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– ¡Ah! Cerca del bellísimo Derek.

– Cerca de Derek, exactamente. ¿Cómo podría volver a mirar a Isobel a los ojos si Katie se metiera en algún lío? Por eso pensé…

– En mí -terminó ella la frase por Nick.

– Sé que tienes un corazón de oro, Patsy, y que no me dejarás en la estacada.

Patsy se quedó pensativa durante unos segundos.

– Tendré que llevarme a Horacio -dijo por fin.

Horacio era su mascota; un gato persa con un carácter endiablado. Nick lo había conocido cuando ella lo había llevado a la oficina durante un par de días porque estaba enfermo y tenía que darle una pastilla cada dos horas. Horacio era un gato viejo y caprichoso que adoraba a su dueña y odiaba al resto de los seres humanos. Todo el mundo en la oficina había respirado aliviado cuando, por fin, se lo había llevado de vuelta a su casa.

– De acuerdo -asintió Nick, resignado.

– En ese caso, iré a tu apartamento cuando quieras.

– ¡Bendita seas! Me has salvado la vida.

– Bendito seas tú por salvar la mía. Estaba pensando si podía permitirme un crucero por las Bahamas.

– ¿Perdón? -preguntó Nick, perplejo.

– Estar de servicio día y noche tiene un precio.

– ¿Y qué ha pasado con el corazón de oro?

– ¿Tú sabes lo caro que está el oro últimamente?

Al día siguiente, Nick fue a la estación a esperar a Katie. Decidido a cumplir con su deber, la invitaría a merendar, se comportaría amablemente y después le explicaría las reglas de convivencia.

El tren llegó a su hora, pero Nick veía pasar a los viajeros uno tras otro sin encontrar a ninguna chica que se pareciera remotamente a Katie. Unos minutos más tarde, no quedaba nadie en el andén.

– Ha perdido el tren -musitó entre dientes-. Tendría que haberlo imaginado.

Cuando Nick volvía hacia el aparcamiento maldiciendo en voz baja, un deportivo rojo paró a su lado y un joven saltó del coche para abrirle la puerta a una diosa. Era la única manera de definirla. La chica tenía unas facciones perfectas, misteriosos ojos verdes y una melena de color castaño claro que caía en ondas sobre sus hombros. Su esbelta figura estaba envuelta en un caro traje de lino de color claro que se ajustaba delicadamente a sus formas. La blusa blanca era de seda y llevaba una cadenita en el cuello. Nick tuvo que contener el aliento.

– No tienes que quedarte a esperar, Freddy, cariño -dijo ella. Su voz tenía un timbre suave y melódico que fascinaba a Nick.

– Es que quiero quedarme -dijo el joven-. No pienso dejar que te enfrentes sola al enemigo.

La risa alegre de ella hizo que Nick soltara el teléfono móvil, en el que había empezado a marcar el número de Isobel.

– No es el enemigo -decía la joven.

– Siempre que hablas de él, lo haces parecer un monstruo.

– Puedo cuidar de mí misma, Freddy. Y no me dan ningún miedo los monstruos.

– Eres muy valiente. Llámame si se pone bruto.

– De acuerdo. Me gusta saber que cuento contigo -dijo la chica con cierta ironía. Cuando por fin, el insistente Romeo fue persuadido de que podía marcharse, la diosa se dio la vuelta para mirar a Nick. Un escalofrío de placer lo recorrió cuando sus ojos se encontraron.

– ¿Qué habrías hecho si no hubiera querido marcharse? -preguntó él.

– Habría encontrado la forma de convencerlo -sonrió ella. Por supuesto que lo habría hecho, pensaba Nick. Aquella mujer había nacido para hacer que los hombres cayeran rendidos a sus pies.

– ¿Te han dado plantón?

– ¿Perdón?

– El hombre que tiene que venir a buscarte, el «enemigo». No parece estar por ninguna parte -explicó él. Ella lo miraba con una encantadora sonrisa en los labios-. ¿Puedo invitarte a un café mientras lo esperas?

– ¿Que si puedes…? -empezó a preguntar ella, mirándolo con sorpresa.

– A menos que tengas que ir a alguna parte.

