señaló la araña—. ¿Cómo pueden estos bonitos juguetes destruir las máquinas que devoran planetas?
—Eso sólo es una pequeña parte de la acción —dijo Reuben.
Hicks tomó su tenedor y arrancó un poco de carne a su pescado.
—Increíble —dijo.
—Usted lo ha dicho. Al menos usted lo está aprendiendo a la manera lenta y fácil. A mí, esa cosa casi me hizo saltar la cabeza en pedazos.
—¿Qué más sabe usted?
—Bien, veo cosas; a veces muy claras, a veces muy turbias. Algunas cosas ya han ocurrido, como la llegada de las máquinas que quieren salvarnos. Destruyeron la luna de Júpiter para construir más de ellas mismas y para obtener energía. Pero la caballería llegó un poco tarde…, inmediatamente después de que los indios ocuparan el fuerte. —Se encogió de hombros—. Después de que los aparecidos bajaran a la Tierra. Supongo que es estúpido hacer chistes sobre esto, pero mi cabeza está llena de locura, y no quiero que todo esto me vuelva loco. Algunas de las cosas que veo todavía no han ocurrido, como el que la Tierra sea pulverizada en pequeñas rocas, como los asteroides. Y luego esas naves espaciales extrayendo los recursos minerales de las rocas, devorándolas, construyendo más máquinas.
—¿Qué aspecto tienen esas máquinas?
—Eso no está demasiado claro —dijo Reuben.
—¿Cómo va a ser destruida la Tierra?
Reuben hizo una pausa y alzó un dedo.
—Al menos de dos formas. Esto está bastante claro. Espero poder hallar las palabras adecuadas. Hay cosas, bombas, zumbando en torno a la Tierra. Creo que esto es conocido, ¿no?
—Quizá —dijo Hicks.
—Y hay máquinas que se arrastran en lo profundo del océano. ¿No hay zanjas en el océano?
—Fosas.
—Sí, eso es. Arrastrándose por las fosas oceánicas. Convierten el agua en gases, hidrógeno y oxígeno, creo… H20. El oxígeno asciende burbujeando. Esas máquinas convierten el hidrógeno en más bombas H. Y luego depositan esas bombas a lo largo de las fosas, miles de ellas. Por toda la Tierra. Creo que harán estallar todas las bombas a la vez.
Hicks se quedó mirando al muchacho.
—Me gustaría que hablara usted de todo esto con algunas otras personas —dijo.
El muchacho pareció inquieto.
—Todo lo que se supone que debo hacer es darle a usted esto —señaló la araña—. Hasta ahora, ¿tiene sentido todo lo que le he dicho?
Hicks contempló la plateada máquina.
—Me está asustando mortalmente.
—¿Tan bien he sabido expresarme?
—Se ha ganado su comida. Si voy a hacer una llamada telefónica, ¿estará usted aquí cuando vuelva?
—Pídame otra hamburguesa. Me quedaré aquí todo el día.
—Suya es —dijo Hicks. Hizo una seña a la camarera. Reuben volvió a guardarse la araña en el bolsillo.
Fuera de la cafetería, cerca de la entrada de los servicios de caballeros, Hicks encontró una cabina telefónica. Había insertado su tarjeta en la ranura y tomado el auricular cuando se dio cuenta de que no tenía ni la menor idea de a quién llamar. Tenía una vaga noción de hablarles a Harry Feinman o a Arthur Gordon, pero no sabía dónde estaban, y probablemente le tomaría horas localizarles. Además, se decía que Feinman estaba muy enfermo, quizá muriéndose. El equipo operativo se había dispersado a los cuatro vientos tras el discurso del presidente.