El invierno terminaba de forma prematura; a través de las Sierras, la nieve estaba retrocediendo con rapidez.
California —con excepción de San Diego, donde los incendios se habían extendido hacia el norte a partir de Tijuana— parecía haber escapado a lo peor de las conflagraciones. El Yosemite estaba intacto. Eso podía explicarse por la falta de turistas; las carreteras estaban desacostumbradamente vacías. Unas cuantas emisoras de radio habían desaparecido de las ondas, abandonadas por su personal. Las noticias que había oído por la radio mientras entraba en Fresno distaban mucho de ser tranquilizadoras.
Los objetos Kemp-Van Cott dentro de la Tierra estaban disminuyendo su velocidad mucho más rápidamente que antes. Parecía, tanto para la percepción científica como del público, que los armónicos giros de aquellos dos (o más, decían algunos) «proyectiles» estaban marcando el ritmo de los últimos días de la Tierra. La estimación normal era de treinta días antes de que se encontraran en el centro de la Tierra. La sentencia de muerte.
Compró un poco de comida básica y varios packs de seis latas de cerveza en la tienda de alimentación, luego cruzó la ciudad, deteniéndose movido por un impulso en el enorme centro comercial de tres pisos justo al lado de la carretera, en Pinedale.
—¿Qué demonios estoy haciendo? —se preguntó a sí mismo tras haber aparcado la autocaravana. Se quedó sentado en el asiento del conductor, contemplando el aparcamiento medio lleno—. Odio los centros comerciales.
Salió y cerró cuidadosamente el vehículo. Con unos desteñidos tejanos azules, una chaqueta Pendleton y zapatos deportivos, podía pasar por cualquiera de los locales que iban de un lado para otro en el nivel inferior del centro comercial, yendo de escaparate en escaparate, solos o con sus amigas o su familia. Aún inseguro de por qué estaba donde estaba, Edward se sentó en un banco cerca de un puesto de flores y contempló pasar la gente, concentrándose en los hombres.
¿La vida como siempre? En absoluto.
Las expresiones de los rostros de los hombres, jóvenes o viejos, parecían fijas, desconcertadas. No había alegría en sus compras. Los niños aún mostraban entusiasmo, y las mujeres, en su mayor parte, parecían tranquilas o inexpresivas. ¿Por qué? Se supone que las mujeres sienten más las cosas que los hombres. ¿Por qué la diferencia?
Tras una hora de observar y pensar, se puso en pie y se acercó a una librería, el único lugar concebible en todo el centro donde podía encontrar algo de interés. Mientras miraba la sección de viajes y elegía algunos libros sobre el Yosemite, oyó una conmoción cerca del mostrador delantero. Un hombre robusto y enrojecido, con una camisa blanca y unos pantalones grises, entró gritando:
—¡Hey, hey! ¿Saben eso? ¿Han leído eso ya?
Agitaba un periódico, con el rostro crispado por una sonrisa.
—Los rusos han hecho volar también el suyo. ¡Ya son dos! ¡Ahora sólo falta el australiano, y ya los tendremos!
Nadie mostró excesivo entusiasmo.
Estamos completamente hundidos, pensó Edward. Todo el planeta se siente como nos sentíamos nosotros cuatro en Vandenberg. ¿Qué importa si conseguimos arrancarles un pequeño mordisco?
Compró los libros y abandonó rápidamente el centro comercial.
En la estatal 41 de California, conduciendo hacia el norte, cruzándose con un coche quizá cada cinco minutos, asintió con la cabeza y encajó la mandíbula, dándose cuenta de pronto de por qué había hecho aquella parada en Pinedale. Los libros, por supuesto, eran superfluos; había ido allí a decir adiós a parte de su cultura.
Si esto va a convertirse en un velatorio a escala mundial, pensó, será mejor que le diga adiós a todo el mundo.
Edward siguió la 41 a través del parque y tomó el largo y serpenteante camino a lo largo de una casi vacía Wawona Road, con la sombra de los pinos Jeffrey y Ponderosa cruzando su parabrisas. Eran las cuatro, y el frío y dulce aire con aroma a plantas penetraba por la medio abierta ventanilla lateral junto con pulsantes estallidos de sol entre los grupos de árboles. Grandes manchas de nieve se apilaban aún a los lados de la carretera, con los bordes brillantes y redondeados.
