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Rogers miró pozo arriba y contuvo por unos momentos el jadeante aliento, intentando escuchar algo. Seguro de que el aparecido no le dejaría simplemente meter el arma en su interior sin alguna resistencia.

Enrolló las cuerdas y las aseguró en su cinturón, luego suspendió la maza de una cuerda asegurada a una estaca que martilleó en la lava. Trepó por la chimenea como había hecho antes, sujetándose con los brazos echados hacia atrás en un lado y con los pies en el otro, subiendo centímetro a centímetro. Necesitó otros cinco minutos. Habían transcurrido doce minutos y estaba empezando a sentirse cansado, aunque todavía no sin aliento.

Se agachó en el bajo túnel casi horizontal, soltó el nudo corredizo que mantenía la maza unida a la estaca, y empezó a izarla por la chimenea tan aprisa como pudo. El cilindro pesaba al menos treinta kilos, y el esfuerzo hizo que se le agarrotaran los brazos.

Con el cilindro casi sobre el borde, oyó la voz de Gilmonn resonando desde abajo.

—¿Cómo van las cosas, coronel?

—Ya casi he llegado —respondió. Sus brazos eran dos agonías gemelas. La chaqueta antirradiación le rozaba en varios puntos y estaba empezando a convertirse en una irritación importante.

—Nos vamos.

—Le quedan veinticinco minutos —añadió el teniente.

—De acuerdo.

Conectó la linterna eléctrica, colocó la cabeza de combate perpendicular al túnel, y la hizo rodar los veinticinco metros hasta el borde de la antecámara. Descansó los brazos sólo un momento, trepó sobre el arma y soltó las cuerdas, luego la alzó y la transportó, caminando como un pato, hasta depositarla en el centro del espacio cilíndrico. La colocó sobre uno de sus extremos y abrió la cubierta para comprobar que el temporizador seguía funcionando. Así era. Cerró de nuevo la cubierta.

Mientras dirigía la linterna a la cámara mayor más allá, una sonrisa aleteó en su rostro. Las impasibles facetas grises reflejaron de vuelta el haz en una miríada de resplandores mates.

—Aquí está nuestro agradecimiento —murmuró.

Veinte minutos. Tenía tiempo de volver a bajar por el túnel y alejarse tres kilómetros. Extrajo un cuchillo del bolsillo de sus pantalones y cortó el faldón de la chaqueta, luego se la sacó y la arrojó a un lado. Se deslizó por el túnel horizontal, ignorando el calor de la fricción en sus codos y nalgas, y se detuvo el tiempo suficiente para inspirar profundamente y prepararse para descender lo más rápido posible por la chimenea. Con la cautela instintiva de sumirse en la oscuridad, por familiar que ésta fuera, apuntó el haz de su linterna hacia abajo.

A tres metros de distancia, el haz se interrumpió.

Rogers contempló incrédulo el bloqueo.

Podía haber estado allí toda una eternidad, un tapón plano tan oscuro y sin rasgos distintivos como las paredes de la propia chimenea.

—Cristo santo —murmuró.

Dieciocho minutos.

Estaba fuera del túnel horizontal y al lado de la bomba antes incluso de poder pensar en nada. Con una destreza sorprendente, retiró la cubierta y apoyó el dedo en el botón de interrupción. Y entonces se detuvo, el rostro empapado en sudor, notando las saladas gotas que hacían que le escocieran los ojos.

No había salida. Aunque detuviera el temporizador de la maza, no podía pensar en ninguna forma de escapar. Una docena de posibilidades improbables se alinearon en un desfile provocado por el pánico. Quizá se hubiera producido alguna otra abertura en alguna otra parte. Quizá el aparecido estaba naciendo finalmente a la vida, incluso preparándose para despegar.

Quizá le estaba ofreciendo un trato.

Desactiva la bomba, y te dejaré salir.

Se apartó del cilindro, haciendo oscilar la antorcha a uno y otro lado por las inmediaciones. ¿Por qué se ha cerrado? ¿Acaso ha permanecido activo durante todo el tiempo, observándonos, imaginando todo lo que hacíamos?

