—La comprendiste tan bien como yo —dijo Arthur, abrazando sus hombros.
Una forma larga y oscura, una simple aguja, apuntando al corazón de Europa, al núcleo rocoso, envolviendo largos campos colectores en torno al hielo y el vapor, acumulándose en su interior, extrayendo los átomos de hidrógeno del oxígeno, fusionándolos. Perforando el núcleo…
Y, de nuevo, nada más.
—¿Todavía no lo has decidido? —preguntó suavemente Francine.
—¿Decidido qué?
—Marty preguntó esta mañana…
—Creí que lo había dejado claro.
—Necesito que me lo digas de nuevo.
—Sí. Permaneceremos juntos. Os llevo conmigo, allá donde vaya.
—Bien —dijo ella.
Finalmente Francine se quedó dormida, pero Arthur no. Estaba atormentado por su «recuerdo» —el de Lehrman, en realidad— de la expresión del rostro del presidente.
¿Cree en Dios?
Creo en el castigo.
PERSPECTIVA
The Los Angeles Electronic Times, editorial sin firma en la pista de Opinión, 10 de enero de 1997:
La noticia de la destrucción de la anomalía del Valle de la Muerte se ha difundido por el mundo como una onda de choque. Al principio hemos exultado: un golpe contra el enemigo. Pero los proyectiles siguen agitándose en el interior de la Tierra. La anomalía en Australia sigue intacta. Los rumores de una anomalía rusa siguen llegando hasta nosotros. La Tierra todavía se halla asediada. La opinión de un conocido escritor de ciencia ficción, expresada en una entrevista por televisión en un programa a última hora de la noche, se ha convertido con rapidez en un dogma público: que esos «proyectiles» son cápsulas superdensas de materia y antimateria neutrónica, destinadas a encontrarse en el centro de la Tierra y destruirnos a todos. No tenemos forma de saber hasta qué punto es eso verdad. Parece claro, sin embargo, que es muy poco lo que podemos hacer, y de una forma irracional nuestras esperanzas se desvanecen rápidamente.
50
Walt Samshow tomó su bocadillo del ala de estribor del puente del Glomar Descubridor y contempló las olas en la proa y el oscuro océano azul negro mientras comía. Habían abandonado Pearl Harbor por la mañana del día anterior, zigzagueando a través del océano en busca de concentraciones de oxígeno atmosférico por encima de la Fractura de Molokai.
Ocasionalmente, una insignificante miga de pan blanco se desprendía de su bocadillo y derivaba hacia abajo, hacia el húmedo olvido. Imaginó que algún errante zooplancton no tardaría en descubrirla y la compartiría. Nada se perdía realmente, si tenías acceso a todos los ojos y sentidos en el universo, como a veces imaginaba que hacía Dios. El propio Dios no tenía ojos; creaba ojos y ponía cosas vivas a cargo de ellos, a fin de que Él pudiera ser testigo de la majestad de la creación desde un punto de vista objetivo.
David Sand subió la escalerilla y se reclinó en la barandilla al lado de Samshow, los ojos rojos por la falta de sueño.
—Estamos a doce horas de la fractura —dijo—. El capitán ha ido dentro y Chao va a montar la guardia a partir de ahora.
Samshow asintió y masticó.
—Parece que no hay mucho entusiasmo, ¿verdad? —preguntó Sand.
—Al menos estamos trabajando —dijo Samshow, después de tragar.
—Fanning, en la sala de radio, dice que la Marina tiene tres barcos ahí fuera, simplemente yendo de un lado para otro… —hizo dos movimientos de zigzag con la mano—. Arriba y abajo. Mirando.
—¿Todavía no ha votado la Cámara el impeachment? —preguntó Samshow, enderezándose, compensando expertamente con las piernas el suave balanceo del barco. Arrugó el papel que había envuelto su bocadillo y se lo metió en el bolsillo de su camisa, junto a lápices y bolígrafos.
—No que yo sepa —dijo Sand.
