Dudó, volvió a colgar el auricular y se quedó contemplando una palmera en una maceta al lado de la cabina, mientras se mordisqueaba una uña. Estoy excitado, y estoy absolutamente aterrado. Alzó una ceja y miró al otro lado del vestíbulo. Dramas ocultos.
Podía tomar la araña del muchacho y abrirse —hacerse vulnerable— a lo que fuera que el muchacho estaba experimentando. Pero no estaba muy claro lo que todo aquello significaba. ¿Renunciaría a su libre albedrío, se convertiría en un agente de lo que fuera que controlaba las arañas? Quizá las arañas se controlaban a sí mismas…, más ejemplos de inteligencia mecánica.
No había ninguna forma de saber si estaban o no controladas por las máquinas que amenazaban la Tierra. Otra capa de engaño.
Hicks buscó la seguridad de los servicios de caballeros y se encerró en uno de los cubículos. Después de orinar, siguió de pie detrás de la puerta, intentando controlar sus estremecimientos. ¿Por qué una araña? No es la forma más tranquilizadora para escoger.
Una batalla en los asteroides. Pero quizá no sea en absoluto una batalla; sólo parte de la demolición y creación de más sondas asesinas de planetas.
Cerró los ojos y vio una lluvia de enormes astronaves irradiando hacia fuera, dejando a sus espaldas los restos de un sistema solar arruinado. ¿Llegaría a convertirse el Sol en parte de aquella enfermedad estelar?
Trasteó con la cerradura sin conseguir abrirla hasta después de varios intentos, y salió, tropezando casi con un anciano caballero bien trajeado con un bastón.
—Vaya día ventoso que hace ahí fuera —dijo el caballero, haciendo una inclinación de cabeza y medio volviéndose para seguir a Hicks con sus amables ojos.
—Sí, es cierto —dijo Hicks junto a la puerta, haciendo una pausa y volviéndose hacia él.
El caballero le hizo otra inclinación, y sus miradas se cruzaron. Dios. ¿Es él uno de ellos? ¿Poseído por una araña?
El anciano caballero sonrió y se metió en el cubículo que Hicks había abandonado.
Hicks regresó a la cafetería y ocupó de nuevo su asiento.
—¿Cuánta gente ha sido reclutada hasta ahora?
Reuben había devorado casi toda su segunda hamburguesa.
—No me lo han dicho —respondió.
Hicks dio una palmada delante de él.
—¿Tiene usted la sensación de ser poseído?
Reuben frunció los ojos.
—Honestamente, no lo sé. Si no me mienten, nos están ayudando a todos nosotros, y prefiero estar haciendo esto que cualquier otra cosa. ¿No haría usted lo mismo?
Hicks tragó saliva con un esfuerzo.
—¿Conserva su libre albedrío?
—El suficiente como para discutir. A veces aceptan mis consejos. A veces ni siquiera escuchan, y entonces me manejan, de modo que supongo que no tengo todo el control. Pero parecen saber lo que están haciendo, y como digo, no hay tiempo suficiente para explicárselo a todo el mundo.
—Es usted extraordinariamente persuasivo —dijo Hicks.
—Gracias. Y gracias de nuevo por la comida. —Reuben untó una patata frita en el ketchup y la alzó como si saludara con ella antes de metérsela en la boca.
—¿Dónde está la araña?
—De vuelta a mi bolsillo.
—¿Puedo llevármela conmigo y pensármelo, después de hablar con algunas personas?
—No, amigo; si toca la araña, ella va a…, ya entiende. Le tendrá. Me siento obligado a decírselo.
—Entonces, realmente, no puedo aceptar bajo esas circunstancias —dijo Hicks. El miedo y la cautela han ganado.
Reuben se le quedó mirando, decepcionado.
—Le necesitan, de veras.
Hicks agitó la cabeza, firme.
—Dígales que no pueden obligarme.