El túnel de Wawona se abría a Punta Inspiración y a una vista de toda la longitud del valle. Aparcó la autocaravana en el aparcamiento pavimentado, tres espacios más allá de un solitario coche desocupado. Bajó, saboreando el momento, caminó hasta el borde y se detuvo junto a la barandilla, las manos en los bolsillos, una sonrisa estúpida en el rostro.
Soy de nuevo un niño.
Aquello era lo que recordaba más claramente…, el fondo del valle, verde con densos pinos, y en la sombra de la parte occidental el río Merced reflejando sus serpenteantes curvas de claro cielo azul. Las cataratas del Velo de Novia cortaban su famoso y brillante arco blanco y morían en una brumosa niebla de espuma contra las rocas de abajo. Encima de las cataratas, las Rocas Catedral enmarcaban las monstruosidades de granito más allá. A la izquierda el rostro de El Capitán resplandecía gris y puro, dominando el valle desde su perspectiva.
Hace más de veinte años, me pregunté cómo sería recorrer una masa hecha de tanto granito. Hay lugares ahí dentro que nadie ha visto nunca, un espacio enorme de sólida roca, silenciosa e inmóvil, como congelada.
Más allá y detrás de El Capitán se alzaban los Tres Hermanos y el Domo Norte, desde aquel ángulo una simple superfluidez de roca recubierta de nieve en su parte superior, que seguramente asumiría su característica propia cuando fuera contemplada desde abajo. Casi emparejado con el pico blanco del Descanso de las Nubes, y encima de la parte inferior de las Rocas Catedral, estaba la tranquila afirmación del brillante rostro del Semidomo.
El frío viento se alzó del valle y agitó el pelo de Edward. No estoy soñando. Por Dios, estoy finalmente aquí, y esto no es un sueño. Se sintió impulsado a asegurarse, y golpeó ligeramente su bota contra uno de los postes de la barandilla.
Durante más de veinte años, en sus sueños, aquél había sido el lugar de su mayor felicidad, su paz. En ningún otro lugar se había sentido nunca tan tranquilo, pensó; y sus regresos casi mensuales, en sueños, a aquel valle, aquellos monolitos, no dejaban de recordarle lo que había perdido.
Su padre, al que había perdido —y que también le había perdido a él—, y su madre, que le había ignorado. La paz y la tranquilidad de la ignorancia infantil, o quizá fuera la iluminación; no le importaba.
A las cinco y media, Edward había trasladado todo su equipo del aparcamiento de Curry Village a la cabina de lona que había reservado (innecesariamente) con tres semanas de antelación. Revisó la cabina, una plataforma elevada de madera cubierta con una remendada lona blanca, aislada en medio de los árboles cerca del talud de Punta Glaciar. La única bombilla de la cabina proporcionaba luz suficiente, aunque no fuera brillante, y las dos camas de armazón metálico con mantas del ejército estaban en buen estado y eran confortables.
Siguió la carretera más allá de las tiendas de Curry Village y por encima de un puente de piedra y luego cruzó el prado. Un mirlo de alas rojas posado en un arbusto cercano puso objeciones a su presencia. Sonrió e intentó imitar su canto de un modo amistoso, pero el ave no aceptó sus avances. No importaba; sabía que él pertenecía allí tanto como el pájaro.
Desde el centro de un prado, rodeado por montecillos de hierba, giró sobre sí mismo para examinar su nuevo mundo. El valle estaba oscuro y tranquilo; el intenso cielo azul profundo del anochecer colgaba inmóvil sobre él. Oyó los distantes ecos de gente riendo y hablando, sus voces resonando en las paredes de granito de Punta Glaciar, Roca Centinela y los Arcos Reales al otro lado del valle. En la base de los Arcos Reales pudo divisar las luces del hotel de turismo Ahwanee. A unos cuantos cientos de metros a la izquierda, varios fuegos de campaña y luces eléctricas revelaban el emplazamiento de Yosemite Village.