Se apoyó contra la curva de la antecámara, cerca del túnel horizontal. Dieciséis minutos.

Dentro de cinco o seis minutos, probablemente no importaría que pudiera salir o no. No llegaría lo suficientemente lejos del aparecido como para sobrevivir a la onda de choque o a la dispersión de la metralla. No podía concebir ninguna masa, ni siquiera del tamaño de una montaña pequeña, capaz de resistir el estallido en su interior de tres kilotones.

Rogers agitó lentamente la cabeza, intentando concentrarse, impedir que su mente se extraviara. Podía desconectar el arma y ver si el camino estaba abierto de nuevo. Golpe por golpe. Hiéreme en la espalda. Yo te heriré en la tuya. Lo siento, todo fue un terrible malentendido.

Arrodillado al lado de la maza, tendió de nuevo la mano hacia el botón.

¿Sabes? Ésta es la primera vez que obtenemos realmente una reacción de ti.

Pensó en aquello, mordiéndose el labio inferior, tensando y relajando los dedos sobre el interruptor.

—Quizá te sientas traicionado —dijo en voz alta—. Quizá por primera vez hemos llegado hasta ti.

De alguna forma, aquello no era convincente.

No podía decidirse a desconectar el interruptor. No podría volver a poner en marcha el temporizador si desconectaba el arma; el teniente no le había indicado cómo hacerlo.

Catorce minutos.

El primer golpe de nuestro lado. Yo estoy a cargo de él.

Se sentó al lado de la maza, tendió la mano para recoger la chaqueta antirradiación y colocarla sobre sus rodillas. Vaya dilema.

El silencio dentro de la cámara era absoluto.

—Si me estás escuchando, maldita sea, háblame —dijo—. Cuéntame cosas de ti. —Rió quedamente, y aquel sonido le aterró más que cualquier otra cosa, porque le dijo lo cerca que estaba realmente de accionar el interruptor. Podría ver de nuevo a su esposa y a su hijo si lo accionaba; no tendrían que recibir y leer la carta que había dejado en su gaveta de mensajes. Pudo ver el rostro de Clare, toda vestida de luto, y le dolió el pecho.

El rostro de William, pura picardía de cinco años de edad.

¿Qué pensaría de sí mismo si desactivaba la bomba?

Su carrera estaría igualmente acabada. Habría fracasado en su acción contra el enemigo y puesto en peligro todo el esfuerzo de defensa. Otros habían arriesgado sus carreras, quizás incluso sus vidas. Rogers no deseaba, en estos momentos, analizar cuánta gente, arriba en la línea de mando, había ayudado para conseguir aquella arma, y cómo debían sentirse en aquellos momentos, posibles traidores que habían quebrantado la ley, corriendo un terrible riesgo. Desafiando al presidente. Amotinados, rebeldes.

—Maldita sea, nos conoces tan bien —le dijo a la oscuridad—. Nos has engañado en todos sentidos, y ahora piensas que nos has engañado de nuevo. —Ninguna respuesta.

El silencio del espacio profundo. Eternidades.

Doce minutos.

¿Cuántas veces había tendido la mano, todo su cuerpo suplicante, y cuántas veces algo indefinido le había obligado a echarse atrás?

—No voy a tocar ese botón. Sal y desactívalo tú mismo. Quizá no luche contigo. ¡Quizá tengamos ahora algo en común!

Estaba respirando demasiado ansiosamente. Se cubrió la boca con las manos e intentó detener cada bocanada de aire y frenar sus frenéticos pulmones. El juicio del valor de uno, ¿requería la apariencia de la nobleza, o era suficiente un solo acto? Si al final de los —comprobó— once minutos, no era más que un sollozante y gimoteante despojo tirado en el suelo, capaz tan sólo de mantener su dedo alejado del botón, ¿seguiría yendo al Valhalla de los señores de la guerra para alinearse junto a todos los héroes muertos? ¿O sería echado de allí, enviado a las duchas? Lávate todo este hedor de miedo, soldado.

No quería el Valhalla. Quería a Clare y William. Quería decir adiós con más palabras de las que había puesto en la carta. En persona.