Выбрать главу

Él y sus padres se habían alojado la última noche de su viaje en el Ahwanee, tras pasar una semana en las cabinas de lona. Estaba dudando aún de si hacer lo mismo cuando se acercara el final.

Una sublime paz.

¿Cómo podía viajar la gente del mundo si podían pasar sus vidas en aquel tipo de belleza? ¿Si los humanos eran tan raros que casi cualquier encuentro era precioso?

Encendió su linterna e iluminó con ella su camino mientras regresaba a las cabinas de lona. Sobre un peñasco de granito plano en la parte baja de la ladera que conducía a su cabina depositó el hornillo Coleman y un pote de agua y se preparó una cena rápida a base de sopa, a la que echó una cebolla y una salchicha junto con los fideos.

Se dirigió en la oscuridad a las duchas, vestido sólo con una bata de tela de toalla blanca que le llegaba hasta las rodillas y con los útiles de afeitar en la mano. Un arrendajo dio unos pequeños saltos a sus espaldas, buscando migas caídas.

—Ya es de noche —le dijo al pájaro—. Vete a dormir. Ya he cenado. ¿Dónde estabas? Ya no queda nada de comida. —El ave insistió, sin embargo; sabía que los humanos eran mentirosos.

Las duchas comunales —un largo edificio revestido de madera, las mujeres a la izquierda, los hombres a la derecha— estaban prácticamente vacías. Un empleado en el mostrador del jabón y las toallas permanecía reclinado en su taburete, y sólo se enderezó cuando Edward se le acercó.

—Escoja usted mismo —dijo el joven, entregándole con un floreo una pequeña pastilla de jabón y una toalla—. No tiene que esperar.

Edward sonrió.

—Debe ser aburrido.

—Es maravilloso —dijo el empleado.

—¿Hay mucha gente por aquí?

—¿En todo el valle? Quizá dos, trescientas personas. En Camp Curry, no más de treinta. Perfectamente pacífico.

Edward se duchó en una cabina limpia, virtualmente no usada, luego se afeitó con una maquinilla desechable ante un espejo lo bastante largo como para acomodar ante él a quince o veinte hombres. Otro hombre entró en las duchas, sonriendo alegremente. Edward le hizo un saludo cordial con la cabeza, con la sensación de pertenecer a una nobleza privilegiada, guardó sus cosas de afeitar y regresó a su cabina de lona.

A las ocho ya estaba cansado de leer los libros que había comprado en la librería del centro comercial. Apagó la luz y hundió la cabeza en la almohada, y permaneció tendido sin dormir durante una hora, pensando, escuchando.

En algún lugar en el valle, un grupo de niños cantaba canciones folklóricas, y sus jóvenes voces se alzaban muy altas en la estrellada oscuridad. Sonaban como alegres fantasmas.

Estoy en casa.

55

Reuben cumplió los diecinueve años el 15 de marzo en Alexan-dria, Virginia. Lo celebró comprándose un donut y un cartón de leche en una pequeña pastelería, y luego se detuvo en la calle, atrayendo miradas suspicaces. Se había comprado un nuevo abrigo y un sombrero de fieltro de ala ancha, pero los jóvenes negros, altos y musculosos, ociosamente de pie en medio de la calle, aunque fueran vestidos de una manera no llamativamente inconformista, no eran una atracción que gustara en el distrito turístico. No le importaba. Sabía lo que estaba haciendo.

Con un floreo, arrojó el cartón de leche vacío y el estuche de papel encerado del donut a una papelera pública, se secó delicadamente los labios con el nudillo de su dedo índice, y abrió con la llave la puerta de un deslucido Chrysler LeBaron plateado de 1985. Había comprado el coche en Richmond, pagando en efectivo, y en sólo tres días había recorrido seiscientos kilómetros con él. Era el primer coche que nunca hubiera comprado, y no le preocupaba si era suyo o no. Por el momento tenía su uso exclusivo, y eso era lo que contaba.

El resto de la cartera llena de dinero —aproximadamente diez mil dólares— estaba metido en el portamaletas, debajo de la rueda de repuesto.

—De acuerdo —dijo, escuchando el suave ruido del motor al ralentí—. ¿Dónde ahora?