—Entonces, parece que he cometido un error —murmuró Reuben.
Algo rozó la mano de Hicks allá donde descansaba sobre el vinilo de su silla. Apenas había vuelto la cabeza para mirar hacia allá cuando sintió como un ligero pinchazo. Saltó de su asiento, lanzando un grito y golpeando con una rodilla la parte de abajo de la mesa. Cayó sobre la moqueta, y una jarra de agua se derramó sobre sus piernas y pies. El dolor ascendió lacerante por su pierna, y se sujetó la rodilla con ambas manos, haciendo una mueca.
Otros tres clientes y dos camareras se habían congregado a su alrededor cuando su visión se aclaró. Un fuerte calor ascendía rápidamente por su brazo y se extendía por su cuello, su rostro, su cuero cabelludo. El dolor disminuyó. Frunció los labios y agitó la cabeza: tan estúpido.
—¿Se encuentra bien? —preguntó un hombre, inclinado sobre él.
—Sí, gracias —dijo Hicks. Buscó rápidamente una explicación—. Me mordí la lengua. El dolor fue atroz. Pero ya me siento bien.
Se alzó sobre un codo y examinó su mano. Había un pequeño punto rojo en la yema de su pulgar. Me picó.
Reuben no estaba en la mesa. El hombre ayudó a Hicks a ponerse en pie y éste se sacudió las ropas, dando las gracias a los otros y disculpándose profusamente por crear todo aquel alboroto. Su mano tocó un bulto del tamaño de un huevo en el bolsillo de su chaqueta.
—Había un joven conmigo. ¿Vieron dónde fue? —Miró nerviosamente al suelo y al asiento, buscando la araña. Pero está en mi bolsillo, se recordó a sí mismo.
—Allí hay alguien que se marcha —dijo una de las camareras. Señaló.
En la puerta de la cafetería, Reuben miró por encima del hombro a Hicks y sonrió.
El muchacho se metió rápidamente en el vestíbulo, giró hacia un lado y desapareció. No había ninguna necesidad de seguirle, así que Hicks tomó la cuenta y pagó a la camarera. Temblaba violentamente y sentía deseos de llorar, pero no sabía si era su contención británica o las instrucciones que fluían en él lo que le ayudaba a controlarse.
De hecho, no me siento mal. Por supuesto, no es mío el control…
Regresó a su habitación, se tendió boca arriba en la cama y cerró los ojos. Sus temblores disminuyeron y su respiración se hizo más pausada. Se volvió hacia un lado. La araña salió de su bolsillo y se aferró a su nuca.
Entonces, lo que Reuben había intentado explicarle se desplegó ante él con mucho mayor detalle. Una hora más tarde, se preguntó por qué había pensado siquiera en resistirse.
En algún momento de la tarde, la araña se apartó de su cuello y se arrastró por la cama, dejándose caer al suelo. La observó con menos de media atención; la información seguía fluyendo a él, y aunque parte de ella era incomprensible, al cabo de pocos minutos el flujo cambiaba, y entonces podía comprender más.
La araña trepó al aparato de televisión y rápidamente, con un ruido sorprendentemente pequeño, hizo una perforación en su base. Durante una hora del interior del aparato brotaron sonidos de cortar, pequeños chispazos, y ligeras bocanadas de humo y polvo. Luego, durante otra hora, todo permaneció tranquilo y silencioso. Tras lo cual dos arañas brotaron del agujero. Las dos se arrastraron hasta el bolsillo de Hicks.
—Santo cielo —murmuró Hicks.
PERSPECTIVA
The Andrew Kearney Show (Syndicated Home Info Systems Net), 19 de diciembre de 1996: personalidad invitada, el escritor de ciencia ficción Lawrence Van Cott:
Kearney: Señor Van Cott, ha escrito usted sesenta y una novelas y siete obras no de ficción, o mejor dicho, como dice aquí, de no ficción especulativa. ¿Qué significa eso?