– ¿No has venido a buscar a alguien?

– He venido a buscar a una chica, pero no ha aparecido. Debería haberme imaginado que iba a pasar.

– ¿Quién es?

– La hermana de mi cuñada. Me he dejado convencer para cuidar de una cría insoportable durante dos semanas, pero no ha aparecido. Con un poco de suerte, habrá cambiado de opinión.

– Nunca se sabe -dijo ella, mirándolo con curiosidad-. Y sí, me apetece un café, gracias.

– Estupendo. Pero primero tengo que llamar a su hermana.

– ¿Para qué molestarte? Probablemente, llegará en el próximo tren. Llámala más tarde – dijo, con una sonrisa irresistible.

Poco más tarde, estaban sentados en una agradable cafetería.

– Me llamo Nick.

– Yo me llamo… Jennifer.

– No pareces muy segura.

– Mis padres me pusieron varios nombres. Tengo cinco. Mary, Jennifer, Alice y un par de ellos más. Cada día uso uno diferente. Depende de mi estado de ánimo.

– ¿Y hoy te llamas Jennifer?

Había un brillo de burla en los ojos de la chica que Nick no entendía.

– Eso es. Háblame sobre la cría insoportable. Debes de ser muy generoso para haber aceptado encargarte de ella.

– Bueno, sólo serán un par de semanas. Cuando quieres a la gente, haces cosas por ellos.

Ella lo miraba con simpatía y Nick se encontró a sí mismo hablando sobre Isobel. De vez en cuando, Jennifer asentía sonriendo. De hecho, había algo en ella que le recordaba a Isobel. Nada físico, porque no se parecían ni remotamente, sino un aura de calidez y comprensión.

– ¿Sabes lo que pienso? -preguntó, cuando él hubo terminado el relato-. Que aún sigues enamorado de Isobel.

– Bueno… quizá un poco. Es como un ideal de mujer para mí, alguien a quien el resto de las mujeres nunca podrán parecerse. Y menos que nadie, el bichejo venenoso.

– ¿Cómo?

– El bichejo venenoso -sonrió él-. Acabo de acordarme de que era así como llamaba a Katie.

– ¿Y se lo merecía? -preguntó la diosa con voz ligeramente atragantada.

– No te lo puedes imaginar.

– Seguro que no te atrevías a llamárselo a la cara.

– ¡Desde luego que no! Me habría metido sapos en la cama. No, nunca se lo dije. Aunque ella también me ponía motes y se lo contaba a todo el mundo.

En ese momento, se produjo un cambio desconcertante en la expresión de la diosa. El brillo de sus ojos era, desde luego, poco amistoso.

– Pero ella también tenía un nombre secreto para ti -dijo Jennifer, la diosa, de repente-. Uno que tú no conocías. ¡Nick el estirado!

– ¿Qué?

– Nick, el estirado -repitió ella-. ¡Nick, el asqueroso! ¿A que no lo sabías?

– Pero… ¿de qué estás hablando?

– Estoy hablando de que lo sé todo sobre ti, Nick. Sé que sólo comes pomelo para desayunar y que lees en la cama hasta muy tarde porque duermes pocas horas. Incluso sé que tienes un pie más largo que otro.

– ¿Cómo puedes saber eso? -preguntó Nick, estupefacto.

Pero no hacía falta preguntar. La venda había caído de sus ojos y, con una angustia indescifrable, empezaba a reconocerla: su azote, su pesadilla, su enemigo: ¡Katie!

Capítulo 2

Era Katie. La odiada quinceañera de sus recuerdos se había convertido en una diosa. Y él le había contado… ¿qué no le había contado? Nick emitió un gemido al recordar la confesión.

– Un momento -dijo él, luchando por su vida-. Tú no puedes ser Katie. Ella era…

– ¿Sí? -preguntó Katie, amenazadora-. Cuidado con lo que dices.

– Katie era… sé que han pasado cinco años, pero nadie cambia tanto. Sólo eras una niña.

– Tenía dieciséis años.

– No puede ser.

– ¡Sé muy bien la edad que tenía!

– Pues parecía que sólo tenías trece.