—A veces creo que merecemos morir, somos todos tan malditamente estúpidos. —El tono de Samshow era imperturbable, suave. Igual hubiera podido hacer una observación sobre algún ave marina.
Sand sonrió incómodo y agitó la cabeza.
—La voz de la experiencia —fue todo lo que consiguió decir.
—Sí. He estado al tanto de las noticias y he leído libros y he trabajado con todo tipo de gente durante sesenta y tantos años, y he visto todo tipo de estúpidos. Nos damos de golpes los unos contra los otros cada día de nuestras vidas, tanteando, y damos nuestras opiniones sepamos algo o no, y si alguien descubre que mentimos… Oh, a la mierda. —Agitó la cabeza—. Simplemente me siento desacostumbradamente agrio hoy.
—Correcto. —Sand se apartó un mechón de pelo reseco por el sol de los ojos.
—Nos han atrapado, ¿sabes? Estamos hundidos y somos débiles y no hay una maldita cosa que podamos hacer ahora excepto salir y mirar… —alzó las cejas y frunció los labios— y decir: «Hey, por Dios, eso es. Estamos desangrándonos.» Sabían exactamente qué hacer. Utilizaron sus reclamos, y acudimos. Es como si conocieran nuestra estupidez desde hacía generaciones, desde hacía miles de años. Quizás han hallado demasiados mundos gobernados por la estupidez a lo largo de la galaxia. Así que nos tienen confusos y pateando patas arriba, y ellos tienen el cuchillo en nuestras gargantas, como si se prepararan para degollar un maldito cerdo. —Aferró la barandilla y se balanceó suavemente sobre sus talones—. Nunca me he sentido tan inútil en mi vida.
Sand inclinó la cabeza hacia un lado.
—Todavía sigue pareciéndome algo teórico —dijo—. No puedo creer que realmente esté ocurriendo algo.
—Ha estado lloviendo durante dos días en Montana, y siguen sin poder apagar los incendios —dijo Samshow—. Ahora hay un fuego de pastos en Asia central que ha quemado doscientas mil hectáreas. Es inútil decir que no pueden controlarlo. Y el incendio de Tokio. No sólo somos estúpidos, sino que nuestra loca gente va a quemarnos a todos antes de que el mundo se haga pedazos. Todos nuestros pecados cuelgan en torno a nuestros cuellos.
Fanning, apenas veinte años, estudiante graduado de la Universidad de California en Berkeley, subió al puente y se metió las manos en los bolsillos, agitando excitado los hombros.
—Lo imaginé —dijo—. Algunos de los mensajes codificados de la Marina. No se están molestando mucho en ocultar las cosas. Tienen un submarino capaz de alcanzar aguas profundas en alguna parte ahí fuera. —Se sacó una mano del bolsillo y barrió con ella el horizonte—. Creo que es uno de los grandes, uno nuclear. Con orugas. Dicen que está arrastrándose por el fondo.
—¿Algo más? —preguntó jocosamente Sand—. ¿O es un secreto?
Fanning se encogió de hombros.
—Quizá vayamos a hacer algo —dijo—. Quizá vayamos a intentarlo de nuevo. Golpear algo importante, no sólo una roca. Bien por el presidente, hombre —dijo, y alzó un expresivo dedo.
Edward se detuvo en el aparcamiento del restaurante y motel The Little America, con el motor de la autocaravana ronroneando suavemente, y escrutó el humoso horizonte septentrional. El incendio llevaba ya cinco días ardiendo, y estaba completamente fuera de control. La nube naranja y marrón se extendía hasta los límites del este y el oeste, convirtiendo al sol en una apocalíptica llama roja. Zarcillos de humo gris pasaban por encima de la carretera y el motel, dejando caer fantasmales copos de fina ceniza blanca. Por lo que había oído por la radio, no había forma de ir más al norte; ochenta mil hectáreas de Montana ardían, y ayer las llamas habían penetrado hambrientas en Canadá.