Frunció unos instantes los ojos. Ahora las órdenes llegaban normalmente a través de gente, y no de la indefinida no voz de aquello a lo que la red llamaba el Jefe. Reuben había llegado incluso a reconocer las «firmas» de algunas personalidades humanas con las que se había comunicado, pero esta vez no le resultaron familiares.

—Cleveland, de acuerdo —dijo. Sacó varios mapas de la guantera y utilizó un rotulador amarillo para marcar su recorrido a lo largo de las carreteras. Había pasado los últimos días robando centenares de libros y discos ópticos en las bibliotecas de Washington y Richmond, y comprando otros centenares en las librerías. Había entregado todo aquello a tres hombres de mediana edad en Richmond, y no tenía una idea muy clara de lo que iban a hacer con ellos; no lo había preguntado. Evidentemente, el Jefe estaba interesado en la literatura.

Con un cierto alivio —no le gustaba robar, aunque fuera para una buena causa—, enfiló carretera adelante.

La primavera estaba llegando rápido. Las colinas que rodeaban el peaje de la autopista de Pensilvania tenían ya un color verde intenso, y los árboles estaban llenos de hojas nuevas que no tendrían tiempo de mudar. No iba a haber verano ni otoño.

Reuben agitó la cabeza, pensando en aquello, con las manos en el volante. Cuando estaba en la carretera, la red raras veces hablaba con él, y eso le daba mucho tiempo —quizá demasiado tiempo— para pensar en cosas.

Llenó el depósito del LeBaron en New Stanton y aparcó frente a una cafetería. Tras una comida rápida de hamburguesa y ensalada, pagó la cuenta y miró un expositor de postales, eligiendo una que mostraba un enorme establo blanco cubierto con los símbolos característicos del dialecto alemán de Pensilvania. Compró unos sellos en una máquina expendedora y escribió en el dorso de la postaclass="underline"

Papá:

Sigo trabajando de firme aquí y en otras partes. Pienso mucho en ti. Cuídate.

Reuben

y la echó en el buzón delante de la cafetería.

Llegó a Cleveland a las ocho. Caía una suave lluvia cuando se registró en un hotel cerca de la terminal de autobuses. Aparcó el LeBaron en un aparcamiento público, incómodamente consciente de que no iba a conducirlo hasta su destino final. Alguien lo tomaría y se lo llevaría de allí.

No estaba a más de unos tres kilómetros del lago Erie, y era allí —o al menos eso le había dicho la red— donde debería estar a primera hora de la mañana.

Reuben se contempló a sí mismo en el picado espejo del cuarto de baño. Vio a un chico grande con una barba rala y unos rasgos fuertes y regulares. Saludó al chico grande —y a la red— y se fue a la cama, pero no durmió mucho.

Estaba asustado. Mañana iba a conocer a otra gente de la red…, alguna de la gente detrás de las voces. Eso no le preocupaba. Pero…

Algo le aguardaba en el lago.

¿Hasta dónde debía confiar en los Amos Secretos?

¿Importaba algo?

Estaba junto a la orilla del lago, en la Terminal de Excursiones de los Hermanos Toland, a las seis de la mañana, recién afeitado y duchado, y vestido con el nuevo traje que se había comprado en Richmond para aquella ocasión.

56

Trevor Hicks bajó del coche de alquiler bajo un gran caballete de hierro y se protegió los ojos contra el sol. Vio a Arthur Gordon cruzar la calle. Gordon le saludó con la mano. Hicks, cansado de conducir y aún nervioso, hizo un débil gesto de reconocimiento. Nunca se había acostumbrado a conducir en los Estados Unidos. Incapaz de encontrar una ruta rápida por las calles, había tomado la autopista para llegar a los muelles de Seattle, luego había conducido en círculos debajo del puente durante diez minutos, estando a punto de chocar dos veces con otros coches en las estrechas callejuelas. Finalmente había conseguido aparcar justo debajo de los largos escalones de cemento del Pike Pace Market. Al otro lado de la calle, almacenes convertidos en restaurantes y tiendas rivalizaban con los nuevos edificios en sus vistas sobre la bahía. Las gaviotas trazaban círculos y chillaban en torno a una hamburguesa medio comida en mitad de la calle, alzándose sobre sus alas extendidas para eludir los coches que pasaban.