Los Jefes (o Señores o Amos Secretos, todos ellos títulos aplicados en uno u otro momento a los anónimos organizadores) habían decidido al parecer que los humanos, con una amplia supervisión, eran quienes mejor sabían cómo elegir y planificar su propio rescate. A veces, Hicks tenía sus dudas.
Delante de una cena de macarrones con queso servida sobre la desnuda mesa de roble, mientras los niños escuchaban, Hicks preguntó a su anfitriona acerca de su papel en su rescate.
—No estoy segura —dijo ella—. Me cogieron hará unas seis semanas. Traje aquí a tres personas aproximadamente una semana después de eso, y se quedaron unos cuantos días, y luego se fueron. Después vinieron otras personas, y ahora usted. Quizá mi misión sea la de posadera temporal.
La niña se rió quedamente.
Podrían haber elegido alojamientos más hospitalarios. Pero se guardó para sí el pensamiento.
—¿Y qué hay acerca de usted? —preguntó ella—. ¿Qué es lo que hace?
—Elaborar una lista —respondió.
—¿Quién va a ir, y quién no?
Dudó, luego asintió con la cabeza.
—En realidad, nos estamos concentrando más en la lista de a quiénes más reclutar. Todavía queda mucho trabajo por hacer, y no hay tanta gente como eso para hacerlo.
—No creo que mis chicos y yo vayamos —dijo la mujer. Se quedó mirando la mesa, el rostro fláccido, luego alzó lentamente las cejas y se puso en pie—. Jenny —dijo—, retira la mesa.
—¿Nosotros no vamos a ir, mamá? —preguntó el niño.
—Cállate, Jason —ordenó su hermana.
—¿Mamá? —insistió Jason.
—No vamos a ir a ninguna parte, y presta atención a tu hermana, a lo que dice.
Tuvieron que empezar en alguna parte, pensó Hicks. Ella fue una de las primeras. No sabían por dónde empezar. La sospecha de su inadecuación —si ésa era la palabra correcta— o su incapacidad para calificarse para la migración, no le impedía seguir viendo el bien que estaban haciendo, o la necesidad de su trabajo.
Si es que disponemos todavía de nuestro libre albedrío.
Esa pregunta seguía aún sin respuesta. Hicks prefería pensar que seguían teniendo dominio de su voluntad, lo cual implicaba que aquella mujer demostraba una cualidad humana auténticamente admirable: un abnegado valor.
Dos días más tarde le llevó en coche al aeropuerto, y tomó un avión a San Francisco. Sólo a bordo del aparato se dio cuenta de que había oído los nombres de los hijos de la mujer, pero no el de ella.
A mucha altura sobre la Tierra, por encima del manto de oscuras nubes, Hicks dormitó y tecleó notas en su ordenador y se dio cuenta de que no estaba, por el momento, en conexión. La red le había dejado libre durante aquellas pocas horas y no era copartícipe del ordenado flujo de voces e información. Tenía tiempo para pensar y para hacerse preguntas. ¿Cómo pasaron las arañas a través de la seguridad del aeropuerto? Aquello parecía sencillo. Habían abandonado su equipaje en los scanners, habían reptado por entre los mecanismos, y habían vuelto a meterse más allá del alcance de los sensores. O tenían medios de alterar sus sombras en los rayos X. Los aparatos sensores humanos habían fracasado completamente desde un principio; si los aparecidos habían podido posarse sobre la Tierra sin ser detectados, ¿qué tenía de sorprendente que una araña pasara a través de la seguridad de un aeropuerto?
Meditó sobre esas cosas con los ojos cerrados, gozando de su intimidad temporal. Luego, movido por un impulso, insertó un disco que contenía los textos de sus obras completas en el ordenador y tecleó Hogar estelar. Fue pasando página tras página, saltándose las largas secciones de dramatización (razonablemente conseguida o no) e intrigas y política y leyó con mayor detalle los pasajes de especulaciones y extrapolaciones. No es un mal libro, pensó. Incluso ahora, dos años después de haberlo terminado, al menos atrae mi interés.
Pero el orgullo estaba ampliamente enmascarado por la tristeza. El libro hablaba de un futuro. ¿Qué futuro había aquí? Ciertamente no el que había imaginado, un futuro de seres humanos y extraterrestres interactuando en una enorme misión de aventuras y descubrimiento. En algunos aspectos, aquello parecía ahora lamentablemente ingenuo.
La vida en la Tierra es dura. La competencia para las necesidades de la vida es feroz. Qué ridículo creer que la ley de la supervivencia del más apto no es aplicable en todas partes, o que puede ser negada por el progreso de la tecnología en una civilización avanzada.
Y sin embargo…
Alguien ahí fuera estaba pensando de modo altruista.
El altruismo es egoísmo disfrazado. El egoísmo agresivo es una urgencia disfrazada hacia la auto destrucción.
Había escrito aquello en una ocasión, en un artículo sobre el desarrollo del tercer mundo que no había llegado a ser publicado. Las naciones desarrolladas podían servir mejor sus intereses fomentando el crecimiento y el desarrollo de las naciones más débiles y menos privilegiadas…
Y quizás eso era lo que estaba ocurriendo aquí.
Pero muchos expertos en estrategia habían leído su artículo y lo habían criticado severamente, citando muchos ejemplos históricos para demostrarle que estaba equivocado. «¿A qué intereses sirve la Unión Soviética?», le había preguntado un lector. La Unión Soviética, había reconocido él, era más fuerte que nunca —aparentemente—, pero se enfrentaba a enormes problemas coordinando las naciones y pueblos que había absorbido, problemas que otros creían que podían resultar fatales a largo plazo. «Pero todavía no…, ¿y cuántas naciones duran más de un siglo?», había respondido el crítico.
Ahora aplica la teoría del altruismo necesario a grupos de seres inteligentes que han sobrevivido decenas de miles de años. Si uno solo de ellos lanza sondas devoradoras de planetas, destructoras de civilizaciones, y ninguno de los demás responde lanzando destructores de sondas…
¿Quién gana?
Los destructores de sondas, entonces, eran en definitiva lanzados por puro egoísmo. ¿Pero por qué intentan conservar civilizaciones posiblemente competidoras? ¿Por qué no simplemente destruir los devoradores de planetas y acabar con ellos?
La red no estaba disponible para él; todo lo que tenía era recuerdos implantados, información a la que no siempre podía acceder sin la ayuda de la red.
A menudo espoleaba sus pensamientos dejando que hablaran sus dedos. Ahora abrió un archivo y empezó a escribir. Las primeras frases brotaron como un galimatías y las borró. Hay una respuesta aquí, dentro de mí. Lo sé.
Pero por mucho que lo intentaba, no conseguía poner las cosas en orden.
No sé por qué están intentando conservarnos.
Cuando estaba fuera de la calmante y persuasiva dirección de la red, aquella ausencia de una respuesta le preocupaba.
Harry Feinman no conseguía conectar con su pasado. Ese tiempo en el que podía moverse y estaba libre del dolor era una ficción, algo fraguado por su imaginación. No podía concebir el haber hecho el amor alguna vez o el haber comido una comida completa. En los pocos momentos de lucidez que le quedaban cada día, registraba su cuerpo en busca de algún signo de aquel pasado y no encontraba nada. Todo estaba fallando. Era una persona distinta; Harry Feinman ya había muerto.
Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo y casi dormido, profundamente sedado. Pensaba o soñaba vagamente en la vida después de la muerte, y decidió que en realidad la cuestión no importaba; cualquier cosa, incluso el completo olvido, era mejor que aquella semiexistencia.